DESDE EL MIRADERO
CASTRO Duro se encuentra asentado sobre un cerro de tierra roja.
Se escala el pueblo por carretera polvorienta, con restos de arbolillos que plantó un alcalde europeizador, y que murieron todos; o por unos caminos en zig-zag, por donde suelen subir las caballerías y las recuas.
Desde la tierra llana, Castro Duro destaca su silueta en el cielo, entre dos edificios altos y poligonales: uno amarillo, de color de miel, viejo y respetable, la iglesia; otro blanco, alargado, moderno, la cárcel.
Estos dos pilares del orden social se divisan por todas partes, desde cualquier punto de la llanura que se contemple a Castro.
El pueblo, antigua ciudad importante, tiene, desde lejos, aire señorial; de cerca, en cambio, presenta ese aspecto terroso de las ciudades castellanas en ruina; es vasto, extenso, formado en su mayor parte por callejones y plazoletas, con casas bajas, torcidas, de tejados negruzcos y alabeados.
Desde el paseo que hay al lado de la iglesia, llamado el Miradero, se ve la gran hondonada, llanura sin fin, plana y desierta que rodea a Castro. Al pie del cerro que sustenta la ciudad, un río ancho, que antiguamente besaba las viejas murallas, traza una gran S sobre una faja de arena.
Las aguas del río cubren este arenal en invierno y lo dejan descubierto a medias en verano. A trechos, en la margen del río, se levantan bosquecillos de álamos que se espejean en la tranquila superficie del agua. Un larguísimo puente, de más de veinte arcos, cruza de una orilla a otra.
El cerro que sirve de asiento a la histórica ciudad tiene muy diversos aspectos: por un lado aparece escalonado en graderías, formadas por pequeñas parcelas de tierra sostenidas con muros de pedruscos. En estos rellanos hay matas de viñas y algunos almendros que brotan hasta por las junturas de las piedras.
En otra parte del cerro, que se llama las Trincheras, el terreno todo está roto por grandes cortaduras que, sin duda, fueron aprovechadas en otro tiempo para la defensa de la ciudad. Cerca de las trincheras se ven restos de murallas almenadas, tejares y ruinas de una población antigua, quizá destruida por las aguas del río, que fueron socavando sus cimientos.
Desde el Miradero se divisa abajo, como desde un globo, el puente por donde pasan los hombres, las caballerías y los carros, achicados por la distancia. Las mujeres lavan la ropa y la tienden al sol, y por la tarde caballos y rebaños de cabras beben en la orilla del río.
Esta gran llanada, esta inmensa planicie, tiene campos de sembradura cuadrados, rectangulares, que varían de color según las estaciones, desde el verde claro del alcacel, hasta el dorado de las mieses y el amarillo sucio de los rastrojos. Cerca del río hay huertas y josas con almendros y otros árboles frutales.
Por la tarde, desde el Miradero, desde la altura en que se encuentra Castro, se siente uno aplanado ante ese mar de tierra, ante el vasto horizonte y ante el profundo silencio. Lanzan los gallos al aire su cacareo metálico; marcan las horas las campanadas del reloj con un golpe triste y lento, y al anochecer, el río, brillante en sus dos o tres curvas de fuego, palidece y se vuelve azul. En los días claros el crepúsculo es de una magia extraordinaria. El pueblo entero queda nadando en oro. La colegiata, de amarilla, pasa a un tono de limón y a veces de naranja; y se ven muros viejos que a la luz vespertina toman un color de corteza de pan muy cocido al horno. Y el sol desaparece en la llanura y las campanadas del Ángelus suenan en el espacio inmenso.