CÉSAR EN ACCIÓN
DURANTE la noche, César Moncada y Alzugaray fueron charlando en el tren. Alzugaray celebraba esta primera y quijotesca salida de su amigo.
—Vamos a atravesar el Rubicón, César —le dijo al meterse en el tren.
—Ya veremos.
Alzugaray le había oído varias veces exponer sus planes a César, pero no confiaba gran cosa en su realización. Tampoco le parecía aquel el momento oportuno de entrar en campaña. Todo el mundo opinaba que el ministerio liberal estaba más fuerte que nunca; la gente seguía veraneando; no pasaba nada.
César, sin embargo, afirmaba que la crisis era inminente, y que él se encontraba en el momento preciso para entrar en la política. Con este objeto llevaba una carta de Alarcos, el jefe de los conservadores, para don Calixto García Guerrero.
—Tu don Calixto estará en San Sebastián o en algún balneario —dijo Alzugaray, sentándose en el vagón.
—Me es igual; pienso seguirle hasta dar con él —contestó César.
—¿Y te decides a presentarte como conservador?
—Claro.
—No te vaya a pesar luego.
—¡Ca! Luego se salta a la posición que convenga. En esos primeros escalones de la política, o hay que tener mucha suerte, o hay que andar como los saltamontes, de aquí para allá. Ese es el punto de arranque, en que todas las mediocridades ambiciosas se unen contra el que manifiesta talento. Yo, como es natural, no pienso hacer nada para demostrar el mío. La política española es como un estanque: un trozo de madera fuerte y densa se va al fondo; un pedazo de corteza, o de corcho, o un haz de paja se queda en la superficie. Hay que disfrazarse de corcho.
—Y luego te irás significando.
—Natural. Ya que me encuentro en vena de hacer comparaciones, diré que en la política española se da el caso de las antiguas comedias de enredo, en donde los lacayos hacen de señores. Cuando yo esté entre los señores, sabré demostrar que soy más amo que los que me rodean.
—Qué fachendoso estás.
—La seguridad que uno tiene en sí mismo —dijo César irónicamente.
—¿Pero la tienes de verdad, o la simulas?
—¿Qué importa que la tenga o no la tenga, si vivo como si la tuviera?
—Importa mucho. Como importa tener serenidad, o no, en el momento del peligro.
—La serenidad es mi musa inspiradora. No la tengo en mis pensamientos, ¡pero en la vida activa! me has de ver.
Se tendieron los dos amigos en el vagón de primera, y fueron medio dormidos hasta el amanecer, en que se levantaron.
El tren marchaba de prisa por la llanura; el sol, amarillo, entraba en el vagón; por los campos, recién segados, pasaban hombres a caballo.
—Todavía estos no son mis dominios —dijo César.
—Nos faltan dos estaciones para Castro Duro —repuso Alzugaray, consultando la guía. Se quitaron las gorras, las metieron en la maleta. César se puso un cuello postizo nuevo y se sentaron los dos delante del cristal.
—Parece bastante feo esto, ¡eh! —dijo Alzugaray.
—Naturalmente —contestó César—. ¿Qué quieres, que haya aquí aquellos paisajes verdes de tu tierra, que a mí me indignan?