LA ABADÍA
AL día siguiente, después de almorzar, fueron Kennedy y César a visitar la abadía de San Anselmo, en el Aventino. El abad, Hildebrandus, era amigo de Kennedy, y también inglés.
Tomaron un coche y Kennedy mandó parar en la iglesia de Santa Sabina.
—No es hora todavía para ir a la abadía. Veremos esta iglesia, que es, entre las romanas, de las que se conservan mejor.
Entraron en la iglesia; pero hacía tanto frío, que César salió en seguida y se quedó en el pórtico. Había allí un vendedor de rosarios y de fotografías que no hablaba apenas italiano ni francés, pero sí español. Probablemente sería judío.
Le preguntó César en dónde fabricaban aquellas baratijas religiosas, y le dijo el vendedor que en Westfalia.
Kennedy fue a contemplar un cuadro de Sassoferato que hay en una capilla de la iglesia, y mientras tanto el vendedor de rosarios le enseñó a César la puerta y le explicó los distintos bajorrelieves esculpidos en madera de ciprés por artistas griegos del siglo V y que representan escenas del Antiguo y Nuevo Testamento. Volvió Kennedy, montaron de nuevo en el coche y se detuvieron en la abadía de los benedictinos.
—¿Está el abad Hildebrandus? —preguntó Kennedy.
Salió el abad, un hombre de unos cincuenta años, con una cruz dorada en el pecho. Cambiaron algunas palabras amables, y el superior les enseñó el convento.
El refectorio era limpio y muy espacioso; la mesa, larga, de madera brillante; el suelo, hecho de mosaico. La cripta tenía una estatua, que supuso César si sería de San Anselmo. La iglesia era severa, sin un adorno, sin un cuadro, de aire primitivo, con columnas de granito fino que parecía mármol. Un fraile estaba tocando el armonium, y en aquella luz opaca y velada, esta música débil daba la impresión extraña de algo fuera de la vida.
Atravesaron después el gran patio con palmeras. Subieron al segundo piso y recorrieron un pasillo con celdas, las cuales tenían en el dintel el nombre del santo protector de cada uno de los frailes. Todas las puertas tenían una tarjeta con el nombre del que ocupaba el cuarto.
Aquello parecía más bien un balneario que un convento. El interior de las celdas era confortable, sin ningún aire triste; cada uno tenía su cama, su diván y su pequeña biblioteca.
Por una ventana que había al final del corredor se veían, a lo lejos, los montes Albanos, como una cordillera azul, oculta a medias por brumas blancas, y cerca se divisaban los árboles del cementerio protestante y la próxima pirámide de Cayo Cestio.
César iba sintiendo como una gran repugnancia por aquella gente recluida allí, alejada de la vida y defendida de ella por una porción de cosas.
—Ese hombre que toca el armonium en esa iglesia de una luz opaca es un cobarde —se dijo—. Hay que vivir y luchar al aire libre, entre los hombres, en medio de las pasiones y de los odios, aunque tiemble y se estremezcan estos miserables nervios.
Después de enseñar el convento, el abad Hildebrandus les llevó a su despacho, en donde trabajaba revisando traducciones antiguas de la Biblia. Tenía copias fotográficas de todos los textos latinos y los iba cotejando con el original.
Se habló de la marcha de la Iglesia, y el abad comentó con cierto desprecio el éxito mundano de las iglesias jesuíticas, con sus santos, que sirven lo mismo para encontrar maridos y novias ricas que para ganar en la lotería.
Antes de salir se asomaron a una ventana que daba al otro extremo del corredor, adonde se habían asomado antes. Abajo se veía el Tíber, hacia el puerto de Ripa; enfrente, las alturas del Janículo, y más lejos, San Pedro.
Al salir Kennedy, le dijo a César:
—¿Qué demonio de efecto le ha hecho a usted la abadía, que sale usted más jovial?
—Me ha corroborado en mi idea, que estos días había perdido.
—¿Qué idea es esa?
—Que en la vida no hay que defenderse, sino atacar, atacar siempre.
—¿Y ya está usted tranquilo con eso?
—Sí.