EL TÍO CARDENAL
COMO el cardenal no manifestaba ninguna curiosidad por ver a César, este dijo varias veces a Laura:
—Habrá que ir a saludar al tío, ¿eh?
—Haz lo que quieras. Él no tiene muchas ganas de verte. Parece que supone que eres un incrédulo.
—Bueno, eso no importa para hacerle una visita.
—Si quieres, yo te acompañaré.
El cardenal vivía en el palacio Altemps. Este palacio se encuentra en la calle de Sant’Apollinare, enfrente de un seminario. Se presentaron los dos hermanos una mañana en el palacio, subieron la gran escalera, y en una antesala vieron a Preciozi con otros dos curas, que hablaban bajo.
Uno de ellos era un viejo raído y pálido, con la nariz y los aledaños de su apéndice nasal extremadamente rojos. César encontró que en aquella cara lívida y espectral una nariz tan roja parecía una linterna en un paisaje triste, iluminado por la luz del crepúsculo. El hombre lívido era el bibliotecario de la casa.
—Su Eminencia está muy ocupado —dijo Preciozi, después de saludar a los dos hermanos, hablando con una voz distinta a la que tenía en la calle—. Dentro de un momento pasaré a ver si pueden ustedes verle. César se asomó a la ventana de la antesala: se veía el patio del viejo palacio y los pórticos que lo rodean.
—Esto debe ser muy grande —dijo.
—Luego lo verán, si ustedes quieren —repuso el abate.
Poco después Preciozi desapareció, y volvió a aparecer en el hueco de una mampara, diciendo con la voz discreta y apagada, que sin duda usaba para sus funciones de familiar:
—¡Adelante! ¡Adelante!
Entraron en una habitación grande, fría y destartalada. Por la puerta abierta se veía otro salón desprovisto de adornos, también oscuro y sombrío.
El cardenal estaba sentado a una mesa; vestía de fraile y tenía ceño de malhumor. Laura se acercó a él de prisa y le besó la mano; César se inclinó, y como el cardenal no se dignó mirarle, quedó de pie lejos de la mesa.
Laura, después de saludar a su tío como a una columna de la Iglesia, habló con él como con un pariente. El cardenal echó una rápida ojeada a César, y luego, algo menos ceñudo, le preguntó, con voz seca, si su madre estaba bien y si pensaba estar mucho tiempo en Roma.
César, molestado por una acogida tan glacial, contestó en pocas palabras, cortas y frías, que todos se encontraban bien.
El secretario del cardenal, que estaba junto a la ventana presenciando la escena, dirigió a César miradas iracundas.
Tras de un momento de audiencia, que no pasaría de cinco minutos, el cardenal, dirigiéndose a Laura, exclamó:
—Perdona, hija mía, pero tengo que trabajar; e inmediatamente, sin mirar a sus sobrinos, llamó al secretario, que le trajo una cartera con papeles.
César abrió la mampara para que saliera Laura.
—¿Quieren ustedes ver el palacio? —dijo Preciozi—. Hay estatuas antiguas, magníficos mármoles y una capilla donde se conserva el cuerpo de San Aniceto.
—Dejaremos el cuerpo de San Aniceto para otro día —replicó César con sorna.
Bajaron Laura y César la escalera.
—Para hacer esto, no debías haber venido —dijo ella incomodada.
—¿Por qué?
—Porque has estado hecho un bárbaro, sencillamente.
—No, el que ha estado hecho un bárbaro ha sido él. Yo le he saludado, y él ni siquiera ha querido mirarme.
—En cambio, tú le has estado mirando como si fuera un bicho raro metido en una jaula.
—Él ha tenido la culpa, por no tener cortesía ninguna conmigo.
—¿Pero tú crees que un cardenal es un señor, para decirle: ¡Hola! Cómo está usted? ¿Qué tal van los negocios?
—He conocido a un ministro inglés en un club, y era uno de tantos.
—No es lo mismo.
—¿Es que tú crees que nuestro tío se figura que cumple una misión providencial y divina?
—¡Qué preguntas! Claro que sí.
—Entonces es un pobre diablo. Además, no me importa. Nuestro tío es un estúpido.
—¿Ya lo has conocido en tan poco tiempo?
—Sí. Fanático, vanidoso, fatuo, pagado de sí mismo… No me sirve.
—¿Ah, pensabas que te sirviera para algo?
—¿Por qué no? A Laura le irritaba y le divertía la manera de ser arbitraria de su hermano.
Creía que se empeñaba en hacer, por tema, todo lo contrario de los demás.
Laura, sus amigas y amigos, se encontraban en los Museos, en los paseos y en las carreras de caballos. César no iba a los Museos, porque decía que no tenía sensibilidad artística; las carreras de caballos tampoco le gustaban, y respecto a los paseos, prefería andar a la casualidad por las calles.
Como su memoria no estaba llena de recuerdos históricos, no sentía grandes efusiones estéticas o arqueológicas, ni solidaridad alguna con las diversas manadas de turistas sobaderes de piedras.
Por la noche, en el salón, describía burlonamente, en un francés seco, las escenas de la calle, los soldados italianos con las plumas de gallo puestas en una especie de sombrero hongo, los porteros de las Embajadas y casas grandes con su sombrero de tres picos, su gabán azul y su cachiporra de plata en la mano.
Aquella nota de sus observaciones precisa, burlona y corrosiva, ofendía a Laura y a sus amigas.
—¿Por qué odia usted así a los italianos? —le preguntó un día la condesa Brenda.
—No, si no los odio.
—Habla igualmente mal de todo el mundo —replicó Laura—. Es que tiene mal carácter.
—¿Es que ha sido usted desgraciado en la vida? —preguntó la Brenda con interés.
—No, creo que no —dijo César, queriendo sonreír, pero sin saber por qué y sin motivo hizo una mueca triste.