Capítulo 41

—Dios Santo, Elle, déjalo. Tengo que irme a casa. Mi mujer me va a matar si no vuelvo pronto.

En respuesta, la morena sonrió y se deslizó hacia abajo por su cuerpo. Él sintió el calor de su boca, y la cabeza oscura comenzó a moverse hacia arriba y hacia abajo, con más fuerza, rítmicamente, en su regazo. Él se perdió en el momento. ¿Por qué no disfrutar una vez más antes de volver al mundo frígido que llamaba familia? No recordaba la última vez que su mujer había estado en la posición en la que estaba Elle en aquel momento. La breve imagen de Quinn de rodillas fue suficiente para lanzarlo hacia el vacío. Elle se echó bruscamente hacia atrás y lo fulminó con la mirada.

—Lo siento. Elle, me he dejado llevar. Discúlpame —le dijo él, mientras ella se iba al baño para lavarse la boca. «Mujeres», pensó él, «parece que no soy capaz de hacer nada bien con ellas».

Se subió la cremallera de los pantalones y se puso en pie, estirándose hasta su metro noventa y cuatro centímetros de estatura. Se miró en el espejo y se dio cuenta de que tenía el pelo revuelto. Se lo peinó con los dedos y percibió la tristeza de sus ojos. No sabía cuándo, exactamente, el hecho de estar en una habitación de hotel con una extraña era mejor alternativa que estar en casa con su mujer y sus dos hijos, pero en algún momento, aquello se había convertido en la norma. Había terminado un viaje, pero no quería volver a casa. Se entretendría en una presentación con un representante de ventas aquí, o aceptaría una invitación para una cena con el director de un departamento de marketing allá, y seguiría con la vida promiscua que había empezado.

Había sido divertido durante un tiempo. Era agradable que las mujeres cayeran a sus pies, aunque en el fondo, supiera lo que estaban buscando. Sin embargo, después de que Quinn hubiera descubierto una marca de carmín en uno de sus calzoncillos, él había tenido que abandonar cualquier esperanza de reconciliación con su esposa. Vivían en la misma casa, criaban a sus hijos, pero no se hablaban más de lo necesario para preservar la cortesía o las apariencias.

Ojalá pudiera deshacer las cosas, arreglar la situación con su mujer. Ojalá pudiera volver al momento en que habían empezado a cambiar. Quinn le había contado un secreto que le había dejado helado. Él no había reaccionado bien, y ella, sencillamente, lo había apartado de su lado. Él había intentado razonar con ella, explicarle que sólo estaba sorprendido, no horrorizado, pero ella no quiso escucharlo. Así había empezado su exilio, y antes de que él pudiera pararlo, era demasiado tarde. Su matrimonio se había roto.

Su compañera salió del baño y se puso la ropa ajustada. Se subió una cremallera por el costado izquierdo, se atusó el pelo y se quedó mirándolo con expectación. Él comenzó a decir algo, cualquier cosa, pero no pudo pronunciar ni una palabra. Estaba demasiado cansado. Llevaba semanas viajando por todo el sureste, y demonios, quería volver a casa con su mujer.

Elle se quedó allí un momento más, y se dio cuenta de que su amante efímero no iba a decirle palabras de amor ni iba a llevarla en su BMW. Salió airadamente de la habitación, y él suspiró de alivio. Oh, bien. De todos modos, ella no era su tipo. Habría otras. Mientras tenía tiempo de darse una ducha, cargar el coche, tomarse una o dos cervezas en el bar del hotel y volver a Nashville.

El BMW estaba entre las sombras, alejado de las luces que iluminaban el aparcamiento del hotel. Sin las llaves era un poco difícil, pero no un gran problema. Comprobó que no hubiera nadie cerca, entró en el asiento del conductor y apretó el botón de apertura del maletero. Caminó rápidamente hacia la parte trasera del coche y lo abrió silenciosamente. Al contemplar aquel lugar cavernoso, sonrió. Había mucho espacio.

Levantó la alfombrilla y expuso el agujero de la rueda de repuesto. La rueda ya no estaba, la había sacado meses antes para hacerle sitio a toda la basura que había ido acumulando y que le acompañaba en sus viajes. Era un escondite perfecto. Dejó la bolsa en el hueco y volvió a colocar la alfombrilla. Con una última mirada, caminó hasta el borde del aparcamiento donde había dejado a la chica.

Se agachó para levantarla y se quedó asombrado, como siempre, de lo mucho que pesaban cuando estaban muertas. Parecía que eran ligeras como una pluma cuando estaban entre sus brazos, pero después de que hubieran dejado de respirar pesaban como el plomo. Se echó a la muchacha al hombro y la llevó hasta el coche. La depositó en el maletero y observó con otra sonrisa cómo el pelo caía a la perfección alrededor de su cara pálida. No podía haberlo hecho mejor aunque lo hubiera intentado. Era asombroso.

Muy bien. Era hora de volver a casa.