UN DOMINGO POR LA TARDE
LA intranquilidad inducía a César a tomar resoluciones absurdas que luego no realizaba.
Un domingo, en los primeros días de abril, salió a la calle dispuesto a marcharse de Roma, por el camino, a cualquier parte. Caía una lluvia densa y menuda, el cielo estaba gris, el tiempo templado, las calles llenas de charcos, las tiendas cerradas; algunos vendedores ofrecían ramos de almendro llenos de flor.
Sentía César una gran depresión. Entró en una iglesia a guarecerse de la lluvia. Estaba la iglesia llena; había mucha gente en medio; no sabía qué hacían. Estaban, sin duda, congregados para algo, aunque César no comprendió para qué. César se sentó en un banco, aniquilado; hubiera querido oír la música del órgano, oír un coro de niños. No se le ocurrían más que ideas sentimentales. Pasó algún tiempo, y un cura empezó a predicar.
César se levantó y se fue a la calle.
—Hay que olvidar estas impresiones miserables, volver a las ideas nobles; hay que luchar con esta lepra sentimental.
Se puso a marchar a grandes pasos por las calles desiertas y tristes. Salió hacia el río y se encontró con Kennedy, que volvía, según le dijo, del estudio de un escultor amigo suyo.
—Tiene usted aire de desolación, ¿qué le pasa a usted?
—Nada, pero estoy de un humor de dos mil diablos.
—Yo también estoy melancólico. Será el tiempo. Daremos un paseo.
Fueron los dos por la orilla del Tíber. El río, arcilloso, más turbio que de ordinario y muy crecido, encerrado entre dos paredones blancos, parecía una gran alcantarilla.
—Este no es el Coeruleus Tibris de que habla Virgilio en la Eneida y que se presenta a Eneas bajo las apariencias de un anciano con la cabeza coronada de rosas —dijo Kennedy.
—No. Es un río horrible —afirmó César.
Siguieron la orilla, pasaron por delante de Sant Angelo y del puente de las estatuas.
Ahora, a la derecha, desde un pretil, se veían callejuelas angostas, hundidas casi por debajo del nivel del río. En la otra orilla se erguía entre la lluvia un edificio nuevo y blanco.
Siguieron hasta la plaza de Armas, y luego volvieron al anochecer a Roma. Iba cesando la lluvia y el cielo parecía más amenazador; una fila de mecheros de gas, verdosos, seguía el malecón del río, y luego pasaba por encima del puente.
Fueron a la plaza del Popolo, y por la calle del Balbuino a la plaza de España.
—¿Quiere usted que mañana vayamos a una abadía de benedictinos? —le dijo Kennedy.
—Bueno.
—Y si sigue usted melancólico, le dejaremos allá.