EL CARDENAL SPADA
LE he preparado a usted dos conferencias interesantes —dijo Kennedy unos días después.
—¡Hombre!
—Sí; una con el cardenal Spada, la otra con el abate Tardieu; a los dos les he hablado de usted.
—Muy bien. ¿Qué clase de gente son?
—El cardenal Spada es un hombre muy inteligente y muy amable. Es en el fondo liberal y amigo de los franceses; respecto al abate Tardieu, es un cura muy influyente de la iglesia de San Luis.
Fueron inmediatamente, después de almorzar, a una calle solitaria de la antigua Roma. A la puerta del palacio, grande y triste, en donde vivía el cardenal Spada, un portero con tricornio, gabán gris y bastón con bola de plata, miraba a los pocos transeúntes de la calle.
Entraron por el ancho portal, hasta un sombrío patio de columnas, empedrado con grandes losas ribeteadas por cintas de hierba verde.
En medio del patio, un surtidor de poca altura caía en un vaso de piedra cubierto de musgo.
Kennedy y César subieron la ancha escalera monumental; en el primer piso, una hermosa galería encristalada daba la vuelta al patio. Toda la casa tenía aire de solemnidad y de tristeza. Entraron en el despacho del cardenal, grande, triste y severo. Monseñor Spada era hombre fuerte, a pesar de su edad; tenía tipo franco e inteligente, pero en su persona se adivinaba un fondo de amargura y de desolación. Vestía una sotana negra, con ribetes y botones rojos.
Kennedy se acercó para arrodillarse delante del cardenal, pero este lo impidió.
César explicó sus ideas al cardenal con modestia. Comprendía que aquel hombre era digno de todos sus respetos.
Monseñor Spada escuchó atentamente, y luego dijo que él no entendía de asuntos financieros, pero que en principio era partidario de que la administración de los bienes de la Iglesia fuera completamente familiar, como en tiempo de Pío IX. León XIII había querido reemplazar este régimen paternal por una sabia burocracia, pero la Iglesia no había salido ganando nada, y habían ido al descrédito con los negocios desgraciados de compras de terrenos y de préstamos.
César comprendió que era inútil intentar convencer a un hombre de la inteligencia y de la austeridad del cardenal, y le escuchó respetuosamente.
Monseñor Spada conversó amablemente, les acompañó hasta la puerta y les despidió estrechándoles la mano.