AMIGO César —dijo Kennedy—, creo que es muy difícil que usted encuentre lo que pretende, a fuerza de buscarlo. Hay que dar un poco a la casualidad.

—¿Abandonarse a los acontecimientos si vienen? Me parece bien.

—Luego, si encuentra usted algo aprovechable, lo utiliza.

Kennedy llevó a su amigo a una tienda de estatuas, en donde solía pasar él algunas horas. Estaba esta tienda en una callejuela próxima al Foro, y se vendían en ella antigüedades, mayólicas y vaciados en yeso de dioses paganos.

La tienda era oscura y algo sombría, con un pequeño patio en el fondo, cubierto con parras. El dueño era un viejo de bigote y perilla y melena blanca. Se llamaba Juan Bautista Lanza, profesaba ideas revolucionarias y tenía gran entusiasmo por Mazzini. Se expresaba de una manera irónica y maliciosa.

La señora Victoria, su mujer, era una vieja gruñona y un poco aficionada al vino. Hablaba como el bajo pueblo de Roma, tenía color de aceituna, estaba arrugada, y de su antigua belleza le quedaban, como restos, los ojos negrísimos y el cabello todavía negro.

La hija, Simonetta, una muchacha parecida al padre, rubia, con un cuerpo de diosa, era la que atendía a los parroquianos y llevaba las cuentas.

Simonetta, como administradora, distribuía las ganancias; el hijo mayor era el maestro del taller y el que ganaba más; después, dos operarios de fuera; luego, el padre, a quien se le conservaba el jornal por consideraciones a su edad, y, por último, el hijo pequeño, de doce o catorce años, que hacía de aprendiz.

Simonetta daba a su madre lo indispensable para el gasto de la casa, y lo demás lo manejaba ella.

Estos detalles contó Kennedy el primer día en que fueron a casa de Juan Bautista Lanza. César pudo ver a Simonetta llevando las cuentas, mientras el hermano pequeño, con una blusa blanca que le llegaba a los talones, perseguía a un perro, con una pipa en la mano, agarrada por la parte gruesa, como si fuera una pistola. El perro ladraba y le tiraba de la blusa; el chico gritaba y reía, cuando salió la señora Victoria vociferando.

Kennedy presentó a Simonetta a su amigo César, y ella sonrió y le dio la mano.

—¿Está el señor Juan Bautista? —preguntó Kennedy a la señora Victoria.

—Sí, está en el patio —contestó ella con su aspecto sombrío.

—¿Tiene algo la mamá? —dijo Kennedy a Simonetta.

—Nada.

Entraron en el patio, y Juan Bautista se levantó muy fino y saludó a César. El hijo mayor y dos operarios, con blusas blancas y gorros de papel, estaban limpiando con agua y unos alambres un molde en yeso que acababan de sacar.

El molde era de un bajorrelieve grande, para un vía crucis. Juan Bautista se permitió hacer varias consideraciones burlonas acerca del vía crucis, que su hijo y los otros dos obreros oyeron con gran indiferencia; pero cuando estaba vaciando el depósito de sus ironías anticristianas, se oyó la voz de la señora Victoria, que gritó imperiosamente:

—¡Juan Bautista!

—¿Qué hay?

—Que ya basta, que ya basta, que te estoy oyendo desde aquí.

—Es mi mujer —dijo Juan Bautista—, que no quiere que falte al respeto a los santos de yeso.

—¡Eres un pagano! —gritó la vieja—. Ya verás, ya verás lo que te va a pasar.

—¿Qué quieres que me pase, hija mía?

—Déjele usted —exclamó el hijo mayor, incomodado—; siempre tiene usted que estar haciendo rabiar a la madre.

—No, muchacho, no; es ella la que me hace rabiar a mí.

—Juan Bautista está acostumbrado a vivir entre dioses —dijo Kennedy— y desdeña a los santos.

—No, no —replicó el vaciador—; hay santos que están bien. Si todas las iglesias tuvieran figuras de Donatello o de della Robbia, yo iría a la iglesia con más frecuencia; pero ver esas estatuas de las iglesias jesuíticas, esas figuras con los brazos abiertos y los ojos en blanco… ¡Oh, no! Eso yo no lo puedo ver.

César pudo notar que Juan Bautista se explicaba muy bien; pero que no era un águila precisamente para el trabajo. Después de que el molde del bajorrelieve quedó limpio y arreglado, el vaciador invitó a César y a Kennedy a tomar un vaso de vino en un establecimiento próximo.

—¿Pero qué, se va usted ya, padre? —dijo Simonetta, cuando pasó por la tienda para ir a la calle.

—Sí, vuelvo, vuelvo en seguida.

César o nada
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