CHE BELLEZZA!
COMENZÓ de nuevo el tren su marcha, se vio el caserío de Marsella por entre la bruma de la mañana, el Mediterráneo apareció verdoso, blanquecino, y el campo cubierto de escarcha.
—¡Qué horror! ¡Qué tiempo! —exclamó Laura estremeciéndose—. Cada vez me hace más daño el frío.
Vino el mozo del comedor y llenó dos tazas de café con leche. Laura se quitó los guantes y tomó entre sus manos blancas el tazón caliente.
—¡Oh, qué gusto! —dijo.
César comenzó a sorber el líquido hirviendo.
—No sé cómo puedes resistir. Está abrasando.
—Así se calienta uno —repuso César indiferente.
Laura comenzó a tomar el café a cucharadas. En esto entró en el comedor un caballero alto, rubio, y una señora joven, preciosa, los dos a cual más elegantes. El hombre saludó a Laura con gran ceremonia.
—¿Quién es? —preguntó César.
—Es el hijo segundo de lord Marchmont, que se ha casado con una millonaria yanqui.
—¿Le conoces de Roma?
—No. Le conocí en Florencia el año pasado, y me hizo la corte de una manera un tanto atrevida.
—Sí, te mira mucho.
—Es capaz de pensar que voy de aventura contigo.
—Quizá. Y ella es una mujer espléndida.
—¡Ya lo creo! Es una preciosidad. Casi es demasiado bonita. No tiene carácter, no tiene aire de raza.
—Parece que no hay gran entusiasmo entre ellos.
—No, no se entienden. Bueno, mira, paga y vámonos Viene ya mucha gente. Se levantó Laura y luego César. Ella dejó, al pasar, el ruido de sus enaguas de seda. Los viajeros la contemplaron con admiración.
—Creo que esa gente me envidia —dijo César filosóficamente.
—Es muy posible, bambino —repuso ella riendo.
Entraron los dos en su departamento. El tren pasaba a la carrera por la costa. El mar verdoso y el ciclo anubarrado se extendían hasta cerrar el horizonte. En Tolón seguía el mal tiempo; un poco más lejos salió el sol, pálido, entre la niebla, rodeado de un halo amarillento; rápidamente la niebla se deshizo y el sol brillante iluminó el campo cubierto de nieve.
—¡Oh! Che bellezza! —exclamó Laura.
La nieve, compacta, pura, acababa de cuajar. Las vides rompían simétricamente este manto blanco como bandadas de cuervos posadas en la tierra, los pinos levantaban su ramaje redondo, y los cipreses, secos y estrechos, se destacaban negrísimos entre tanta blancura.
Al pasar por Hyeres, al desviarse el tren de la orilla, cortando por tierra adentro, se comenzaron a ver durante algún tiempo montes nevados, ceñudos, y el sol desapareció entre las nubes; pero al salir de nuevo hacia el mar por San Rafael, como si estuviera preparado un efecto de teatro, apareció el Mediterráneo, azul, inundado de sol, lleno de luces y de reflejos. El cielo se extendía sobre el mar, radiante, sin una nube, sin una neblina.
—¡Qué maravilla! ¡Qué belleza! —exclamó de nuevo Laura, contemplando con emoción el paisaje—. ¡Qué benditas tierras estas del sol!
—No tienen más inconveniente que los hombres que viven aquí son un poco vagos —dijo César.
—¡Ca!
El aire había templado; sobre la superficie del mar se extendían los meandros de espuma plateada, formados por el batir de las olas; la reverberación del sol en las aguas inquietas arrancaba reflejos y rayos, espadas flamígeras que turbaban la vista.
El tren parecía resoplar alegremente al sumergirse en aquel ambiente suave y voluptuoso; las palmeras de Cannes iban surgiendo como una promesa de felicidad, y la Costa Azul comenzaba a mostrar su belleza luminosa y espléndida.
César, cansado de tanta luz, sacó del bolsillo un libro: el Manual del especulador en la Bolsa, de Proudhon, y se puso a leerlo atentamente y a marcar los pasajes que le parecían interesantes.