SUSANA Y LOS JÓVENES
DESDE aquel encuentro César vio a Marchmont que hacía la corte a Laura con gran asiduidad. A ella, que era ligera y coqueta, le gustaba ser galanteada por un hombre como el inglés, joven, distinguido y rico; pero no estaba dispuesta a ceder. Su educación, las preocupaciones de clase le impulsaban a considerar el adulterio como una cosa nefanda. El divorcio para ella tampoco era una solución, pues de aceptarlo le obligaría a dejar de ser católica y a reñir para siempre con el cardenal. Marchmont no se recataba para hacer la corte a Laura; no le importaba nada por su mujer, y hablaba de ella con un profundo desdén…
Laura se encontraba asediada por el inglés; no se decidía a desanimarle por completo, y en el momento crítico tomaba el tren, se marchaba a Nápoles y volvía a los dos o tres días, ya sin duda con más fuerzas para resistir el asedio.
—En justa reciprocidad, ya que hace el amor a mi hermana, yo debía hacérselo a su mujer —pensó César, y fue varias veces al hotel Excelsior a visitar a Susana.
La yanqui se encontraba muy quejosa de su marido. Su padre le había aconsejado sencillamente que se divorciara, pero ella no quería. Encontraba esta solución poco distinguida, y consideraba sin duda muy justo el consejo de un escritor de su país, que en un colegio de señoritas había hecho esta triple recomendación a las colegialas: No bebáis, es decir, no bebáis demasiado; no fuméis, es decir, no fuméis demasiado, y no os caséis, es decir, no os caséis demasiado.
A Susana no le parecía completamente bien casarse demasiado. Además, tenía la veleidad de hacerse católica. Un día le interrogó a César acerca de esto:
—¡Quiere usted cambiar de religión! —exclamó César—. ¿Para qué? Yo no creo que vaya usted a encontrar la fe perdida por hacerse católica.
—¿Y a usted, qué le parece, Kennedy? —preguntó Susana al joven inglés, que estaba allí.
—A mí una mujer católica me parece doblemente encantadora.
—¿Usted no se casaría con una mujer que no fuese católica?
—Yo, no —aseguró el inglés. César y Kennedy se encontraban en desacuerdo en todo.
Susana razonó sus proyectos, y de paso se refirió a la novela Cosmópolís, de Paul Bourget, que sin duda había influido en sus inclinaciones por el catolicismo.
—¿Hay muchas damas judías que aspiran a bautizarse y a ser católicas, como dice Bourget? —preguntó Susana.
—¡Ca! —exclamó César.
—¿Tampoco cree usted en eso?
—No, porque me parece una candidez de ese buen señor novelista. Para ser católico no creo que se necesiten más que unas cuantas pesetas.
—Es usted un sobrino de cardenal detestable.
—Es que yo no veo que le pongan a nadie obstáculos para ser católico, como se los ponen para ser rico. ¡El colmo de la ambición! ¡Aspirar a ser católico! Y en todas partes no hacen más que reírse de los católicos; y ya es sabido: país católico, país que marcha indefectiblemente a la ruina.
Kennedy se echó a reír.
Susana dijo que ella no tenía verdadera fe, pero sí un gran entusiasmo por las iglesias, por los cantos del coro, por el olor del incienso y la música religiosa.
—Para eso, España —dijo Kennedy—. Aquí en Italia, las ceremonias de la Iglesia son demasiado alegres. En España, no; en Toledo, en Burgos, dentro de las catedrales hay una austeridad, un recogimiento…
—Sí —dijo César—; desgraciadamente, allí no nos quedan más que ceremonias. En cambio, la gente se muere de hambre.
Discutieron si era mejor vivir en una sociedad decorativa y estética o en una más humilde y práctica, y Susana y Kennedy defendieron la superioridad de la vida estética.
Al salir del hotel, César le dijo a Kennedy:
—Perdone usted una pregunta. ¿Tiene usted algunos proyectos acerca de madama Marchmont?
—¿Por qué lo dice usted?
—Sencillamente, para no ir a su casa con frecuencia, para no estorbar.
—¡Muchas gracias! Pero no tengo ningún proyecto con relación a ella. Es una mujer demasiado hermosa y demasiado rica para que un modesto empleado como yo ponga sus ojos en ella.
—¡Bah! ¡Un diplomático modesto! Eso es absurdo. Es que no le gusta a usted, sencillamente.
—No. Es que es una reina. Se echa de menos en su figura algún defecto que la humanice.
—Sí; eso es verdad. Tiene algo de premio de belleza.
—Es el defecto de estas yanquis: no tienen carácter. El peso de la tradición será fatal para la industria y para la vida moderna, pero es lo único que crea esa espiritualidad de los países viejos. Estas americanas tienen, ¿quién lo duda?, inteligencia, belleza, energía, arranques simpáticos; pero les falta esa cosa especial creada por los siglos: el carácter. A veces tienen golpes muy graciosos. ¿Ha oído usted lo que se cuenta de la mujer del príncipe Torlonia?
—No.
—Pues la actual mujer de Torlonia era una muchacha americana y millonaria que vino recomendada al príncipe. Este la acompañó por Roma, y al cabo de algunos días la dijo, suponiendo que la hermosa americana tenía intención de casarse: Le presentaré a usted a algunos jóvenes de la aristocracia; y ella replicó: No me presente usted a nadie, porque el que más me gusta es usted; y se casó con él.
—Está bien el golpe.
—Sí, son salidas a la americana; pero si usted viera a una española conducirse así, le parecería mal.
Charlando amigablemente, llegaron a la plaza de Esedra.
—¿Quiere usted almorzar conmigo? —dijo Kennedy.
—Eso mismo le iba a proponer a usted.
—Yo como solo.
—Yo no, yo como con mi hermana.
—¿La marquesa de Vaccarone?
—Sí.
—Entonces usted me perdonará si acepto, porque tengo grandes deseos de ser presentado a ella.
—Pues vamos.