SUSANA Marchmont —escribía César a su amigo Alzugaray— es una mujer hermosa, rica y al parecer inteligente. Me ha dado a entender que siente cierta inclinación por mí, y que si yo le agrado definitivamente, se divorciará y se casará conmigo.
La razón de esta inclinación yo la encuentro, primero, en el deseo de vengarse de su marido, casándose con el hermano de la mujer de la cual él se ha enamorado; segundo, en no haberle hecho yo el amor, como la mayoría de los hombres que ha conocido.
Realmente, Susana es una hermosa mujer; pero así como otras ganan a medida que se las ve y que se las oye, a ella no le pasa lo mismo. Hay algo en esa mujer hermosa, seco, utilitario, que no llega a disimular con sus efusiones artísticas. Además, tiene mucha vanidad, pero una vanidad estúpida; me ha preguntado si yo no podría llegar a adquirir en España un título sonoro y decorativo.
Si Susana supiera que yo, en el fondo, sigo con su amistad por inercia, porque no tengo plan ninguno, y que sus millones y su belleza me dejan frío, se asombraría, creo que quizá me admiraría. Ahora nos dedicamos a pasear, a hablar y a contarnos nuestras impresiones. Cualquiera diría que jugamos intencionadamente a los despropósitos; todo lo que ella encuentra admirable a mí me parece digno de desprecio, y al contrario. Es extraño que pueda existir una discrepancia tan absoluta.
Hoy domingo, por la tarde, hemos dado un gran paseo, entre sentimental y arqueológico.
La he ido a buscar a su hotel, ha bajado muy elegante, con una amiga soltera, también americana y también muy guapa.
Hemos marchado los tres hacia el Foro. Pasamos por debajo del arco de Constantino. Un chico que pedía limosna nos precedió, poniéndose delante y dando volteretas. Yo le di unos cuartos. Susana se rio. A esta mujer que paga cuentas de miles de pesetas a la modista, le molesta dar una moneda de cobre a un golfo.
Nos hemos desviado un poco de la avenida, y hemos subido a la derecha, hacia el Palatino. Entre las ruinas, unas mujeres arrancaban plantas y las metían en sacos. Al final del camino, en cuesta, había un calvario, y unos chicos de algún colegio jugaban, vigilados por curas de babero blanco.
Como no se podía seguir más adelante, hemos bajado de la colina hacia la plaza de San Gregorio. En esta plaza, en el raso que hay delante de la iglesia, estaban tendidos en el suelo unos vagabundos; un viejo de larga barba canosa, pipa con cadena, dos jóvenes morenos de greñas negras, y una mujer de pelo rojo con aros de plata en las orejas y un niño en brazos.
Estos dos muchachos jóvenes me han lanzado una mirada de odio, y han contemplado a Susana y a su amiga con avidez extraordinaria.
¡Qué ideas más falsas habrán pasado por su imaginación! Yo me hubiera acercado y les hubiera dicho atentamente:
—No crean ustedes que estas damas son de distinta pasta que esa mujer roja que está con el niño en brazos. Son iguales. No hay más diferencia que la que da un poco de jabón y algún dinero.
—Vamos a ver esta iglesia —dijo Susana.
—Bueno, vamos.
La iglesia tiene una escalinata de piedra y a un lado dos cipreses.
Entramos en un patio con sepulcros, y estuvimos leyendo los nombres de los enterrados allí. La amiga de Susana es una especie de diablillo con gusto de chico, que se metió por todos los rincones a curiosear.
Cuando salimos de la iglesia nos encontramos con la plaza, antes desierta, llena de gente. En el tiempo que pasamos dentro, un numeroso grupo de turistas había formado un corro, y un señor explicaba en inglés lo que había sido la vía Appia.
—Estas son las cosas que a usted le gustan —me dijo Susana riendo.
Yo le contesté con un chiste. La verdad es que, por muchas explicaciones que me den, un romano antiguo me parece siempre una figura de cartón, o a lo más, de mármol. No es posible suponer lo que yo me he aburrido leyendo Los Mártires, de Chateaubriand, y ese famoso Quo Vadis?
De la plaza de San Gregorio hemos tomado por una calle en cuesta, Vía di San Giovanni e Paolo, que pasa por debajo de un arco con varios contrafuertes de ladrillo.
Salimos a una plazoleta, en cuyo ángulo hay una antigua torre con arcadas que tiene empotrados en la pared azulejos, unos redondos y otros en forma de cruz griega.
El pórtico moderno de la iglesia, con columnas, tiene una verja, y esta se hallaba abierta. Encima de la puerta se ve un cuadro de San Juan y San Pablo; a los lados, dos escudos con la mitra y las llaves. En uno, alrededor, pone en latín Omnium rerum est vicisitudo; en el otro se lee escrito en español: «Mi corazón arde en mucha llama».
—¿Está en español? —me ha preguntado Susana.
—Sí.
—¿Qué quiere decir?
Yo traduje la frase al inglés, y Susana la repitió varias veces, y quiso que se la escribiera en su tarjetero. La amiga hojeó el Baedeker, y dijo:
—Parece que aquí se conserva la casa de dos santos martirizados por Juliano el Apóstata.
Yo les aseguré que era un error. Precisamente hace unos días he leído un libro acerca de Juliano el Apóstata, y resulta que este emperador era un hombre admirable, bueno, generoso, valiente, lleno de virtudes; pero los cristianos necesitaban calumniarle y le calumniaron. Todas las persecuciones de Juliano contra los cristianos son represiones lógicas contra los que alteraban el orden público, y la frase «Venciste, Galileo», es una piadosa invención. Juliano era filósofo, quería la ciencia, la higiene, la limpieza, la paz, en un mundo de histéricos y de adoradores de cadáveres que deseaba vivir en la ignorancia, en la porquería y en el rezo.
Pero el cristianismo, que ha sido una religión de alucinados y de mixtificadores, no ha vacilado en cantar las alabanzas de los parricidas como Constantino, ni en calumniar la memoria de los grandes hombres como Juliano.
Susana y su amiga consideran que el que Juliano haya sido calumniado o no por la historia no tiene ninguna importancia.
Verdad es que a mí me pasa lo mismo.
De la vía di San Giovanni e Paolo salimos a una plazoleta cerca de una iglesia que tiene delante del atrio una barca labrada en mármol. Esta calle vimos que se llama de la Navicella.