LA CONTESSINA BRENDA
LA hija de la condesa Brenda, Beatrice Brenda, a pesar de su aire de pava, siempre andaba provocando al napolitano y entablando conversación con él; pero Carminatti, con su ligereza de espíritu, contestaba con un chiste o con una simpleza y volvía a dirigirse a la condesa Sciacca, que hacía callar a sus alborotadores chicos, que no la dejaban enterarse muchas veces de lo que decía al napolitano.
No era desdeñable, ni mucho menos, la signorina Bice por ninguno de los estilos; además de ser muy rica, era una muchacha hermosa que prometía serlo aún más; tenía un tipo de mujer del Tizziano, la tez blanca opalina, como si fuera de nácar; los brazos gruesos, lechosos, y los ojos oscuros. Lo único que le faltaba era expresión.
Solía andar con frecuencia acompañada de una señorita vieja y aristocrática, muy fea, con el pelo rojo y la cara de caballo, pero muy distinguida, que comía al lado de Laura y de César.
Un día Carminatti llevó a comer con él a un paisano suyo, grueso y grotesco, y le hizo decir una serie de inconveniencias acerca de las mujeres y del matrimonio. Oyendo las salidas del rústico, las señoras decían, con una sonrisa amable:
—Es un benedeetto.
La contessina Brenda, atraída por el napolitano, fue a la mesa de la marquesa Sciacca. Al pasar, Carminatti se levantó con la servilleta en una mano, y, accionando con la otra, dijo:
—Contessina. Permita usted que le presente al signor Cappagutti, negociante de Nápoles.
El signor Cappagutti se quedó repantigado en la silla tranquilamente, y la contessina se echó a reír y comenzó a mover los brazos, como si le hubieran puesto un moscardón en la falda. Luego se llevó la mano a la cara, para disimular la risa, y se sentó de golpe.