EL CONSEJO DE DOS ABATES

VARIAS veces el abate Preciozi aconsejó a César que hiciera nuevas tentativas para reconciliarse con el cardenal; pero César decía que no.

—Es un hombre incapaz de comprenderme —afirmaba con ingenua jactancia.

Preciozi sentía una gran efusión por el nuevo amigo, que le convidaba a comer en buenos hoteles y le obsequiaba con gran frecuencia. Casi todas las mañanas iba a buscar a César con cualquier pretexto, y paseaban y charlaban de una porción de cosas.

Preciozi comenzaba a creer que su amigo era hombre de porvenir. Algunas explicaciones que César dio acerca del mecanismo de la Bolsa convencieron al abate de que tenía ante sí a un gran financiero.

Preciozi habló a todos sus amigos y conocidos del sobrino del cardenal Fort, pintándolo como un hombre extraordinario; algunos oyeron sus alabanzas burlonamente; otros pensaron que sí, que era muy posible que aquel español tuviera mucho talento; sólo un abate que estaba de profesor en un colegio sintió ganas de conocer al sobrino del cardenal, y Preciozi le presentó a César.

Este abate se llamaba Cittadella, y era grueso, sonrosado, rubio; tenía más aspecto de cantante que de cura. César convidó a los dos abates a comer en un restaurante y encargó a Preciozi de hacer la lista.

—¿De manera que usted es sobrino del cardenal Fort? —preguntó Cittadella.

—Sí.

—¿Sobrino carnal?

—Sobrino carnal; hijo de una hermana.

—¿Y no hace nada por usted?

—Nada.

—Lástima. Es un hombre de mucha influencia, de mucho talento.

—Influencia, creo que sí; talento, lo dudo —dijo César.

—¡Oh! No, no. Es hombre inteligente.

—Pues yo he oído decir que sus Comentarlos teológicos son una verdadera tontería.

—No, no.

—Un libro ramplón, vulgar, lleno de necedades…

Macollé! —exclamó Preciozi indignado, saliendo del conflicto culinario en que estaba metido.

—Bueno. Es igual —replicó César sonriendo—. Sea un hombre ilustre, como ustedes dicen, o un zoquete, como yo creo, el caso es que mi tío no quiere nada conmigo.

—Es que le habrá usted hecho algo —dijo Cittadella.

—No; únicamente que de chico me dijeron que el cardenal quería que yo fuese cura, y yo contesté que no quería serlo.

—¿Y por qué?

—Me parece un mal oficio. Se ve que se gana poco.

Cittadella suspiró.

—Sí, y además —repuso Preciozi— este señor dice, a quien le quiere oír, que la religión es una farsa, que el catolicismo es como un plato de carne judía con salsa romana. ¿Es posible que el cardenal atienda a un sobrino que habla así?

El abate Cittadella se puso serio, y reconoció que había que creer, o por lo menos aparentar creer, en las verdades de la religión.

—¿Y tendrá dinero el cardenal? —preguntó Cesar.

—Sí, ¡ya lo creo! —contestó Preciozi.

—Los únicos herederos serán su hermana y usted —dijo Cittadella.

—Claro —añadió Preciozi.

—¿Habrá hecho testamento? —preguntó César.

—Mejor si no lo ha hecho —dijo uno de los abates.

—¡Si pudiéramos envenenarlo! —suspiró melancólicamente César.

—No hable usted de esas cosas ahora que vamos a comer —dijo Preciozi.

Trajeron la comida y los dos abates la hicieron merecidos honores. Preciozi mereció plácemes por su acertada elección. Se pidieron buenos vinos y se brindó alegremente.

—¡Qué admirable secretario sería Preciozi si yo llegara a ser un personaje! —exclamó César—. Unos diez mil francos de sueldo, la casa y la obligación de señalar la comida para el día siguiente. Estas serían mis condiciones.

El abate se sonrojó de placer, vació su vaso de vino y murmuró:

—¡Si dependiera de mí!

—La verdad es que la vida de hoy no vale nada —dijo César—. Hace cien años, yo, sólo por el hecho de ser sobrino de un cardenal, hubiera sido algo.

—¡Ya lo creo! —exclamó Preciozi.

—Y como yo no tendría escrúpulos, ni ustedes tampoco, nos lanzaríamos a la vida con brío, y entraríamos a saco en Roma, y el mundo entero sería nuestro.

—Habla como un César Borgia —dijo Preciozi entusiasmado—. Es un verdadero español.

—Hoy hay que tener una base —dijo Cittadella fríamente.

—Yo, amigo Cittadella —repuso César—, aquí donde usted me ve, soy el hombre que entiende más de asuntes financieros de España, y creo que llegaré pronto a poder decir de Europa. Yo pongo mi ciencia al servicio del que pague. Soy como uno de vuestros antiguos condottieri, un general a sueldo. Estoy dispuesto a ganar batallas con la banca judía o contra la banca judía, con la Iglesia o contra la Iglesia.

—Con la Iglesia es mejor. Contra la Iglesia no podríamos servirle nosotros —dijo Preciozi.

—No; yo intentaré primero con la Iglesia. ¿A quién podría dirigirme primero?

Los dos abates se callaron, y bebieron en silencio.

—Verry quizá le recibiría —dijo Cittadella.

—¡Hum!… —replicó Preciozi— desconfiaría.

—¿Qué clase de tipo es? —preguntó César.

—Es uno de esos prelati que salen del Colegio de Nobles —dijo Cittadella—, y que avanzan, aunque no valgan nada. Aquí le tienen por un español fastuoso; le reprochan que viste de túnica y que, cuando va a Castelgandolfo, lleva siempre automóvil. El clero le odia porque es jesuita y español.

—Y su fuerza, ¿en que está?

—En la Compañía y en que sabe varios idiomas. Se ha educado en Inglaterra.

—Por lo que me dicen ustedes, da la impresión de un fatuo.

Trajeron una botella de champagne y bebieron los tres, brindando y chocando las copas.

—Yo, como usted —dijo Cittadella, después de pensar largo rato—, no me dirigía a los altos, sino a gente que está en la sombra y que tiene influencia en su país.

—Por ejemplo…

—Al Padre Herreros, del convento del Trastevere.

—Y al Padre Miró, también —añadió Preciozi—. Y si pudiera usted hablar con el Padre Ferrer, de la Universidad Gregoriana, no estaría mal.

—Será más difícil —dijo Cittadella.

—Usted podría decirles —repuso Preciozi— que le envía su tío el cardenal, e insinuar que no quiere que se enteren de que le protege a usted.

—¿Y si alguno le escribiera a mi tío?

—Usted no afirma nada. Lo dice ambiguamente. Además, en el caso de que le escribieran, ya arreglaríamos la cuestión en la secretaría particular.

César se echó a reír ingenuamente. Después, los dos abates, un poco turbados por la comida y el buen vino, se pusieron a discutir con violencia y a hablar en italiano. César pagó la cuenta y, pretextando una obligación urgentísima, se despidió de ellos y salió a la calle.

César o nada
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