Capítulo 1
—No. Por favor, no.
Ella susurró las palabras. Una plegaria divina.
—No. Por favor, no.
Allí estaban otra vez, burbujas que se formaban en sus labios, palabras que se resbalaban de su lengua como si estuvieran engrasadas.
Incluso en la muerte, Jessica Ann Porter era indefectiblemente educada. No forcejeaba, no lloraba, sólo rogaba con aquellos ojos luminiscentes de color chocolate, tan ansiosos por agradar como los de un cachorrillo. Quiso quitarse aquel pensamiento de la cabeza. Él tuvo un cachorro una vez. Le lamía la mano y corría alegremente alrededor de sus pies para rogarle que jugara con él.
No había sido culpa suya que los huesos del animal fueran tan frágiles, que el jaleo que siempre había entre un niño y su perro hiciera que a la pequeña criatura se le clavara una costilla en el corazón. La luz brilló, y después se apagó en los ojos del cachorro cuando murió sobre el césped de su jardín trasero. La misma luz de los ojos de Jessica, a quien la vida se le escapaba lentamente de las profundidades canela, murió en aquel instante.
Él buscó las señales de la muerte objetivamente. Labios azules, cianóticos. La hemorragia en la esclerótica del ojo. El enfriamiento del cuerpo, que parecía inmediato, aunque él sabía que el calor tardaría en disiparse por completo. Aquella chica de dieciocho años, vivaz aunque tímida, se había convertido en un pedazo de carne que pronto volvería a la tierra. Cenizas y polvo. Alimento para los gusanos. El ciclo de la vida, otra vez completo.
Salió de aquel ensueño. Era hora de ponerse a trabajar. Miró a su alrededor y vio sus herramientas. No se acordaba de haberles dado una patada, pero quizá le estuviera fallando la memoria. ¿Acaso la chica se había resistido? Él no lo creía, pero la confusión podía surgir en los momentos más importantes. Tendría que meditar en aquello más tarde, cuando pudiera concentrarse. En ese momento, para él sólo existía el brillo radiante de sus ojos en el momento de la muerte. Acarició la sierra con la palma de la mano y levantó la mano exánime.
«No, por favor, no». Cuatro palabras de definición inocua. Ni grandes alegorías, ni dilemas éticos. «No, por favor, no». Las palabras resonaban en su cerebro mientras serraba, rítmicamente. «No, por favor, no. No, por favor, no». Adelante y atrás, adelante y atrás.
«No, por favor, no». Oír esas palabras y soñar con el infierno.