DON CALIXTO EN SU CASA
COMO digo, don Calixto estaba en su casa, en un cuarto grande de la planta baja, que le sirve de despacho. Don Calixto es un hombre alto, esbelto, de pelo negrísimo, que comienza a blanquear en las sienes, y de bigote cano. Se encuentra en la edad romántica de las ilusiones, de las esperanzas…
—¿Pues qué edad tiene? —preguntó Alzugaray.
—No tiene más que cincuenta y cuatro años —replicó César con sorna—. Don Calixto viste de negro, muy acicalado, y resulta elegante, pero tiene aire de notario. Por más esfuerzos que hace para parecer suelto y fácil en sus ademanes, no lo consigue; tiene el encogimiento inicial del que ha obedecido de chico o de hombre en alguna oficina o comercio.
Don Calixto me ha recibido con gran amabilidad, pero con cierto aire de reserva, como diciéndome: En Roma era para ti un alegre camarada; aquí soy un personaje. Hemos charlado de una porción de cosas, y antes de que me preguntara lo que quería, he tirado de carta y se la he presentado. El hombre se ha puesto los lentes, ha leído con atención y me ha dicho:
—Bueno, bueno; luego hablaremos. El cura ha pensado, sin duda, si estaría estorbando, y se ha marchado.
Al quedarnos solos, don Calixto me ha dicho:
—Muy bien, César, me alegro de verle. Veo que se ha acordado usted de nuestra conversación de Roma. Comerá usted conmigo y con mi familia.
—Con mucho gusto.
—Les voy a decir que pongan un cubierto más.
Don Calixto ha salido y me ha dejado solo. He estudiado durante un momento el despacho del gran cacique; en la pared, diplomas, nombramientos en marcos de cristal, un árbol genealógico, probablemente dibujado anteayer; en un armario, libros de Derecho…
Ha vuelto don Calixto, me ha preguntado si estaba cansado, le he dicho que no, y atravesando toda la casa, que es enorme, me ha enseñado el jardín. Chico, ¡qué rincón más admirable! Cae sobre el río, y es una maravilla. La parte más alta, que es la que tienen cuidada, vale poco; está de una manera lamentable; figúrate tú que hay una fuentecilla que es un negro de latón, y que echa agua por todas partes.
En cambio, la parte antigua del jardín, la más baja, ¡qué belleza! Hay un torreón que asoma encima del río, convertido en un mirador, entre granados, rosales y plantas trepadoras, y hay, sobre todo, una adelfa que es una maravilla…; parece un castillo de fuegos artificiales, o una lluvia de flores.
—Abandona ese punto —dijo Alzugaray—. Estás hablando como un mal discípulo de Ruskin.
—Tienes razón. Pero cuando veas esos jardines te entusiasmarás también.