LA FUGA
CÉSAR confesó a su mujer que estaba acobardado; su falta de valor constituía para él una pesadilla.
La Amparito dijo que debían hacer un viaje largo. Laura les había invitado a que fuesen a Italia, era lo mejor que podían hacer.
César aceptó la solución, y, efectivamente, fueron a Madrid y desde allí a Italia.
El Centro Obrero telegrafió a César cuando llegó la época del juicio oral, y la Amparito contestó al telegrama desde Florencia diciendo que su esposo estaba enfermo.
Nunca César se había sentido tan intranquilo como entonces: compraba los periódicos españoles y creía encontrar en cualquiera una frase diciendo: El señor Moncada es un cobarde, el señor Moncada es un desdichado y un traidor.
Cuando supieron que el juicio oral se había verificado, condenando a Juan a ocho años de presidio, volvieron los dos a Madrid.
César estaba humillado y avergonzado; no se atrevía a presentarse en Castro. Las felicitaciones que algunos le enviaron por el restablecimiento de su salud le encendían las mejillas de vergüenza en la soledad de su gabinete.
El redactor de un periódico de la capital de provincia fue a visitar a César, y este, llevado por su amilanamiento, confesó que estaba dispuesto a retirarse de la política. Dos días después César vio el periódico conservador de la capital con un título grande en primera plana, que decía: «Moncada se retira».
La Amparito celebró la decisión de su esposo, y César hizo tristes planes para el porvenir, basados en el renunciamiento a toda lucha.
Unos días después César recibió una carta de Castro Duro que le hizo estremecerse. Estaba firmada por el doctor Ortigosa, por San Román, por Camacho, el boticario, y por los principales socios del Centro Obrero. La carta era de letra del médico. Decía así:
Muy señor nuestro: Hemos leído en el periódico de la capital la noticia de que piensa usted retirarse de la política. Creemos que esta noticia no es cierta; no podemos suponer que usted, campeón de la libertad en Castro Duro, abandone tan noble causa, y deje entregado el pueblo a las intrigas y a las malas artes de los clericales. No se trata aquí de si a usted le conviene o no retirarse de la política, eso no tiene importancia; se trata de lo que conviene a la patria y a la libertad.
Si por seducciones de una vida muelle se separara usted de nosotros y nos abandonara, habría usted cometido un crimen de lesa civilización, habría usted matado en flor el renacimiento de la vida espiritual y de la vida ciudadana en Castro.
No le creemos a usted capaz de esta cobardía y de esta infamia; y como no le creemos capaz de ella, solicitamos de usted que venga cuanto antes a Castro Duro para dirigir las próximas elecciones municipales.
Doctor Ortigosa, Antonio San Romín, José Camacho.
César sintió como un latigazo al leer la carta. Aquellos hombres tenían razón, no tenía derecho a retirarse de la lucha.
Su convicción le fortaleció.
—Tengo que ir a Castro —le dijo a la Amparito.
—¿Pero no decías que…?
—Sí, pero es imposible.
La Amparito comprendió que la decisión de su marido era inquebrantable, y dijo:
—Bueno, iremos a Castro.