LA AMPARITO Y CÉSAR
CÉSAR se quedó solo. Muchas veces le había visto a la Amparito con su hermana, pero casi nunca había cambiado con ella más que unas pocas palabras. Una tarde César estaba en la galería en un sillón, con los pies puestos en alto. Se sentía melancólico y perezoso, y veía el paso de las nubes por el cielo. De pronto oyó pasos, y vio a la Amparito con una criada vieja, que había sido su nodriza.
César se levantó de prisa.
—¿Qué hay? —exclamó.
—Vengo a recoger una cosa que se le olvidó a Laura —dijo la Amparito.
—¿Se le olvidó algo? —preguntó César estúpidamente.
—Sí —contestó la Amparito, y añadió, dirigiéndose a la vieja:
—Vete a ver si en el cuarto de la señorita Laura queda un botecito de cristal.
Salió la vieja, y la Amparito, contemplando a César, que de pie la miraba turbado, le dijo:
—¿Sigue usted odiándome todavía?
—¿Yo? —exclamó César.
—Sí, me odia usted.
—¡Yo! Nunca la he odiado a usted… al revés.
—Siempre que me ve usted se escapa, y ahora mismo me ha mirado usted espantado… ¿Tanto rencor me tiene usted por una broma que le di hace tiempo?
—¡Yo rencor! No. Es que tengo la impresión de que usted, Amparito, quiere desbaratar mis planes, quiere jugar conmigo. ¿Por qué?
—¿Es que usted cree que yo quiero divertirme molestándole a usted?
—Sí.
—No, no es verdad; usted no cree eso.
—Pues ¿por qué desde el principio esta tendencia a inquietarme, a burlarse de mí?
—Yo no me he burlado de usted.
—Entonces ha habido por mi parte una mala inteligencia… Yo he llegado a pensar que se preocupaba usted de mí.
—Y es verdad, me preocupaba de usted y sigo preocupándome.
—¿Y por qué?
—Porque veo que es usted desgraciado y está usted solo.
—¡Ah! ¿Tiene usted compasión de mí?
—Ya está usted ofendido. Sí, tengo compasión por usted.
—¡Compasión!
—Sí, compasión. Porque veo que usted desprecia a todo el mundo y se deprecia así mismo, porque cree usted que las demás personas son malas, y usted también lo es, y eso me parece tan triste que me da mucha lástima.
César empezó a pasear por la galería un poco estremecido.
—No sé para qué me dice usted eso —murmuró—. Soy un hombre enfermizo, con el espíritu ulcerado, llagado…, ya lo sé; pero ¿para qué decírmelo? ¿Es que siente usted placer en humillarme?
—No, César —dijo la Amparito acercándose a él—. Usted no cree que yo sienta placer en humillarle. No, ya sabe usted bien que no.
Al decir esto, a la Amparito le saltaron las lágrimas, y tuvo que apoyarse en la ventana de la galería para esconder la cara y disimular su turbación.
César le tomó la mano, y como ella no volvía la cabeza, le agarró de las dos. Ella le miró con los ojos brillantes y llenos de lágrimas; y había tanta adhesión, tanta pena en aquella mirada, que César sintió un desfallecimiento en todo su cuerpo. Luego, tomando la cabeza de la Amparito entre las manos, la besó varias veces.
Ella apoyó la cabeza en el hombro de César y estuvo estrechada a él sollozando. César sintió una impresión de angustia y de dolor, como si en el fondo de su alma se hubiera quebrantado y fundido lo más fuerte de su personalidad.
Se oyeron los pasos de la vieja nodriza, que volvía a decir que no había encontrado nada en el cuarto ocupado en su estancia por Laura.
La Amparito se secó las lágrimas, y sonrió y quedó con la cara más roja que de ordinario; luego dijo a su nodriza.
—Sin duda, no has mirado bien; yo misma voy a ir. La Amparito salió.
César, pálido, estaba absorto, sentía que algo extraordinario le había ocurrido en su vida; las manos le temblaban y las cosas daban vuelta a su alrededor.
Al poco rato volvió la Amparito; traía un pomo de cristal en la mano, que dijo haber encontrado en el cuarto de Laura.
—A la tarde voy a la Virgen de la Peña —dijo la Amparito—. ¿Iras, César?
—Sí.
—Entonces, adiós. Hasta luego. La Amparito le dio la mano y César la besó. La vieja criada quedó asombrada. Amparito se echó a reír.
—Es mi novio. ¿No lo habías notado hasta ahora?
—No —dijo la vieja, con un gesto de negación violenta.
La Amparito volvió a reír y desapareció.
Los primeros días de sus amores, César estuvo en una intranquilidad y en una zozobra constante. Pensaba que era imposible vivir de aquella manera, sin preocuparse nada más que de los deseos de una muchacha; suponía que el despertar vendría de un momento a otro, pero el despertar no llegaba.
César fue abandonando todos los asuntos del distrito que le preocupaban, y ocupándose únicamente de su novia. El pueblo entero conocía las relaciones y hablaba de la futura boda.
Aquel idilio fulminante preocupaba a todas las muchachas de Castro. La verdad era que ninguna de ellas había considerado como hombre casadero a César: unas le suponían ya viejo; otras un solterón corrido y vicioso, incapaz de someterse al yugo matrimonial, y ahora le veían hecho un jovencito, con distinto tipo, distintos ademanes y distinto aspecto.
César iba casi todos los días a la finca del padre de la Amparito. Era una magnifica posesión, antigua propiedad también de los duques de Castro Duro, con la casa adornada con escudos y el estanque de piedra extenso, profundo y misterioso. El jardín no se parecía al de la casa de don Calixto; así como este era de una alegría y de un aspecto frenético, el de la posesión del padre de la Amparito era muy melancólico. Sobre todo, aquel cuadro de agua del estanque, con las orlas adornadas por jarrones de granito, tenía un aspecto misterioso y triste.
—¿No te da una gran tristeza ver esa agua profunda del estanque? —le preguntaba César a su novia.
—A mí, no.
—A mí, sí.
—Es que tu eres un poeta —decía ella—, y yo no, yo soy muy prosaica.
—¿De veras?
—Sí.
Cuanto más hablaba César con la Amparito menos la comprendía y más necesitaba estar junto a ella.
—Realmente —se decía César— no pensamos nada acorde, y, sin embargo, nos entendemos.
Muchas veces intentaba hacer un resumen psicológico del carácter de la Amparito, pero no lo lograba; no sabía clasificarla; su tipo se le escapaba siempre.
—Todas sus nociones son distintas a las mías —pensaba—; discurre de otra manera, siente de otra manera, tiene hasta otra moral. ¡Qué extraño!
Los conocimientos de la Amparito eran también completamente heterogéneos; hablaba francés bien y lo escribía con relativa corrección; en cambio, en castellano no tenía idea de la ortografía. César se quedaba estupefacto al ver los trastrueques de haches, de eses y de zedas que hacia la Amparito en sus cartas.
Le quedaban a la Amparito de su paso por el colegio francés un recuerdo de la historia de Francia, constituído por unas cuantas anécdotas y unas cuantas frases.
Así, no era raro oírle hablar de Turena, de Francisco o de Colbert. Además, tocaba el piano bastante mal y con poquísima afición.
Esta era la parte correspondiente a su educación de señorita rica; la que correspondía a la muchacha aldeana, que vivía entre gente del campo, era más curiosa y personal.
Conocía muchas plantas por sus nombres vulgares, y sabía su aplicación industrial y médica. Además, hablaba con unos giros tan castizos, tan naturales, que César se quedaba admirado.
César había llegado a tal grado de entusiasmo, que no se preocupaba más que de su novia. De noche, antes de dormir, desvariaba, pensando en ella. Muchas veces soñaba que la Amparito se había transformado en la adelfa de flores rojas del jardín salvaje del palacio, y en cada flor de la adelfa veía la boca de labios rojos y de dientes blancos de la Amparito.