SIMPATÍA

INDUDABLEMENTE, entre la Amparito y él existía un acuerdo instintivo y sentimental, una simpatía orgánica. Ella sentía por los dos, pero él no pensaba por los dos; cada maquinaria del pensamiento marchaba aisladamente, como dos relojes que no se oyen. Ella sabía si César estaba triste o alegre, desanimado o animoso, sólo mirándole; no tenía necesidad de preguntarle nada; leía en la cara de César; en cambio él no podía comprender lo que pasaba detrás de aquella frente pequeña y de aquellos ojos húmedos y brillantes.

—¿Se ha alegrado? ¿Se ha entristecido? —se preguntaba. No lo llegaba a comprender.

—No acierto nunca a saber lo que quieres —le decía alguna vez con amargura.

—No, tú aciertas siempre —le contestaba ella.

César pensaba muchas veces que este papel de ser querido así, a tuertas y a derechas, era una cosa absurda y ofensiva. En todos los grandes entusiasmos hay como en un viraje especial; se quiere a una persona, se llega a convertirla en ídolo dentro de uno mismo, y desde este momento la persona parece que se desdobla en el ídolo irreal, que es como una representación falsa de lo que se adora, y en el ser vivo, que se parece muy poco al objeto de idolatría.

César encontraba algo absurdo ser querido así; además, veía que ella le arrastraba a él; a los seis meses de casados ella le iba haciendo cambiar de ideas y de vida, y él no influía en ella absolutamente nada.

Anteriormente y muchas veces había pensado que, de vivir con una mujer, hubiese preferido siempre una que espiritualmente fuese extraña a él, que le mirase como una planta rara, que no la que quisiera identificarse con sus gustos y sus simpatías.

Con una mujer un poco hostil hubiese sentido la inclinación de ser voluble y contradictorio; en cambio, con una mujer simpatizadora se hubiera visto como un corredor de circo a quien un discípulo intenta alcanzar, y que necesita correr mucho para dejar el pabellón bien puesto.

Pero su mujer no era ni una cosa ni otra.

La Amparito tenía uno inconsciencia, una alegría, una facilidad para vivir, extraordinaria. César quedaba absorto. El día se lo pasaba trabajando, hablando, cantando. La diversión más pequeña le encantaba, el regalo más insignificante le producía una gran satisfacción.

—Tú lo tienes todo resuelto —le decía César.

—¿Por qué?

—Por tu carácter.

Ella se reía.

Parecía como si hubiera elegido la posición mejor en la vida. Veía que su marido no era religioso; pero ella consideraba esto como un atributo de los hombres, y pensaba que Dios tenía una condescendencia especial con los maridos, aunque no fuese más que para no dejar solas en el paraíso a las mujeres.

La Amparito tenía un catolicismo fetichista arreglado para su vida, en el cual intervenían una porción de ideas heterodoxas y contradictorias, pero ella no se preocupaba de esto.

El matrimonio se llevaba muy bien, no tenían nunca disputas ni discusiones. Cuando porfiaban no se daban cuenta de quién cedía.

Habían alquilado frente al Retiro un piso bastante grande y lo comenzaron a arreglar.

La Amparito tenía mal gusto para las cosas de adorno; le gustaba todo lo chillón, y alguna vez que César se rio, ella le dijo:

—Ya sé que soy una aldeana tonta. Dime tú cómo hay que poner las cosas.

César dispuso el arreglo de un saloncillo para recibir a los amigos. Escogió un papel pálido para las paredes, unos grabados iluminados y unos muebles de estilo Imperio. Las amigas encontraron que el cuarto estaba muy bien; la Amparito decía:

—Sí, lo ha mandado arreglar César —como si esto fuera una razón de peso para todo el mundo.

La Amparito y su padre convencieron a César de que debía abrir un bufete. Toda la gente de Castro se lamentaba de que César no ejerciese de abogado.

Él había sentido siempre una gran repugnancia por este oficio de chanchulleros y de vividores; pero para contentar a la Amparito cedió, e instaló su bufete y tomó un pasante muy ducho en marrullerías legales.

Muchas veces César estaba escribiendo en el despacho cuando la Amparito abría la puerta.

—¿Quieres venir un momento? —decía.

—Sí, ¿qué hay?

—Mira a ver cómo me está este sombrero, ¿qué te parece?

César se reía y decía:

—Creo que debes quitar esas flores o debes hacerlo más pequeño.

La Amparito aceptaba las indicaciones de César como si fueran artículos de fe. César sentía también una gran admiración por su mujer. ¡Qué fuerza para vivir! ¡Qué energía más poderosa!

Yo voy entre las zarzas, y en cada una dejo un jirón de mi vestidura —pensaba César—, y ella pasa sencillamente por en medio de todos los obstáculo, con la facilidad de una cosa etérea. ¡Es extraordinario!

A la Amparito le gustaba ser observada así.

—Tienes —le decía su marido—, como diez o doce Amparitos dentro; muchas veces me parece que eres toda una ronda de Amparitos.

—Pues tú no eres para mí más que un César. Es que yo tengo el feo vicio de discurrir y de ser consecuente.

—¿Y yo no discurro?

—Sí, de otra manera.

César o nada
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