Capítulo 2

Nashville contenía el aliento aquella calurosa noche de verano. Después de cuatro suspensiones del cumplimiento de la condena, comenzaba de nuevo la vigilia de la muerte. La teniente de homicidios Taylor Jackson oyó el anuncio de que el gobernador no iba a conceder más aplazamientos, apagó la televisión y caminó hacia la ventana de la pequeña oficina del Centro de Justicia Criminal.

El horizonte de Nashville se extendía ante ella con todo su esplendor, continuamente iluminado con destellos de color cegadores. Aquellos fuegos artificiales eran uno de los espectáculos pirotécnicos más grandes del país. Era el Cuatro de Julio, la fiesta norteamericana por excelencia. Había una multitud en el Parque Riverfront para escuchar a la Orquesta Sinfónica de Nashville, que iba a interpretar la Obertura Solemne 1812, un concierto ruso para celebrar la independencia de Norteamérica. Ella se sobresaltaba ligeramente a cada cañonazo, que coincidía perfectamente con los fuegos que lanzaban al aire. Los vítores la deprimían. Aquella fiesta la deprimía. De niña adoraba los fuegos, el algodón de azúcar y las celebraciones despreocupadas. A medida que se hacía adulta, añoraba a aquella niña perdida e intentaba desesperadamente volver a encontrarla dentro de sí, para recuperar aquella inocencia. Y fracasaba.

El cielo estaba oscuro. Veía a la gente volviendo a los sitios donde habían aparcado, los niños saltando entre los padres cansados, con los brazaletes fluorescentes reluciendo en la oscuridad nocturna. Llevarían a aquellos inocentes a la cama con alegría, complacidos por saber que habían satisfecho a sus pequeños, al menos por el momento.

Taylor no tendría tanta suerte. Estaba esperando que sonara el teléfono en cualquier minuto. El instinto le decía que en algún lugar de aquella ciudad, un pistolero se estaba escapando en mitad de la noche. Los fuegos artificiales eran una cobertura perfecta para un tiroteo. Ésa era una de las razones por las que se quedaba en la oficina aquella noche. Pero había otra: estaba esperando.

Con una última mirada hacia la calle, cerró las contraventanas y se dejó caer sobre la silla. Suspiró y se pasó las manos por su pelo rubio. Después se levantó de nuevo y encendió la televisión.

En la pantalla apareció una multitud en la Prisión de Máxima Seguridad de Riverbend. La policía había acordonado dos secciones del patio de la prisión, una para los activistas a favor de la pena de muerte, otra para los pacifistas y la tercera para los periodistas. Había gente de la Unión por las Libertades Civiles de Norteamérica, con pancartas que denunciaban la injusticia. Todos los símbolos necesarios para una ejecución. Nadie era ejecutado sin que asistiera una multitud al evento y sin que cada grupo gritara para hacer oír su opinión.

La joven reportera del Canal Dos tenía la respiración entrecortada y los ojos brillantes de nerviosismo. No había más opciones. El gobernador había denegado, dos horas antes, la última suspensión. Aquella noche, después de mucho tiempo, Richard Curtis pagaría el precio definitivo por su crimen.

Taylor miró el reloj de la pared: las once y cincuenta y nueve minutos de la noche. Se hizo un silencio sobrecogedor. Había llegado el momento.

Taylor tomó aire cuando la manecilla del reloj marcó las doce. No se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración hasta que el reloj dio las doce y un minuto. Entonces, ya estaba hecho. Le habrían administrado a Richard Curtis las drogas que iban a matarlo. En opinión de Taylor, era una muerte demasiado clemente teniendo en cuenta lo que había hecho. Esperó hasta que hicieron el anuncio. La muerte de Curtis se había producido a las doce y seis minutos del día cinco de julio.

Taylor apagó la televisión. Apoyó la cabeza en el escritorio y pensó en una niña llamada Martha, víctima de un secuestro y un asesinato brutal cuando sólo tenía siete años. Fue el primer caso de Taylor como detective. Habían encontrado el cadáver de Martha veinticuatro horas después de su desaparición, roto y golpeado, en un descampado al norte de Nashville. Richard Curtis fue arrestado horas después. La muñeca de Martha estaba en el asiento delantero de su camioneta. Se recogieron restos de sus lágrimas de la manija de la puerta. Había un largo mechón de pelo rubio de la niña pegado a la bota de Curtis. Fue un caso claro, y el primer éxito profesional de Taylor, la primera oportunidad de demostrar su valía. Y en ese momento, Curtis estaba muerto a resultas de su duro trabajo. Se sintió completa.

Taylor había estado esperando ese momento durante siete años. En su mente, Martha estaba congelada en el tiempo, era una niña de siete años que nunca crecería. En ese momento debería tener catorce. Finalmente, se había hecho justicia.

Esa noche, como por respeto a la muerte de uno de sus colegas, los criminales de Nashville estuvieron en silencio. Debieron de encontrar algo mejor que hacer que dispararle al prójimo. Taylor estuvo en un duermevela hasta que, finalmente, el teléfono sonó a la una de la mañana.

Oyó una voz profunda, ronca.

—¿Vamos a vernos?—le preguntó.

—Dame una hora —dijo ella, mirando el reloj. Colgó y sonrió por primera vez en toda la noche.