UN ASESINATO
JUAN el Babas, el guapo del pueblo, protegido por el Padre Martín, se había distinguido de chico por su cobardía y por su tendencia al matonismo. Su aspecto era de tonto, decían que se le caía la baba; de ahí que le dieran este apodo de Juan el Babas. Vivía echándoselas de terrible en las casas de juego, y alardeaba de haber estado en la cárcel varias veces.
Los clericales habían puesto al Babas de conserje del Patronato, y al mismo tiempo de matón, para que infundiera terror; pero como en realidad era cobarde y se le notaba, no llegó a amedrentar a los del Centro Obrero.
Juan el Babas era alto, de pelo rojo, de pómulos salientes, manos grandes y nudosas y labio belfo; su padre había sido, como él, huesudo y fuerte, y por eso le habían llamado el tío Huesarrones.
El Babas, como cobarde que era, comprendía que no cumplía con su cargo; un día se había atrevido a presentarse en un baile del Centro Obrero, y San Román, el viejo republicano, acercándose a él y dándole en la manga, le dijo:
—Oye, tú, Babas; tú te vas de aquí ahora mismo, y no vuelves.
—¿Por qué?
—Porque estás de sobra.
Juan se fue como un perro azotado. El Babas quería hacer una hombrada, y la hizo.
Había en el Centro Obrero un muchacho a quien llamaban el Largo, uno de los pocos cajistas del pueblo, hombre listo, chistoso, que escribía de cuando en cuando algún artículo en La Protesta.
Juan el Babas se empeñó en que el Largo se quería burlar de él; sin duda, al verle delgado, flaco y sin fuerzas, lo eligió como víctima; quizá tenía alguna otra razón para atacarlo. Una tarde, al anochecer, el Babas le paró al Largo, le pidió una explicación, le insultó, y al ver que el otro no contestaba, le dio un empellón. Estaba la calle mojada, y el Babas puso el pie en alguna cáscara de fruta y se calló de bruces. El Largo echó a correr, viendo al matón enfurecido, llegó a un portal y subió las escaleras a prisa. El Babas, furioso, marchó tras él; recorrieron perseguido y perseguidor un pasillo, y el Largo pudo ganar una puerta y cerrarla. El furor vengativo del Babas no quedó saciado; aguardó en acecho a que el Largo se creyese solo, y cuando intentaba escaparse de su escondrijo y marchaba por el pasillo, sacó la pistola y le disparó un tiro a boca de jarro, por la espalda, y lo dejó muerto. Como era día de lluvia, se pudieron seguir las huellas de las pisadas del muerto y del matador, y averiguar todo cuanto había pasado.
La impresión producida en el pueblo por aquel asesinato fue enorme; se afirmaba que el Padre Martín y los suyos habían mandado matar al Largo; en el Centro Obrero se hablaba de pegar fuego al Patronato de San José y de incendiar el convento de la Peña.
César estaba en Madrid, durante el crimen. Unos días después le visitó una Comisión del Centro; era necesario que se activase la causa, y que fuese César el acusador privado.
Según decían los del Centro, los clericales querían salvar a Juan el Babas, y si no se le inutilizaba por completo, volvería a hacer fechorías.
César no tuvo más remedio que aceptar la misión que le encomendaba el pueblo.
Con motivo del crimen salió a relucir la vida de la familia del «Babas. Este tenía madre y dos hermanas costureras, a quienes explotaba, y vivía con una tabernera a quien llamaban la Cachorra, mujer guapa, virulenta, que hablaba pestes de todo el mundo.