Capítulo 25
Christina Dale se despertó pausadamente, desorientada y cálida. Todavía somnolienta, quiso rodar por el colchón, pero se dio cuenta de que su cuerpo no seguía las órdenes de su cerebro. Aquello era extraño. Debía de seguir borracha desde la noche anterior. Aquello le sucedía a veces, todavía estaba ebria cuando se despertaba. Sobre todo, cuando tomaban aquellas drogas tan tontas que tanto les gustaban a los universitarios. Siempre la dejaban atontada al día siguiente.
Intentó masajearse las piernas, pero no pudo. Abrió los ojos y supo que algo iba muy mal. Tenía los brazos y las piernas atados con una cuerda. Se despertó de repente, presa del pánico. La adrenalina se extendió por su organismo y lo definió todo. La cuerda le mordía con saña la piel alrededor de las costillas, y tenía los brazos estirados por encima de la cabeza, tan estirados que le tiraban dolorosamente de las articulaciones de los hombros. Intentó liberarse, pero sólo consiguió tensar más la cuerda, que estuvo a punto de cortarle la respiración.
—Oh, Dios mío —gimió.
Entonces lo recordó todo. La sonrisa perezosa, el pelo negro que caía por su frente, aquellos ojos intensos de color cobalto. Su madre le advertía todo el tiempo que era demasiado abierta, demasiado confiada, y que si seguía acostándose con todos los tipos que conocía terminaría herida o muerta. Sin embargo, ¿quién iba a resistirse a la despampanante criatura con la que se había encontrado al salir del bar?
Miró a su alrededor por la habitación, intentando averiguar cómo había terminado en aquel lío. ¿Habían ido las cosas demasiado lejos la noche anterior? ¿Le había pedido ella que la atara? Lo había hecho antes; era una chica de un pueblo pequeño que intentaba probar cosas nuevas, sin demasiada repercusión. Quizá aquel hombre… Dios, cómo se llamaba, se hubiera quedado dormido después de juguetear un poco. Miró a cada lado del colchón, pero sólo vio el vacío de una habitación de motel, paredes blancas, superficies naranjas y amarillas y una televisión pequeña. Estaba sola.
De repente, oyó el ruido de la cadena en el baño, y se relajó. Una sombra se movió por la pared, y apareció él. Era él, sí, despeinado y desnudo, incluso más sexy de lo que ella recordaba.
—Buenos días, cariño. ¿Quieres soltarme, y empezamos donde lo dejamos ayer?
Él sonrió, pero no se acercó. Se quedó mirándola como un gato en celo.
—En serio, desátame. La cuerda me hace daño.
Ella se dio cuenta, incluso antes de ver el cuchillo, de que él no tenía intención de desatarla. Nunca.
Abrió la boca para gritar, pero él estaba sobre ella, colocándole un trozo de cinta aislante en los labios, de modo que sólo Christina pudo oír sus propios gritos, amortiguados y atrapados en su garganta.
Mientras el hombre misterioso le pasaba lentamente el cuchillo por la cara, su sonrisa alegre desapareció, y dijo sólo una palabra, la última que oiría Christina por siempre jamás.
—Adiós.