UN poco más tarde que en su tiempo verdadero, prepararon en el hotel un baile en celebración de la fiesta francesa de la Mi-Caréme.

Preguntado César si pensaba asistir al baile, dijo que no; pero la señorita de Sandoval le advirtió que si no asistía no le volvía ya a dirigir la palabra, y la señorita Dawson y la institutriz le amenazaron con la misma excomunión.

—Pero si son muy divertidos estos bailes —dijo la señora Dawson.

—¿Cree usted?

—Sí, y usted también lo cree.

—Además, que un observador como usted —añadió la señorita Cadet— puede dedicarse a hacer observaciones.

—¿Y por qué se figura usted que yo soy observador? —preguntó César.

—Toma, porque se le nota.

—Y observador de muy malas intenciones —afirmó la señorita de Sandoval.

—Me conceden ustedes cualidades que no tengo.

César tuvo que acceder, y las señoras de Dawson y él fueron los primeros que entraron a sentarse en el salón. Había en un ángulo, colgado del techo por una polea, un vaso de cristal.

—¿Qué es esto? —preguntó la señora Dawson al criado.

—Es un vaso de cristal lleno de bombones, que hay que romper, de un palo, con los ojos cerrados.

—¡Ah, sí!

Como no llegaba todavía nadie a la sala, anduvieron las hijas de la Dawson y César mirando en los armarios y viendo los papeles de música de la condesa Sciacca y del napolitano.

Se asomaron a una de las ventanas del salón. Hacía una noche detestable, llovía y granizaba; las gruesas gotas saltaban en las aceras de la plaza de Esedra. Caían mezclados el agua y el granizo, y, durante un momento, el suelo quedaba blanco, como cubierto de una ligera capa de perlas.

La fuente del centro lanzaba al aire sus hilos de agua, que se confundían con la lluvia, y el surtidor central brillaba a la luz de los arcos voltaicos; de vez en cuando, la claridad lívida de un relámpago iluminaba los arcos de piedra y se oía el retumbar de un trueno…

No llegaba al salón todavía nadie. Las damas, sin duda, preparaban cuidadosamente sus tocados.

Los primeros que aparecieron vestidos para el baile fueron la marquesa Sciacca y su marido, acompañados del inevitable Carminatti.

La marquesa, con su hostilidad habitual para todos los que vivían en la casa, saludó con frialdad ceremoniosa a la señora Dawson y se sentó cerca del piano, lo más lejos posible de las francesas.

La Sciacca vestía traje de seda verde, con encajes y adornos de oro; iba muy descotada y tenía aire de enfado. Su marido era pequeño y encorvado, de bigote largo y fino y ojos brillantes; el pómulo mostraba una mancha roja, frecuente en los enfermos del pecho, y hablaba con una voz aguda.

—¿Le trata usted al marqués? —preguntó la señora Dawson a César.

—Sí, es un chisgarabís molesto —dijo César—, un hombre de lo más majadero que se puede ver. Le detiene a uno en la calle para contarle cosas absurdas. El otro día me hizo esperar un cuarto de hora a la puerta de una agencia de viajes, para preguntar cómo se va más rápidamente a Moscú. ¿Piensa usted ir? —le dije—. No, era para enterarme… Es un idiota.

—Dios nos libre de sus comentarios. ¡Qué dirá usted de nosotras! —exclamó la señorita de Sandoval.

Entró la condesa Brenda, con su marido, su hija y una amiga. La Brenda, vestida de negro, iba descotada y llevaba un collar de brillantes, gruesos como avellanas, que envolvían su pecho en rayos y luces y reflejos cegadores.

La amiga de la Brenda era una señora joven, de belleza perfecta, una morena de tez sonrosada, con las facciones de una corrección irreprochable, sin el aire serio, ni el tipo de estatua de las grandes bellezas, y sin el tono negruzco de las mujeres morenas. Al sonreír mostraba sus dientes, que eran una ráfaga de blancura. Estaba algo recargada de joyas, lo que le daba aspecto de divinidad antigua.

—A usted, que todo le parece mal —dijo la señorita Cadet a César—, ¿qué tiene usted que decir de esa mujer? Yo la estoy mirando desde que ha entrado y no la encuentro el menor defecto.

—Yo tampoco. Es una cara por la que parece no haber pasado jamás la menor sombra de un disgusto. Es una belleza serena como un paisaje o como el mar cuando está tranquilo. Además, su misma perfección le quita carácter. Más que una figura humana parece como un símbolo de la vida y de la belleza indiferentes.

—Ya le hemos encontrado el defecto —dijo la señorita Cadet.

La condesa Brenda, después de presentar a su amiga a las señoras y a los jóvenes, que quedaron deslumbrados, se sentó cerca de la Dawson en un sillón antiguo.

La Brenda estaba imponente.

—Parece usted una reina dando audiencias —le dijo la señorita de Sandoval.

—El amor de usted es un verdadero monumento —murmuró burlonamente la señorita Cadet por lo bajo a César.

—Sí, creo que habría que ponerle un inválido a la puerta —repuso César.

—¡Inválido! ¡No, por Dios! ¡Pobre señora! Un guerrero en activo servicio, a quien no le haga mella toda la antipirina del mundo —replicó la señorita Cadet maliciosamente.

César sonrió con la alusión.

César o nada
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