EL MUNDO COMO JARDÍN ZOOLÓGICO

CARMINATTI fue el primero en sacar a bailar a su pareja, que fue la condesa Sciacca.

La maltesa bailaba con un abandono y una languidez felina que imponían respeto. Una de las señoritas de San Martino, vestida de blanco, en hada vaporosa, bailaba con un militar de traje azul, esbelto, distinguido, con los ojos lánguidos y las mejillas sonrosadas, que causó verdadera sensación entre las señoras.

La otra de las de San Martino, vestida de rosa pálido, charlaba en un sofá con un tipo de espadachín, cetrino, de ojos brillantes y bigote tan largo que llevaba la guía hasta las cejas.

—Es un siciliano —dijo la señorita Cadet a César—; aquí atrás cuentan de los dos cosas un poco extrañas.

La hija de la condesa Brenda estaba espléndida con su tez blanca, como si fuera de leche, los brazos al descubierto entre gasas. A pesar de su belleza no contaba con grandes admiradores, era demasiado sosa y la mayoría de los jóvenes se dirigían con más entusiasmo a las mujeres casadas y a las de tipo muy llamativo.

La señorita de Sandoval, la más solicitada de todas, no quería bailar.

—Mi hija es muy adusta en el fondo —advirtió la señora Dawson—. ¿Son así las españolas?

—Sí, hay mucho de eso —dijo César.

Entre estos italianos, algo comediantes y bufonescos, charlatanes y exagerados, pero con una gran flexibilidad y una gran soltura en los movimientos y en el gesto, había una familia alemana, formada por varias personas: un matrimonio con hijos e hijas que parecían todos hechos de una pieza, cortados en el mismo leño.

Mientras los demás se ocupaban de los pequeños incidentes del baile, ellos hablaban de las termas de Caracalla, de los acueductos, del Coliseo. El padre, la madre y los hijos llevaban su lección de arqueología romana magníficamente aprendida.

—¡Qué gente más absurda! —murmuró César contemplándolos.

—¿Por qué? —dijo la señorita de Sandoval.

—A estos alemanes les parece una obligación hacer un copo de lo artístico que hay en un pueblo, saberlo todo; lo cual a mí, que soy un ignorante, me parece una pretensión estúpida. En cambio, los franceses están más en lo cierto: no comprenden nada de lo que no sea francés, y viajan para tener el gusto de decir que París es lo mejor del mundo.

—Es una dicha ser tan perfecto como usted —replicó la señorita de Sandoval violentamente—; se pueden ver muy bien los defectos ajenos.

—Se engaña usted —repuso César con frialdad—, yo no me baso en mis cualidades para hablar mal de los demás.

—¿Pues en qué se basa usted?

—En mis defectos.

—¡Ah! Tiene usted defectos. ¿Lo reconoce usted?

—No sólo lo reconozco, sino que tengo el orgullo de tenerlos.

La señorita de Sandoval volvió la cabeza desdeñosamente; parecía irritarla el giro que daba a las cuestiones César.

—La señorita de Sandoval tiene poca simpatía por mí —dijo César a la señorita Cadet.

—No. Pues suele hablar bien de usted.

—Quizá le parezca bien mi indumentaria, o mi manera de hacer el lazo a la corbata; pero mis ideas le parecen mal.

—¡Es que usted es tan maldiciente! ¿Por qué dice usted eso en este momento? ¿Por qué habla mal de esos alemanes?

—¿Es que a usted le son simpáticos?

—¡Oh! No. Nada de eso.

—Tienen aire de perros de presa.

—¿Pero a usted quiénes le parecen bien? ¿Los ingleses?

—Tampoco. Es ganado vacuno; gente sentimental y ridícula que se extasía ante su aristocracia y ante sus reyes. Los latinos tienen algo de gato, son de raza felina: un francés es como un gato gordo y bien alimentado; el italiano es como un Angora viejo que conserva su hermosa piel; y el español es como esos gatos de tejado, flacos, sin pelo, que maúllan, casi sin fuerzas, de desesperación y de hambre… Luego vienen ya los ofidios, que son los judíos, los griegos, los armenios…

—De manera que el mundo para usted es un jardín zoológico.

—¿Y no lo es?

A media noche se hizo la prueba de romper el jarrón de cristal lleno de bombones. Vendaron los ojos a varios caballeros y uno a uno les hicieron dar un par de vueltas y les invitaron a romper el jarroncito de un bastonazo.

El marqués Sciacca fue el que rompió el vaso de cristal, y se le cayeron los trozos en la cabeza.

—¿Se ha hecho daño? —preguntaron algunos.

—No —aseguró César en voz baja—; tiene la cabeza protegida.

César o nada
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