DE VIAJE
SUSANA me ha dicho: «Tengo alguna inclinación por usted, pero no le conozco lo bastante. Si a usted le pasa lo mismo que a mí, sígame usted. Viajemos juntos». Yo la sigo, y, sin embargo, estoy convencido de que lo que hago es una estupidez.
Vamos esta mañana de domingo en el tren. En la campiña se ve trabajar a los labradores con unos bueyes grandes, de largos y retorcidos cuernos; en un campo pantanoso unos braceros desecan fatigosamente la tierra. Desde el tren se ve la isla de Elba y de Capraya, y el mar azul con un color de añil.
—El Mare nostro —dice con una voz aflautada un señor elegante, y muestra en el horizonte algo que dice que es Córcega y que se adivina a lo lejos.
Mientras en el vagón-restaurante nos reunimos unos cuantos inútiles y desocupados, la gente del campo sigue trabajando, hundidos en el barro, desecando los pantanos.
—¡Qué cantidad de esfuerzo tienen que hacer esos pobres diablos para que vivamos nosotros! —he dicho yo.
—Nosotros no vivimos de ellos —replica Susana.
—No, vivimos de otros esclavos que trabajan por nosotros —le he contestado—. Estos que están ahí sirven para alimentar esos militares, esos curitas almibarados, llenos de polvos de arroz, todos los que representan esa función teatral del Vaticano. Estos infelices ayudan a sostener las ocho basílicas y las trescientas y tantas iglesias de Roma.
Susana se ha encogido de hombros y ha sonreído.