VARIEDAD DE LA NATURALEZA EN NARICES Y EN MIRADAS
CÉSAR reconocía en su fuero interno que no tenía plan ni la menor orientación. El cardenal no sentía, sin duda, deseo de conocerle.
César muchas veces procedía por hipótesis más o menos absurdas. Supongamos —pensaba— que yo tuviera una idea, una aspiración concreta. En este caso me convendría ser reservado en tales y tales cuestiones e insinuar estas y las otras ideas; hagámoslo así, aunque no sea más que por sport.
Preciozi era el único que podía darle alguna luz en sus investigaciones, porque la gente del hotel, la mayoría, por su buena posición, no pensaba más que en divertirse y en darse tono.
César descubrió que Preciozi era un ambicioso; pero además de faltarle el camino, no tenía el valor y el arranque necesario para hacer algo.
El abate hablaba en un español macarrónico, aprendido en América, que provocaba las carcajadas de César. Decía a cada paso: mi amigo, y mezclaba los galicismos con una porción de giros chabacanos de procedencia india o mulata y con palabras de italiano. La jerga de Preciozi era un galimatías verdaderamente babélico. El primer día que salieron juntos, el abate quiso mostrarle una porción de sitios pintorescos de Roma. Le llevó por detrás del Quirinal, por la vía de la Panatería y del Lavatore, en donde hay un mercado de fruta, hasta la fuente de Trevi.
—¿Es hermosa, eh? —dijo el abate.
—Sí; lo que no comprendo —replicó César— es por qué en un pueblo en donde hay tanta agua las palanganas de los hoteles son tan pequeñas.
Preciozi se encogió de hombros.
—¡Qué tipos tienen ustedes en Roma! —siguió diciendo César—. ¡Qué variedad de narices y de miradas! Jesuitas con facha de sabios y de intrigantes; carmelitas con traza de bandoleros; dominicos, unos con aire sensual, y otros con aire doctoral. La astucia, la intriga, la brutalidad, la inteligencia, el estupor místico… ¿Y de curas? ¡Qué muestrario! Curas decorativos, altos, con melenas blancas y grandes balandranes; curas bajitos, morenos y sebosos; narices finas como un cuchillo; narices verrugosas y sanguinolentas. Tipos bastos; tipos distinguidos; caras pálidas y exangües; caras rojas… ¡Qué colección más admirable!
Preciozi oía las observaciones de César y pensaba si el sobrino del cardenal estaría un poco trastornado.
—Adviértame usted lo que tenga mérito, para admirarme suficientemente —le decía César—, no sea que vaya a prorrumpir en una frase de entusiasmo por alguna cosa que no valga nada.
Preciozi reía de estas salidas como de las ocurrencias de un niño; pero tan pronto César le parecía un inocente, como un hombre maquiavélico que disimulaba sus aviesas intenciones con la extravagancia.
Cuando Preciozi se enfrascaba en alguna disertación histórica, César solía preguntarle con ingenuidad.
—Pero, oiga usted, abate. ¿A usted le preocupa de veras eso?
Preciozi confesaba que no le importaba gran cosa lo pasado, y entonces, de común acuerdo, se echaban a reír.
César decía que Preciozi y él eran los hombres más antihistóricos que andaban por Roma.
Una mañana fueron los dos a la plaza del Capitolio. Lloviznaba; los tejados, húmedos, relucían; el cielo estaba gris.
—Esta entrada del campo en Roma —dijo Cesar— es lo que da a la ciudad un aspecto romántico. Esas colinas con árboles son muy bonitas.
—¿Bonitas nada más, don César? Son sublimes —replicó Preciozi.
—Qué asombro le producirá a usted, mi querido abate, cuando le diga que todos mis conocimientos respecto al Capitolio se reducen a saber que un orador, no se quién, dijo que cerca del Capitolio está la Roca Tarpeya.
—¿No sabe usted más?
—Nada más. No sé si lo dijo Cicerón, Castelar o sir Roberto Peel.
Preciozi se echó a reír alegremente.
—¿Qué estatua es esa? —preguntó César, señalando la que hay en medio de la plaza.
—La de Marco Aurelio.
—¿Un emperador?
—Sí, un emperador y un filósofo.
—¿Y por qué le han puesto montado en un caballo tan pequeño y tan panzudo?
—Hombre, no lo sé.
—Parece un hombre que lleva un caballo a beber a un abrevadero. ¿Por qué va montado en pelo? ¿Es que en esa época no se habían inventado los estribos?
Preciozi quedó un poco perplejo; antes de dar contestación miró la estatua, y dijo confuso:
—Yo creo que sí.
Cruzaron la plaza del Capitolio y se asomaron por el lado izquierdo del palacio del Senador. Por la calle del arco de Severo, calle en cuesta que baja al Foro, se veía un arco grande como hundido en el suelo, y luego, a más distancia, otro arco pequeño de una arcada sola, que asomaba a lo lejos como por encima del grande. Una torre cuadrada, amarilla, tostada por el sol, se erguía entre las ruinas; unas colinas mostraban sus filas de románticos cipreses, y en el fondo los azules montes Albanos se destacaban en el cielo gris.
—¿Quiere usted que bajemos al Foro? —dijo el abate.
—¿Ahí donde están las piedras? No. ¿Para qué?
—¿Quiere usted que veamos la Roca Tarpeya?
—¡Hombre, si! Pero explíqueme usted qué era esa roca. Preciozi reunió todos sus conocimientos, que no eran muchos.
Fueron por la calle del Monte Tarpeo y volvieron por la vía della Consolazione.
—Echarían a la gente ya muerta por la Roca Tarpeya —dijo César después de oír la explicación.
—No, no.
—Pero si los echaban vivos, la mayoría que tiraran por aquí no morirían. Lo más se dislocarían un brazo, una pierna o una falange. A no ser que los tiraran de cabeza.
Preciozi no podía permitir que se pusieran en duda los efectos mortales de la Roca Tarpeya, y dijo que su altura estaba rebajada y que el suelo se había levantado.
Con estas explicaciones César encontró algo menos fantástico el lugar de las ejecuciones romanas.
—¿No le parece a usted que vayamos a aquella iglesia que hay en el Foro? —dijo Preciozi.
—Yo le iba a proponer que fueramos al hotel; debe ser hora de almorzar.
—Vámonos.