LOS PAJARRACOS DE ROMA
AL día siguiente César se despertó a las nueve, saltó de la cama, se vistió y fue a desayunar. Laura había dejado recado de que no comía en casa. César cogió un paraguas y salió a la calle. El tiempo, aunque muy oscuro, se conservaba sin llover.
Tomó César por la vía Nacional hacia el centro. Entre la gente, algunos extranjeros, con la guía roja en la mano, marchaban a grandes pasos a contemplar los monumentos de Roma, que el código del esnobismo mundial considera indispensable admirarlos.
César no tenía propósito determinado. Vio en un plano, sujeto en un quiosco de periódicos, la situación en que se encontraba la plaza de Esedra, el hotel y las calles adyacentes, y siguió andando despacio.
—¡Cuánta gente habrá que al llegar por primera vez a un pueblo histórico de estos se encontrarán conmovidos y con el pulso agitado! —pensó César—. Yo, en cambio, quedé en esta situación la primera vez que comprendí con claridad el mecanismo de la Bolsa de Londres.
Siguió César por la vía Nacional y se detuvo en una plazoleta con un jardincillo y una palmera. Limitando la plazoleta por un lado, se levantaba una muralla verdosa, y sobre esta muralla, adornada con estatuas, se extendía un jardín alto, con árboles magníficos, y entre ellos un gran pino de copa redonda.
—Hermoso jardín para pasearse —dijo César—. Quizá sea un lugar histórico, quizá no lo sea. Me alegro mucho de no saber ni su nombre ni su historia, si es que la tiene.
Desde el mismo punto de la vía Nacional, a mano izquierda, se veía una calle con escaleras y abajo una columna de piedra blanca.
—Nada; tampoco sé lo que es esto —pensó César—; la verdad que es uno de una ignorancia terrible. En cambio, en cuestiones de hacienda, ¡qué pozo de ciencia hay en mi cráneo!
Siguió César hasta la plaza Venecia, contempló el palacio de la Embajada de Austria, amarillo, almenado, y se detuvo debajo de una gran sombrilla blanca, colocada para proteger al guardagujas del tranvía.
—Al menos, aquí no se nota el peso de la tradición ni de la historia. No creo que esta lona proceda de la túnica de Bruto, ni de la tienda de campaña de Pompeyo. Me siento tranquilo; esta lona me moderniza.
La plaza, en aquel momento, estaba muy animada pasaban bandadas de seminaristas con hábitos negros, rojos, azules, violeta y fajas de distintos colores; cruzaban frailes de todas clases, afeitados, con barbas, negros, blancos, pardos; discurrían en grupos curas extranjeros, con unos sombreritos despeinados adornados con una borla; monjas horribles con bigote y lunares negros, y monjitas lindas y blancas, de aire coquetón.
La fauna clerical estaba admirablemente representada. Un fraile capuchino, barbudo y sucio, con aire de bandolero y un paraguas bajo el brazo, a guisa de trabuco o de tercerola, hablaba con una hermana de la Caridad.
—Indudablemente, la religión es cosa muy pintoresca —murmuró César—. Un empresario de espectáculos no tendría imaginación para idear estos disfraces.
Tomó César por el Corso. Antes de que llegara a la plaza Colonna comenzó a llover. Los cocheros sacaron unos enormes paraguas arrollados, y, abriéndolos, los fijaron en vástagos de hierro, de manera que quedaba el pescante como debajo de una tienda de campaña.
César se refugió en la entrada de un bazar. Comenzaba la lluvia a tomar proporciones de chaparrón. Un fraile viejo, de largas barbas, con hábito blanco y capucha, armado de un paraguas indomesticable, intentaba atravesar la plaza. Se le doblaba el paraguas, por las ráfagas de viento, y las barbas parecía que se le querían escapar de la cara.
—Povero frate —dijo uno del público, sonriendo.
Pasó un cura embozado debajo de un paraguas. Un golfo de los refugiados en la puerta del bazar dijo que no se conocía si era mujer o cura, y el presbítero, que oyó sin duda la observación, echó al grupo una mirada amenazadora y sombría.
Dejó de llover, y César siguió su paseo por el Corso. Se desvió un poco para echar un vistazo a la plaza de España. La gran escalinata de esta plaza relucía, mojada por la lluvia; algunos seminaristas, en grupos, iban subiendo las gradas hacia el Pincio.
Llegó César a la plaza del Pueblo y se detuvo ante unos vagos que jugaban echando monedas al aire. Un chiquillo desarrapado escribía con carbón en una pared: «¡Viva Mussolini!», y debajo iba dibujando un corazón atravesado por dos puñales.
—Muy bien —murmuró César—. Este chiquillo es como yo: un partidario de la acción.
Comenzó de nuevo la lluvia; César se decidió a volver, tomó el mismo camino, y en un café del Corso entró a almorzar. La tarde quedó espléndida y César anduvo vagando a la ventura.