DESDE EL BALCÓN DEL PINCIO
SE acercaron al gran balcón del paseo por una avenida que tiene a un lado y a otro bustos de hombres célebres.
—¡Pobres grandes hombres! —exclamó César—; sus estatuas no sirven más que para adornar un paseo.
—Ellos ya vivieron —replicó Laura alegremente—; ahora vivimos nosotros.
Laura mandó detenerse al cochero un momento. El aire seguía murmurando en el follaje, los pájaros cantaban y las nubes iban volando despacio por el cielo.
Un hombre con una caja negra se acercó al coche a ofrecer tarjetas postales.
—Cómprale dos o tres —dijo Laura.
César compró unas cuantas y se las guardó en el bolsillo. El vendedor se retiró, y Laura siguió contemplando con entusiasmo Roma.
—¡Oh! ¡Qué bella! ¡Qué hermosa es! No me canso nunca de contemplarla. Es mi ciudad querida. O fior d' ogni cittá, donna del mondo.
—Ya no es dueña del mundo, hermanita.
—Para mí lo es. Mira San Pedro; parece un trozo de nube.
—Sí, es verdad; tiene un color azul como si fuera transparente.
Sonaban algunas campanadas y seguían pasando las grandes nubes blancas y majestuosas por el horizonte; en el Janículo, la estatua de Garibaldi se levantaba gallardamente en el aire, como un pájaro dispuesto a levantar el vuelo.
—Cuando contemplo así Roma —murmuró Laura—, siento una pena, una tristeza.
—¿Por qué?
—Porque pienso que he de morir y que ya no volveré a ver Roma. Ella estará así todavía siglos y siglos, iluminada por el sol, y yo habré muerto ya… ¡Qué horror! ¡Qué horror!
—¿Y la fe?
—Sí, yo tengo fe; creo que veré otras cosas, pero no estas, tan hermosas.
—Eres una epicúrea.
—¡Es tan hermoso vivir!
Estuvieron contemplando el panorama. Abajo, en la plaza del Pópolo, se veía deslizarse un tranvía rojo, que desde lejos parecía un juguete.
Un tílburi, dirigido por una mujer, se detuvo cerca del coche de Laura y César. Aquella mujer era una rubia de ojos verdes, pómulos salientes y gorra pequeña, de piel. Llevaba a sus pies un perro enorme de lanas de color de fuego.
—Debe ser una rusa —dijo César.
—Sí. ¿Te gusta ese tipo?
—Tiene mucho carácter. Parece de esas mujeres que han de mandar azotar a los criados.
La rusa sonreía vagamente. Laura dijo al cochero que continuase. Dieron otras vueltas por las avenidas del Pincio. Comenzaba a tocar la música; algunos coches y grupos de militares y seminaristas se acercaban al kiosco; a Laura no la gustaba la música de metal, le parecía demasiado estridente, y dio orden al cochero de que fuera al Corso.