Capítulo 42
Baldwin se pasó los dedos por el pelo y se lo dejó como las púas de un erizo. Llevaba toda la noche sin poder dormir, Grimes, un asesino sin rostro, cadáveres mutilados… habían poblado su sueño inquieto. Finalmente, se había despertado a las tres de la mañana, después de que Taylor se hubiera ido, y conectó su ordenador portátil. Repasó sus anotaciones una y otra vez, intentando encajar todos los detalles en el rompecabezas.
El transporte de las chicas muertas era algo que no entendía. El programa de viajes de Buckley no era demasiado rígido, y estaba claro que debía de haberse saltado algunos vuelos para trasladarse en coche. Por supuesto, los itinerarios cambian, se pierden aviones, se cancelan reservas de coches de alquiler… Baldwin había pedido que un equipo de la policía científica procesara todos los coches de alquiler que había usado Buckley, pero eso podía ser algo inútil. Los federales trabajarían en ello aquel día.
Entró en la ducha, se metió bajo el chorro de agua y tomó nota de que tenía que cambiar el filtro de la alcachofa. Aquel pensamiento hizo que se detuviera en seco. En mitad de toda aquella muerte y de aquel caos, él se estaba preocupando por la presión del agua.
Dejó que el agua corriera unos momentos más, y después cerró los grifos y salió. Quería una casa nueva con una ducha separada de la bañera, pero no estaba seguro de cómo podía decírselo a Taylor. Sabía que ella adoraba su casa, el santuario que había creado para sí misma, y después para él. Pero era un lugar pequeño para dos personas, ¿y qué ocurriría si tenían hijos? Necesitarían una casa más grande de todos modos.
Lo único que sabía Baldwin era que quería pasar el resto de su vida con ella, y darle todo lo que ella quisiera. Hijos, casa, perros o gatos. Baldwin sólo rezaba para que ella quisiera lo mismo y le permitiera regalarle el mundo. Taylor era una mujer fuerte, pero él no podía creer que ella no quisiera estar con él para toda la eternidad.
Bueno, tendría que hacer las cosas por orden, y lo primero de la lista era proponerle matrimonio. Baldwin ya había comprado el anillo, pero aquel maldito caso había interrumpido todos sus planes. Casi había conseguido pedírselo en la cocina la noche anterior. Durante el resto de la noche, ella lo había mirado cautelosamente, como si Baldwin fuera una bomba a punto de estallar. Él se había echado a reír, y se había prometido a sí mismo que, en cuanto atraparan al asesino, iba a pedirle que se casara con ella. Aquel pensamiento le dio nuevas fuerzas y, rápidamente, se vistió y volvió al estudio.
Jake Buckley parecía cada vez más el sospechoso más probable de aquel caso. Se había extendido una orden de búsqueda de su BMW, se habían enviado fotografías suyas a los aeropuertos por si acaso intentaba tomar un avión; también habían circulado fotografías entre los oficiales que custodiaban las estaciones de tren y de autobús. Sin embargo, él no aparecía, y tampoco habían encontrado ni rastro de Ivy Clark.
Miró su reloj; eran casi las doce del mediodía. Siete chicas muertas y una desaparecida. Sacudió la cabeza. A veces, aquel trabajo era demasiado brutal. Él lo entendía, pero Grimes no lo había entendido, y Baldwin lo sentía mucho. Él no podía hacer demasiado cuando un agente había emprendido aquel camino, pese a las advertencias de Garrett. Debería haberlo visto, sí, pero ya no podía hacer nada, así que no iba a regodearse en su sentimiento de culpabilidad. Todavía tenía mucho que hacer.
Baldwin volvió a repasar el horario de Buckley y sus destinos, para ver si estaba en la zona donde habían desaparecido las chicas. Como vicepresidente de Marketing y Nuevos Desarrollos de Health Partners, Jake Buckley viajaba mucho, visitaba las nuevas propiedades, se aseguraba de que los hospitales establecidos funcionaran adecuadamente y hacía las previsiones de personal y de aprovisionamiento para los hospitales que iban a ponerse en marcha. Tenía muchas responsabilidades sobre los hombros.
Lo primero que había hecho Baldwin fue emparejar su horario con el momento de los secuestros y las muertes. Jake Buckley había estado en todas las ciudades en las que habían desaparecido chicas, y en todas las ciudades en las que habían aparecido cadáveres. Los tiempos concordaban. Había acudido en su vehículo a muchas de las reuniones, y en algunos casos había ido en avión. Por eso Baldwin había pedido que procesaran los coches de alquiler. Era sólo una suposición, pero no debía dejar ningún cabo suelto.
Había comenzado a recoger los expedientes cuando sonó el teléfono. Miró la pantalla de identificación y vio que era Taylor. Baldwin respondió al teléfono con una sonrisa, pese al cansancio.
—Hola, cariño.
—Hola, ¿qué tal? ¿Estás haciendo algún progreso?
—En realidad, no. Estaba terminando el horario para ver si los viajes de Buckley concuerdan con los secuestros y los asesinatos. Y concuerdan. ¿Y tú? ¿Va todo bien?
—Por fin hemos resuelto el caso del Hombre de la Lluvia. ¿Te acuerdas de la llamada de anoche? El tipo entró en casa de una mujer y la violó. Pero lo atrapamos —declaró con orgullo—. Lo hemos pillado huyendo de la escena. Ha sido estupendo.
—Chica dura. Sólo tú dirías que un arresto ha sido algo estupendo —bromeó él.
—De todos modos, no te he llamado por esto. Las noticias de la Fox están emitiendo una entrevista con Tanner Clark y una de las amigas de Ivy. Pensé que querrías verla.
—Pues sí —dijo Baldwin. Se levantó y comenzó a buscar el mando a distancia de la televisión—. ¿Dónde has escondido el mando de la televisión del estudio?
Taylor se echó a reír.
—Sí, lo he escondido. Nunca veo la televisión cuando estoy en la oficina. Lo siento.
—De acuerdo, de acuerdo. Tenía que preguntar. ¿A qué hora vas a venir a casa?
—Espero que pronto, a no ser que ocurra algo extraño. Brian Post está interrogando ahora al violador. ¿Vas a estar ahí?
—Eso creo, salvo que haya noticias sobre el caso. Te haré algo rico para cenar.
—Eso es muy amable por tu parte. Ahí estás, en medio de ese caso tan feo, haciéndome la cena. ¿Qué fue del policía fuerte y duro del que me enamoré?
—Cállate. Hablaremos cuando estés en casa.
—Sí, señor. A propósito, pon un poco de hielo en el congelador para mí. Ese desgraciado me dio un puñetazo cuando estábamos persiguiéndolo, y parezco un mapache.
—¿Estás bien?
—Estoy bien, cariño. No me he sentido tan bien durante semanas.
—Muy bien, entonces. Te quiero.
Baldwin esperó la respuesta de Taylor y después colgaron. Iba a tener que buscar algo bueno que cocinar. Aquella mujer adoraba comer, aunque su metabolismo era muy activo. Podía comer cualquier cosa, y nunca engordaba.
Baldwin encontró el mando a distancia detrás del tiesto del helecho, en la estantería, y se echó a reír. Estaba seguro de que Taylor lo cambiaba de sitio y lo escondía para volverlo loco. Apretó el botón de encendido de la televisión y puso el canal de noticias de la Fox.
Justo a tiempo. Estaban dando la información previa a la entrevista, y el locutor, un hombre de pelo rubio con gafas, proporcionaba detalles de última hora.
—Se cree que Ivy Tanner Clark podría ser la octava víctima del sanguinario Estrangulador del Sur. Ivy desapareció hace veinticuatro horas, y nosotros vamos a hablar vía satélite con su padre y su mejor amiga, desde Louisville, Kentucky, para que nos den más información. Señor Clark, ¿me oye adecuadamente?
La pantalla se dividió en dos partes y a la derecha del presentador apareció un hombre atractivo, de pelo cano. Parecía más un actor de cine que un padre atribulado. Tenía un cuerpo musculoso e iba vestido con unos pantalones vaqueros y una camisa blanca de lino. El hombre irradiaba sexualidad y dinero, y al verlo, Baldwin entendió por qué Tanner Clark era considerado como un don en el mundo de las carreras de caballos.
—Le oigo perfectamente —dijo el hombre con una voz grave y profunda.
—Señor Clark —continuó el locutor—. Tenemos entendido que usted piensa que el Estrangulador del Sur ha secuestrado a su hija. ¿Podría decirnos por qué ha llegado a esa conclusión?
—Mi niña ha desaparecido, y quiero rogarle a quien se la haya llevado que me la devuelva. Ofrezco una recompensa de cien mil dólares a cambio de cualquier información que ayude a encontrarla. Es una niña muy buena que nunca le ha hecho daño a nadie. Por favor, por favor, déjenla libre.
Escondió la cara entre las manos, y comenzaron a temblarle los hombros. Por su izquierda apareció un brazo pequeño y la cámara viró para mostrar a una chica que consolaba a Clark. La supuesta mejor amiga, claro.
El locutor siguió con la entrevista aprovechando aquel plano.
—Señorita Simone, ¿no es así?
—Sí, soy Serene Simone —respondió la muchacha, con un ligero acento francés—. Soy la mejor amiga de Ivy. La quiero mucho, y deseo lo mismo que el señor Clark: que Ivy vuelva a casa sana y salva.
—¿Podría contamos algo sobre Ivy, señorita Simone?
Mientras hablaba, comenzaron a pasar imágenes de la vida de Ivy. Era una muchacha muy guapa, con una sonrisa de picardía y los ojos muy brillantes. Estaba llena de vida, demasiado como para estar muerta. Sin embargo, Baldwin sabía que posiblemente lo estuviera. Muerta, como todas las demás. Tenían que atrapar a Buckley. Demonios, ¿por qué no habían recabado más información sobre él?
Al cabo de unos instantes, la muchacha terminó de hablar, y el locutor pidió que pusieran en pantalla los números de emergencia a los que la gente podía llamar si sabían algo de Ivy Tanner Clark. Después, dio paso al intermedio del programa.
La pantalla se llenó con un número que comenzaba con ochocientos y que Baldwin reconoció: era la línea de avisos del FBI. Aquel número había recibido cientos de llamadas con pistas que no habían llegado a ningún sitio. Era hora de hacer un cambio, de obtener algún resultado.
Cien mil dólares podrían ayudar. Claro que, también podrían ser un punto en contra, porque la policía se vería inundada de pistas falsas de gente que quería cobrar aquella recompensa.
Baldwin miró de nuevo los expedientes y la programación de viajes de Buckley. Tenía un descanso en Nashville que iba a durar al menos una semana. Quizá él fuera el asesino, o quizá no, pero iba a casa, y en casa era donde iban a encontrarlo.
Debía haber llegado la noche anterior, pero no lo había hecho, y pese al aviso de búsqueda sobre él, nadie había visto su coche entre Nashville y Louisville. Era hora de que Baldwin hablara con Quinn Buckley. Necesitaba entender mejor con quién estaban tratando.