SON UNOS NIÑOS
AL día siguiente, Laura, antes de hacer una visita, se presentó a la hora del almuerzo elegantísima, con un traje y un sombrero hechos en París, con los cuales estaba verdaderamente preciosa.
Tuvo un gran éxito: las de San Martino, la Brenda, las demás señoras la felicitaron. Sobre todo, el sombrero les parecía ideal.
Carminatti quedó extasiado.
—E bello, bellissimo —dijo con un gran entusiasmo, y todas las señoras aseguraban que era bellissimo, arrastrando la ese e inclinando la cabeza con un ademán de admiración.
—¿Y tú, no me dices nada, bambino? —preguntó Laura a César.
—Que estás muy bien.
—¿Y nada más?
—Si quieres que te eche un piropo, te diré que estás bonita hasta legitimar el incesto.
—¡Qué bárbaro! —murmuró Laura medio riendo, medio ruborizándose.
—¿Qué le ha dicho a usted? —preguntaron dos o tres.
Laura tradujo la frase al italiano, y Carminatti la encontró admirable.
—¡Exactísimo! ¡Graciosísimo! —exclamó riendo, y dio una palmada amistosa en el hombro de César.
La marquesa Sciacca contempló varias veces a Laura con miradas de estudio y una sonrisa de rencor.
—La verdad es que estos meridionales son unos niños —pensó burlonamente César—. ¡Qué arraigada tienen la preocupación de lo bello!
El napolitano era uno de los más preocupados por la estética.
César tenía su cuarto frente por frente al del signor Carminatti, y los primeros días creyó que era el de una mujer. Frascos de tocador, pulverizadores, cajas de polvos de arroz; el cuarto parecía una perfumería.
—Es curioso —pensaba César— cómo esta gente de los pueblos ilustres e históricos puede alternar los polvos de arroz y la maffia, el oppopónax y el puñal.
Casi todas las noches, después de comer, había bailoteo en el salón. Se tocaban al piano valses lánguidos de las orquestas de tzíganos. La maltesa y Carminatti solían cantar también canciones románticas de esas cuya letra y cuya música parece siempre la misma, y en las que se oye invariablemente pálpito, fúlgido, el amore y otras palabras sugestivas.
Un domingo por la tarde, que estaba lloviendo, César se quedó en el hotel.
En el salón, Carminatti hacía juegos de manos para entretener a las señoras. Luego se vio al napolitano que perseguía por los pasillos a la marquesa Sciacca y a las dos señoritas de San Martino. Ellas daban chillidos agudos cuando se las agarraba de la cintura. El demonio del napolitano era una especialidad en aquellos juegos de manos.