EL JARDÍN DE PIRANESI
—ME alegro, porque estando triste tiene usted un aire lastimoso. ¿Quiere usted que veamos el Priorato de Malta, que está aquí, a un paso?
—Bueno.
Bajaron en el coche hasta el Priorato de Malta. Llamaron a la puerta y salió una mujer que conocía a Kennedy, y les dijo que esperasen un momento y abriría la iglesia.
—Aquí tiene usted —dijo Kennedy— lo que queda de la famosa Orden de San Juan de Jerusalén. Bonaparte, ese hombre antihistórico, la arrojó de Malta. La Orden intentó establecerse en Catania, y luego en Ferrara, hasta refugiarse aquí. Ya no tiene bienes y no le quedan más que sus recuerdos y sus archivos.
—Así verán a nuestra Santa Madre Iglesia nuestros descendientes. En Chicago o en Boston el viajero verá uña capillita abandonada y preguntará: ¿Qué es esto?; y le dirán: Es lo que queda de la Iglesia Católica.
—No discurra usted como un Homais —dijo Kennedy.
—No sé quién es Homais —repuso César.
—Un boticario ateo de la novela de Flaubert: Madame Bovary. ¿No la ha leído usted?
—Sí; tengo una vaga idea de haberla leído. Una cosa muy pesada; sí…, creo que la he leído.
Abrió la mujer y entraron los dos en la iglesia. Era pequeña, recargada de adornos: vieron la tumba del obispo Spinelli y la virgen del Giotto, y después pasaron a una sala engalanada con banderas rojas, con una cruz blanca, y en cuyas paredes se leían los nombres de los Grandes Maestros de la Orden de Malta. La mayoría de los nombres eran franceses y polacos. Había dos o tres españoles, y entre ellos, el de César Borgia.
—Su paisano y tocayo fue también Gran Maestre de Malta —dijo Kennedy.
—Eso parece —repuso César con indiferencia.
—Veo que habla usted con desdén de aquel hombre extraordinario. ¿No le es a usted simpático?
—La verdad, no conozco su historia.
—¿De veras?
—Sí.
—¡Qué extraño! Mañana mismo tenemos que ir a la sala Borgia del Vaticano.
—Bueno.
Vieron el modelo de una galera antigua que había en la misma sala, y salieron de la iglesia al jardín trazado por Piranesi. La mujer les mostró una palmera viejísima, agujereada por una granada desde el año 49. Había durado así más de medio siglo, y hacía solamente unos días que el tronco de la palmera se había roto.
Del jardín, por una calle entre árboles, salieron al baluarte de Pablo III, una plazoleta desde la que se divisaba a los pies el Tíber, y enfrente el panorama de Roma y de sus alrededores, bajo la luz de un hermoso sol de primavera…