EL PADRE MARTÍN
CÉSAR estaba entretenido oyendo al tío Chino, cuando vio desde el balcón del café que pasaban dos frailes por el camino.
—Estos serán del convento de la Peña —dijo.
El Chino se asomó y contestó:
—Uno es el prior, el padre Lafuerza. El otro es un jovencillo intrigante que ha venido hace poco.
—Hombre, los tengo que ver —dijo César.
—Ahora subirán por la calle. Se fueron el tío Chino y César al otro extremo del café y esperaron a que pasaran.
De los dos frailes, el joven tenía aire de falsa humildad, era flaco, de barbucha amarillenta y de mirada solapada; el padre Martín, por el contrario, parecía un pachá recorriendo sus dominios. Era alto, grueso, de aspecto imponente; la barba rubia entrecana, los ojos azules, la nariz recta y bien hecha.
Subían los dos frailes por la calle angosta y en pendiente, y se paraban a hablar con las mujeres que cosían y bordaban en los portales.
César y el Chino les siguieron con la vista hasta que los dos frailes doblaron una esquina. Luego César salió del café y volvió a Castro Duro andando.