INTIMIDADES
DURANTE algunos días la preocupación de la gente del hotel fue la intimidad creciente establecida entre la marquesa Sciacca, que era la señora llegada de Malta, y el napolitano de aire de polichinela, el señor Carminatti.
La de Malta debía de ser altiva y desdeñosa, a juzgar por el aire de reina que tomaba. Sólo con el bello napolitano se mostraba amable.
La maltesa se sentaba en el comedor con sus dos hijos, un niño y una niña, al otro extremo de donde acostumbraban a sentarse César y Laura. A su lado, en una mesa inmediata, charlaba y bromeaba el diplomático Carminatti.
El marqués de Sciacca se hallaba enfermo de diabetes; había ido a Roma a ponerse en cura, y por aquellos días no se presentaba en el comedor.
La marquesa era de esos tipos mixtos, inarmónicos, comunes en las razas mezcladas. Su pelo negro brillaba como el azabache, sus labios parecían de una egipcia, y en su rostro, de color bronceado, se abrían sus ojos azules muy claros de un modo extraño. Se empolvaba la cara, se pintaba los labios y se sombreaba los ojos con el kol. Su aspecto era de mujer orgullosa y vengativa. Comía con mucho melindre, abriendo la boca tan poco que no podía poner entre los labios más que el pico de la cuchara; hablaba con sus hijos inglés e italiano con la misma perfección, y cuando oía las graciosidades del joven Carminatti se reía con marcada impertinencia.
El signor Carminatti era alto, de bigote negro, la nariz corva, los ojos rasgados y lángidos, la gesticulación graciosa y un poco apayasada; al mismo tiempo estaba triste y alegre, melancólico y risueño, cambiaba de expresión a cada momento. Se solía presentar en el comedor de smoking, con una gran flor en el ojal y dos o tres diamantes gruesos en la pechera. Venía arrastrando los pies, saludaba, decía algún chiste, se quedaba cariacontecido, y esta volubilidad en la expresión y estas gesticulaciones le daban un carácter entre mujer y niño.
Cuando se ponía displicente, sobre todo, parecía una mujer. Macché!, decía a cada paso con una voz agria y el aire de disgusto de una madama histérica.
A pesar de sus displicencias frecuentes, era el elemento más estimado por las señoras y señoritas del hotel.
—Es la coqueluche de las damas —decía burlonamente de él la condesa Brenda.
Laura no le hacía el menor caso.
—Me sé de memoria estos tipos —aseguraba con desdén.
El signor Carminatti no dejaba un momento de hablar, durante el almuerzo y la comida, con la de Malta. Muchas veces los hijos de la marquesa Sciacca querían contar algo a su madre; pero ella les hacía callar para poder oír las gracias del bello napolitano.
Las señoritas de San Martino y la hija de la condesa Brenda buscaban el modo de llevar a Carminatti a su grupo; pero él volvía a la de Malta, porque sin duda su conversación era más divertida y picante.