Capítulo 3

—Cuánto me alegro de no vivir en California.

Los detectives Pete Fitzgerald, Lincoln Ross y Marcus Wade estaban matando el tiempo. Los elementos criminales de Nashville debían de haberse tomado vacaciones, y los detectives no habían tenido que investigar ningún asesinato en casi dos semanas. La ciudad estaba muy tranquila; ni siquiera se habían producido muertes durante la fiesta del Cuatro de Julio. Ninguno tenía cita en el juzgado y sus casos estaban cerrados o a la espera de algún informe de los laboratorios. Los detectives estaban en punto muerto.

Se habían reunido en la oficina de su jefe a ver la televisión. Era un pasatiempo perfectamente aceptable, puesto que el departamento había hecho un trato con una empresa de televisión por cable. Los televisores debían estar sintonizados en un canal de noticias las veinticuatro horas del día, pero los canales se cambiaban, normalmente para satisfacer el hábito de ver telenovelas, a las cuales eran adictos muchos de los detectives.

Aquel día, sin embargo, habían visto la cobertura de una persecución en coche real, por las calles de Los Ángeles. Era un secuestro, con un arma semiautomática y un Jaguar rojo robado incluidos. No había terminado bien; cuando la policía había conseguido rodear al secuestrador, él había salido del coche y había asesinado a su víctima de un tiro en la cabeza. Fue abatido antes de que la mujer tocara el suelo, y el caos fue obvio. La pantalla de televisión quedó en negro durante unos segundos, y después apareció la cara de uno de los locutores. Estaba de color verde.

—Como iba diciendo, menos mal que no vivimos en California —gruñó Fitz.

Sonó el teléfono. Él respondió y escuchó atentamente, tomando notas.

—Ahora mismo vamos.

—¿Qué pasa? —preguntó Marcus, que estaba estirado en su silla, tanto, que parecía que se iba a caer de espaldas.

—Ha aparecido un cadáver en Bellevue. Yo iré. Llamaré a Taylor desde el coche.

Lincoln y Marcus se levantaron inmediatamente.

—Nosotros también vamos —dijo Marcus—. Yo no quiero quedarme aquí sentado. ¿Y tú, Lincoln?

—Demonios, no.

Salieron del despacho, y tomaron las chaquetas y las llaves de camino a la puerta. Lincoln sonrió, feliz por la excursión.

—Al menos, no habrá persecución en coche.

El día era sofocante. Hacía mucho calor, el grado de humedad era muy elevado y se vislumbraba una amenaza de lluvia en el horizonte. Aunque había una luz intensa, el sol no brillaba. El cielo estaba envuelto en una espesa niebla que convertía el azul en gris. Nashville en verano.

El escenario del crimen estaba lleno de hombres y mujeres sudorosos. Sus movimientos eran lentos, de experto, pero sin apremio. Varios de ellos llevaban mascarillas para protegerse las fosas nasales del olor. Un cuerpo en descomposición con un calor de treinta y cinco grados podía doblegar incluso al más curtido de los profesionales.

Estaban reunidos en una pradera cerca de la bifurcación entre la Autopista 70 y la Autopista 70 Sur, cerca del límite oeste del Condado de Davidson. La zona era conocida como Bellevue, a quince minutos del centro de la ciudad. Un par de millas más, y el trabajo habría sido para el Condado de Cheatham. Sin embargo, la llamada la había recibido el Departamento de Homicidios de Metro. Taylor sentía el mismo aburrimiento que sus detectives, y se alegraba de tener una diversión.

Estaba sobre el cadáver, asimilando todos los detalles de la escena. Llevaba el pelo, largo y rubio, recogido en una cola de caballo, y su cuerpo alto proyectaba una sombra grotesca sobre la hierba alta. Con la boca abierta, intentaba no respirar por la nariz para no inhalar el hedor de la muerte.

Era una chica muy joven, con una melena castaña aplastada bajo el cuerpo hinchado. Tenía los ojos castaños y vidriosos. Los gusanos habían hecho su trabajo, comiendo, poniendo huevos, repoblando su colectivo. Una larva blanca salió de la boca del cadáver, y Taylor se dio la vuelta con el estómago revuelto.

Fitz se había acercado al escenario del crimen, había echado una mirada superficial al cuerpo, se había tapado la boca y se había excusado amablemente. Ella veía a Marcus y a Lincoln a cierta distancia, hablando, irradiando olas de calor. Los técnicos del escenario llevaban bolsas de papel marrón a sus coches, y los oficiales de patrulla estaban de espaldas al cadáver. Todo seguía su curso con apatía, y el grupo entero estaba indolente bajo el calor.

Salvo el hombre que caminaba hacia ella. Era alto, de pelo oscuro, elegante. No era uno de los suyos.

Se detuvo frente a uno de los policías, abrió una pequeña cartera de identificación y dijo en voz lo suficientemente alta como para que Taylor pudiera oírlo: «Agente especial John Baldwin. FBI».

El oficial se hizo a un lado para cederle el paso y Baldwin continuó su camino hacia Taylor. Se guardó la identificación en el bolsillo y se acercó a ella con la mano extendida. Al estrechársela, le guiñó un ojo. Ella sintió su calor en la palma de la mano durante un breve instante. Un roce que la sacudió hasta los dedos de los pies. Taylor se irguió. Medía un metro ochenta y dos centímetros, y era más alta que muchos hombres. Sin embargo, aquél medía un metro noventa y cinco centímetros, y ella tuvo que alzar la cabeza para poder mirarlo a los ojos. Tenían un color verde, más oscuro que el del jade, más claro que el de las esmeraldas. Ojos de gato, pensó.

Se le aceleró un poco el corazón. En un gesto inconsciente, se llevó la mano derecha al cuello. La cicatriz de un centímetro apenas se había cerrado. Una cuchillada, con los cumplidos de un sospechoso enloquecido. Un recuerdo permanente de su último caso. Taylor se recuperó, se apartó la coleta del hombro y le sonrió con calidez a Baldwin.

—¿Qué estás haciendo aquí? No he pedido refuerzo al FBI. Sólo es un asesinato —dijo. Hizo una pausa, preocupada por la expresión de Baldwin. Conocía aquella mirada—. Por favor, dime que sólo es un asesinato.

—Ojalá pudiera decírtelo.

—¿Por qué te has identificado tan ostensiblemente? —preguntó Taylor. Había poca gente en el escenario del crimen que no conociera a John Baldwin. Su equipo, formado por Fitz, Marcus y Lincoln, había trabajado antes con él.

—Necesito que esto sea una consulta oficial. Creo que sé quién es —respondió él, señalando a la chica.

—Ah. Supongo que es de fuera del estado. No hemos tenido ningún aviso de desaparición que concuerde con el lapso de tiempo en que ocurrió esto.

—Es de Misisipi —respondió Baldwin, casi distraídamente, mientras rodeaba el cadáver para asimilar todos los detalles. Los hematomas que la chica tenía en el cuello podían verse pese a la descomposición. Él hizo otro círculo con una extraña mirada de triunfo. El cuerpo no tenía manos.

—Creo que esto es obra de nuestro chico.

—¿Vuestro chico? ¿Sabes quién lo ha hecho?

Él no respondió durante un instante.

—¿Puedo tocar el cuerpo?

—Sí. La policía científica ha terminado por el momento, y estamos esperando al forense para poder sacarla. Sólo le estaba echando un último vistazo.

Baldwin se sacó del bolsillo un par de guantes de látex y se los puso. Se agachó junto al cuerpo y tomó el muñón derecho.

Taylor insistió.

—¿Vuestro chico, has dicho?

—Mmm, mmm. No sé cómo se llama, por supuesto, pero reconozco su trabajo.

—¿Lo había hecho antes?

—Dos veces, que yo sepa. Aunque lleva un mes sin actuar. Lo llamamos el Estrangulador del Sur, a falta de un nombre mejor.

—¿Y por qué yo no sabía nada de este… estrangulador?

—Sí sabes algo. ¿Te acuerdas del caso de Alabama, de abril? Una estudiante de enfermería muy guapa que desapareció del campus de la Universidad de Alabama. La encontramos en…

—Luisiana. Me acuerdo.

—Exacto. El segundo caso fue el mes pasado, en Baton Rouge. La encontramos en Misisipi.

Taylor intentó recordar los detalles de aquellos casos. Se le había dado una gran cobertura en las cadenas de noticias nacionales. Habían enviado corresponsales a Baton Rouge, que lamentaban el secuestro y se regodeaban en él. Sin embargo, nadie había relacionado aquellos dos casos, que ella supiera. Y se lo dijo a Baldwin.

—Pasó suficiente tiempo como para que los medios de comunicación no establecieran la relación. Y nosotros hemos ocultado algunas cosas. Por ejemplo, lo de las manos.

—¿Y por qué? ¿No se supone que vosotros debéis informar a la policía de los pueblos pequeños de que hay un tipo así suelto?

Baldwin captó la ironía, pero se limitó a asentir.

—También hemos ocultado lo del lubricante. Creemos que hay sexo consentido, porque él usa un preservativo con lubricante. El forense que se haga cargo del caso tendrá que buscar eso.

Taylor sacudió la cabeza y dejó a un lado la realidad que había manchado su bella ciudad del sur. Un asesino en serie en su terreno. Estupendo. Ella no estaba preparada para guardar silencio sobre algo así.

—Ya he llamado a Sam. Ella se encargará muy bien de la autopsia.

La doctora Samantha Owens Loughley era la jefa de forenses del estado de Tennessee, y la mejor amiga de Taylor.

—Has dicho que sabes quién es la chica —dijo, indicando el cadáver con un gesto de la cabeza.

—Se llama Jessica Ann Porter. Era de Jackson, Misisipi. Desapareció hace sólo tres días.

Era evidente que el calor había acelerado mucho la descomposición del cuerpo. En una semana, habría sido imposible identificarla en el escenario.

—Dime más.

—No hay mucho más que decir. A ese tipo le gustan las morenas jóvenes. Las tres chicas tienen ojos castaños y son muy jóvenes. Ninguna de ellas tenía comportamientos de riesgo, ni las habían visto con extraños, ni nada por el estilo. Simplemente, desaparecieron. Un día estaban viviendo su vida, y al día siguiente habían desaparecido. A mí me mantenían informado, pero yo no hacía la investigación. Ahora que hay tres víctimas, probablemente me van a poner a trabajar en ello a jornada completa.

Taylor oyó el sonido de unas ruedas derrapando en la gravilla de la cuneta. El cadáver de Jessica estaba a menos de diez metros de la carretera. La camioneta de las noticias podría hacer una toma muy clara. Demasiado clara. Taylor le hizo una señal a Marcus, que estaba junto a su coche, hacia la camioneta. No tuvo que decir una palabra. Inmediatamente, él les indicó que se alejaran del escenario. Taylor observó cómo les ordenaba que aparcaran en un punto de observación muy discreto, desde el que no podrían ver el cadáver. Sonrió para sí. Al cuerno con los periodistas.

Baldwin se había sacado una libreta del bolsillo y estaba escribiendo furiosamente, tomando notas tan rápidamente como se las dictaba su mente.

—¿Habéis encontrado…?

Baldwin se quedó callado. Un oficial uniformado estaba haciéndole gestos frenéticos a Taylor. Ella miró a Baldwin un instante, y él se encogió de hombros y le cedió el paso. Ella se dirigió hacia el policía.

Su cara de horror era evidente a distancia.

—¿Ha encontrado algo, oficial? —le preguntó. Taylor no lo reconocía. Seguramente, acababa de salir de la academia.

—Sí, teniente —respondió él, y señaló hacia el suelo.

En la hierba había una mano.

Taylor retrocedió, pero Baldwin se inclinó sobre la mano con interés.

—Bueno, agente especial —dijo ella—, como a la muchacha le faltan las dos manos, creo que vamos a encontrar otra por aquí, ¿no?

—No. Puedes buscarla si quieres, pero no la vais a encontrar.

—¿Qué demonios…? ¿Les corta las manos a las chicas, deja una en el escenario del crimen y se lleva la otra? ¿Como trofeo?

Baldwin asintió.

—Claramente como trofeo. Pero hay un problema.

—¿Que problema?

—Ésta no es la mano de Jessica.