LAS SEÑORITAS DE SAN MARTINO
LLEGADOS a Roma, subieron Laura y César al hotel, y les recibió un señor calvo y de afilado bigote, que les hizo pasar a un gran salón redondo, de techo altísimo.
Era un salón teatral, con muebles antiguos y grandes sillones de terciopelo rojo, de patas doradas. Los espejos, enormes, algo deslustrados por el tiempo, parecían agrandar más el salón; en las consolas y vitrinas brillaban objetos de mayólica y de porcelana.
La gran ventana de este salón daba a la plaza Esedra di Termini. César y Laura se asomaron a los cristales. Comenzaba de nuevo a llover; el gran espacio semicircular de la plaza estaba reluciente por la lluvia.
Pasaban los tranvías deslizándose por la curva de los rieles: una caravana de turistas en diez o doce coches en fila, todos con los paraguas abiertos, se preparaban a visitar los monumentos de Roma; vendedores ambulantes les mostraban baratijas y chucherías religiosas.
Prepararon las habitaciones para César y Laura, y el amo del hotel les preguntó de nuevo si no necesitaban algo más…
—¿Tú qué vas a hacer? —le dijo Laura a su hermano.
—Me voy a tender un rato en la cama.
—Se almuerza a las doce y media.
—Bueno, a esa hora me levantaré.
—Adiós, bambino. ¡Que descanses! Ponte de negro para venir a la mesa.
—Está bien.
Se tendió César en la cama, durmió a ratos, algo febril por la fatiga, y a eso de las doce se despertó con el ruido que hacían al entrar su equipaje en el cuarto. Se levantó para abrir las maletas, se lavó y se vistió, y cuando se oyeron los consabidos campanillazos se presentó en el salón.
Laura charlaba con dos señoritas y una señora: la condesa de San Martino y sus hijas. Se hallaban en Roma de temporada, y vivían habitualmente en Venecia.
Presentó Laura a su hermano a estas damas, y la condesa estrechó la mano de César entre las suyas muy afectuosamente.
La condesa era bajita y seca: una momia, con cara de galgo, la piel sobre los huesos, los labios pintados, los ojos azules, chiquitos y penetrantes, y una gran vivacidad en los gestos. Iba vestida de manera fastuosa: llevaba joyas en el pecho, en la cabeza y en los dedos.
Las hijas parecían dos princesitas rubias: las mejillas sonrosadas, las cejas como dos pinceladas de oro, casi sin color, los ojos azules claros, de un azul celeste, y los labios pequeños y rojos, tanto, que al verlos venía en seguida a la imaginación ese símil clásico de las cerezas.
La condesa de San Martino preguntó a César, de sopetón, si estaba soltero, y si no tenía novia. Contestó César diciendo que estaba soltero y que no tenía novia, y entonces la condesa le volvió a preguntar si no sentía vocación por el matrimonio.
—No, creo que no —respondió César.
Sonrieron las dos señoritas, y la madre, con una familaridad verdaderamente graciosa, dijo que los hombres se iban poniendo imposibles. Luego añadió que estaba deseando que sus hijas se casaran.
—Cuando una de estas chicas se case y tenga un bambino, ¡voy a estar más contenta! Si Dios me enviara un cherubino del cielo no lo estaría más. Se rio Laura, y una de las rubitas replicó con indiferencia aristocrática:
—Primero es casarse, mamá.
A esto la condesa de San Martino agregó que ella no comprendía la manera de ser de las muchachas de hoy.
—Yo, cuando era jovencita, siempre tenía cinco o seis novios a la vez; pero mis hijas no lo entienden así. ¡Son tan indiferentes, tan desdeñosas!
—Parece que no ponen ustedes toda la atención debida —dijo César a las señoritas, en francés.
—Ya ve usted qué error —repuso una de ellas, sonriendo.
Sonó la última tanda de campanillazos y entraron en el salón varias personas. A la mayoría de ellas las conocía Laura y las fue presentando a su hermano.