LO QUE DECÍAN EN LOS PUEBLOS
POCO tiempo después, la eventualidad supuesta por César ocurría; el Ministerio liberal estaba en crisis, y tras de varios intentos de Gabinetes mixtos intermedios entraban los conservadores en el Poder.
César no tuvo necesidad de insistir con el ministro de la Gobernación. Era de los indiscutibles. Fue encasillado como adicto desde el primer momento. El Gobierno había dado el decreto de disolución de Cortes en febrero, y preparaba para mediados de abril las elecciones generales.
César hubiera ido inmediatamente a Castro Duro, pero temía que si manifestaba interés complicase el asunto; había allí una porción de elementos cuya actitud no era fácil de prever; los amigos de don Platón, el padre Martín y su gente, el padre de la Amparito, los amigos del contrincante García Padilla. César pensó que valía más que le considerasen como un gomoso, sin otras ambiciones que darse tono, que no como un futuro amo del pueblo.
Escribió a don Calixto, y este le dijo que no había ninguna prisa, todo estaba arreglado; le bastaba con presentarse cinco o seis días antes de las elecciones. César tenía impaciencia por entrar en faena, y se le ocurrió visitar los pueblos que componían el distrito, sin decir a nadie nada ni darse a conocer. A principios del mes de abril comenzó la excursión; se detuvo en el tren en una estación antes de Castro. Compró un caballo y fue recorriendo los pueblos. Nadie sabía en las aldeas que iba a haber elecciones, y a nadie le importaban estas cosas.
Desde la entrada del nuevo Gobierno había en cada aldea una pequeña revolución, producida por el cambio del Ayuntamiento y por el disfrute de todas las gabelas caciquiles del Municipio, que pasaban de manos de los que se llamaban liberales a las de los que se llamaban conservadores.
César se enteró de que, además del señor García Padilla, el candidato liberal, había otro patrocinado por el Padre Martín Lafuerza, pero parecía que los clericales lo iban a abandonar. En un pueblo, llamado Val de San Gil, el maestro de escuela le explicó, con unos detalles fantásticos, la política de Castro Duro. Este maestro era liberal y hombre franco, brusco e inteligente, pero juzgaba con los prejuicios de un periódico republicano de Madrid, que era el único que leía, la política de Castro Duro.
Según él, el señor Moncada, a quien no conocía nadie, no era más que un testaferro de los jesuitas. El Padre Martín Lafuerza estaba ganando demasiado terreno en Castro, y quería que todo fuese para su convento. Los jesuitas se habían enterado de esto y mandaban al joven Moncada para que deshiciese las combinaciones del fraile franciscano e instaurara el mando de los Loyolas.
En otro lugar llamado Villavieja, se encontró César con que las cuatro o cinco personas interesadas en la marcha política de Castro estaban en contra suya. Parecía que el candidato conservador que ellos deseaban era el patrocinado por el Padre Martín, que les había prometido grandes ventajas.
En general, en los pueblos no estaban enterados de política; cuando César les iba preguntando qué pensaban de los diversos asuntos que preocupaban a un país, se encogían de hombros.
En los poblados lejanos no sabían ni quién era el rey ni cómo se llamaba.
Para lo único que sirvió el viaje al futuro candidato fue para darse cuenta de cómo se hacían las elecciones, para saber quiénes llevaban las actas a Castro Duro, y conocer de estas gentes a los que tenían garantías de honradez y a los que eran unos pillos.