EN MADRID

ARREGLADA la trampa, cansado y febril, César se metió en el tren. Llegó a Madrid, tomó un baño y fue a ver al ministro, y después de la entrevista se marchó a su casa de la calle de Galileo y pasó dos días en la cama, solo, en el mayor silencio.

Al tercer día se presentó Alzugaray inquieto.

—¿Qué tienes? ¿Estás enfermo? —le preguntó.

—No. ¿Cómo sabes que estoy aquí?

—Por tu portera, que ha venido a decirme que estás en cama.

—Pues no me pasa nada, chico.

—Sabrás que ahora hay ocasión admirable para ganar.

—¡Hombre!

—Sí, y nosotros sin hacer nada en la Bolsa más que una jugada miserable.

—¿Y por qué crees que hay una ocasión tan buena?

—Porque sí, por que lo ve todo el mundo —dijo Alzugaray—. Los valores van a subir con el proyecto del ministro de Hacienda; se intenta un gran negocio; todos, sin querer, han sido indiscretos, y en la Bolsa se compra y se compra; todo el mundo tiene la seguridad del alza… y nosotros, nada.

—Nosotros, nada —repitió César.

—Pero es un disparate.

—¿Qué día es hoy?

—Veintidós.

—El veintisiete por la noche hablaremos.

—Qué misterioso estás, chico.

—Por ahora no puedo decirte más. Si has comprado algo, véndelo.

—Pero ¿por qué?

—No lo puedo decir.

—Bueno, ya que tomas esos aires de sibila, no te digo nada. Hay otra cosa. Varios señores han venido a decirme que querían hacer operaciones; han oído que la Bolsa iba a tener un alza…

—¿Quiénes son?

—Entre ellos, el padre de la Amparito y don Calixto García Guerrero…

—Si ellos quieren poner la fianza díselo al agente, y todo lo que compren ellos se lo vendo yo.

—¿De veras?

—De veras. Tengo mis razones para hacerlo.

—Esta vez vamos a ganar todos, menos tú.

—Querido Ignacio, estoy en Sinigaglia.

—¿Qué quiere decir eso?

—Si tienes un momento libre lee la historia de los Borgias —murmuró César dando una vuelta en la cama.

En los días siguientes César vivió en una constante intranquilidad. Yarza le telegrafió, diciendo que habían hecho la operación íntegra. El día 27 por la tarde, a las cuatro, César se asomó por la calle de Alcalá; Madrid tenía aspecto normal, no voceaban extraordinarios de los periódicos; César, más inquieto que lo que hubiera deseado, fue a dar su vuelta por el Canalillo y se metió en su casa. Por la noche salió anhelante y compró los periódicos. Su primera impresión fue de pánico; no había nada; al llegar a la tercera plana lanzó una exclamación y sonrió. El ministro de Hacienda acababa de presentar la dimisión.

Por la mañana, César fue al hotel de la Carrera de San Jerónimo, en donde tenía su cuarto, y por la tarde, al Congreso. Se avisó por teléfono a Alzugaray para que fuera a verle después de la Bolsa.

Alzugaray se presentó pálido, en compañía del padre de la Amparito, de don Calixto y del agente. Estaban todos desolados. Las noticias eran horribles. El Interior había bajado dos enteros y seguía bajando; el Exterior en París más de cuatro; los Nortes no bajaban, caían al fondo de un precipicio.

—¿Pero usted sabía que el ministro iba a presentar la dimisión? —preguntó el agente, desesperado.

—Yo, no. ¡Cómo iba a saberlo! Si no debía saberlo ayer ni el mismo ministro. Pero yo tenía mis datos científicos para no creer en este alza.

—Yo me he arruinado —exclamó el agente—. He perdido mis ahorros.

Don Calixto y el padre de la Amparito perdían también cantidades muy fuertes, que las ganaba César, y estaban amedrentados.

Cuando se fueron y quedó solo Alzugaray, este le dijo a César:

—¿Y tú habrás jugado, además, en París?

—Sí.

—¿A la baja?

—Claro.

—Eres un bandido.

—Esta jugada, mi querido Ignacio, basada solamente en el acontecimiento, no es una jugada de especulador, es, sencillamente, un atraco. El otro día te dije: Estoy en Sinigaglia. ¿Leíste la historia de César Borgia?

—Sí.

—Pues lo que hizo él en Sinigaglia con los condottieri, con Vittellozzo, Oliverotto da Fermo y sus otros dos capitanes aventureros, he hecho yo con el ministro de Hacienda, con don Calixto, con el padre de la Amparito y con otros muchos.

Y César explicó su jugada. Alzugaray estaba atónito.

—¿Y cuánto habrás ganado?

—Por lo que dicen esos telegramas, creo que pasaré de medio millón de francos. A estos pipiolos de don Calixto y del padre de la Amparito creo que les he ganado cuarenta mil pesetas.

—¡Qué bárbaro! Si se entera el ministro de tu jugada.

—Que se entere, me tiene sin cuidado. El ilustre hacendista, además de idiota, es un honrado granuja. Juega a la Bolsa con el objeto de hacerse rico y dejar una fortuna a sus repugnantes hijos. En cambio, yo juego con un objeto patriótico.

La cosa no quedó en esto; Puchol, llevado de un espíritu de lucro fácil de comprender, y pensando que al ilustre hacendista lo mismo le daba jugar con Recquillart que con Müller había hecho los últimos encargos del ministro al nuevo agente.

La ganancia del ministro disminuía considerablemente, y la de César aumentaba en otro tanto. El ilustre hacendista, al saber lo ocurrido, puso el grito en el cielo; pero no dijo nada, por la cuenta que le tenía. Puchol fue despedido por Recquillart, y con los treinta mil francos que cobró a César se estableció por su cuenta.

El ministro, poco después, fue a Biarritz a cobrar su parte. Al volver, mandó a César una cuartilla sin firma, escrita con máquina de escribir. Decía así:

«No creía que tuviera usted tanta habilidad para la estafa. Otra vez tendré más cuidado».

César contestó de la misma manera lo siguiente:

«Cuando se trata de un hombre que, además de ser un idiota, es un miserable y un estafador como usted, no tengo ningún inconveniente en robarle primero y en despreciarle después».

Días después, César publicó un artículo atacando al ministro de Hacienda dimisionario y exponiendo una porción de datos y de cifras.

El ministro contestó con una carta en un periódico conservador, en la cual negaba todas las afirmaciones de César, y decía, con desdén, que las cuestiones de Hacienda no eran para tratadas por amateurs.

César dijo que se consideraba ofendido por las palabras del ministro, a quien, por otra parte, admiraba como hacendista, y unos meses después ingresaba en el partido liberal, y era recibido con los brazos abiertos por su ilustre jefe.

César o nada
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