Capítulo 39

Baldwin se movía como un derviche por la casa. Tenía el teléfono móvil pegado a una oreja, el teléfono inalámbrico de la casa pegado a la otra, el ordenador de sobremesa encendido, el portátil abierto y el ordenador portátil de Whitney Connolly en un sitio de honor, en mitad de la mesa de centro.

Había un nuevo correo parpadeando en la pantalla, de la misma dirección de la que habían llegado el resto de los correos de los poemas de amor.

Oyó a Taylor entrar por la puerta, pero apenas la miró. Dijo «hola» distraídamente y volvió a fijarse en la pantalla del ordenador. Ella se acercó y leyó el poema en voz alta.

Tú sabes que a esto no puede llamársele

pecado, ni vergüenza, ni pérdida de la castidad;

pero ella disfruta antes del matrimonio

y obsequiada, con nuestras sangres engorda;

y esto es, ¡ay!, más que lo que nosotros podemos hacer.

Baldwin se dejó caer sobre una silla.

—Acaba de llegar. Ha sido una tarde un poco difícil.

—Voy a hacer algo de comer, y después me lo cuentas todo. Me muero de hambre, y supongo que tú también.

—Sí. He puesto a calentar sopa de verduras de la que había en la nevera, y supongo que estará lista.

Ella le dio un beso en la frente y fue hacia la cocina. Él oyó sus movimientos, y se quedó asombrado por lo normal de la situación. Su sitio era aquél. Con Taylor. Era hora de empezar a pensar en dejar el FBI.

De repente, se oyó un grito desgarrador que coincidió con un estruendo de platos. Él saltó del sofá y entró en la cocina.

—¿Qué, qué ocurre?

Taylor estaba arrinconada en el hueco que había entre la nevera y la pared, con la mano derecha en el arma y la izquierda sujetando la funda para poder sacar la pistola suavemente. Baldwin miró a su alrededor frenéticamente, intentando encontrar al intruso. Taylor estaba pálida y tenía los ojos muy abiertos. Mientras tomaba aire, él se dio cuenta de que no había nadie en la cocina.

—¿Hay alguien fuera? —le susurró, llevándose las manos a su propia arma.

—Hay una araña enorme en el fregadero —respondió ella, también en un susurro.

Baldwin arqueó las cejas tanto como pudo y después estalló en carcajadas.

—¿Y qué pensabas hacer, pegarle un tiro?

—Mátala —susurró ella, lanzándole puñales con los ojos por reírse.

—¿Y qué harías si yo no estuviera aquí? —le preguntó Baldwin mientras iba hacia la puerta trasera, donde estaban apilados los periódicos del mes, ordenadamente, en una cesta, listos para ser reciclados. Tomó una sección, la plegó y se dirigió hacia la cocina de nuevo.

—Evacuaría.

Mordiéndose el labio para no volver a reírse, miró a Taylor.

—¿Evacuarías?

—Sí. Llamaría a Sam, o a alguien. No me gustan las arañas.

—Ya me he dado cuenta. ¿Está en el fregadero?

Ella asintió.

—Ha saltado desde el techo y ha aterrizado en el plato que estaba sacando del armario. Tiré el plato al fregadero. Dios, ¿quieres dejar de perder el tiempo y matar a esa cosa?

Él alzó las manos, y el periódico crujió.

—Está bien, está bien. ¿En el fregadero, has dicho?

—Vas a necesitar algo más grande que ese periódico. No estoy de broma, es un monstruo.

Baldwin se inclinó hacia el fregadero y miró dentro.

—¡Demonios!

—¡Te lo dije!

Entre los pedazos de plato roto estaba la araña más grande que hubiera visto Baldwin fuera del Caribe. Allí había arañas del plátano que eran tan grandes como una mano, pero aquella cosa ocupaba el segundo puesto. El cuerpo de la araña era del tamaño de una ciruela pequeña, y tenía unas patas gruesas y peludas.

—Creo que la has dejado atontada. No se mueve. Esto debe de ser la fantasía de un entomólogo. Nunca había visto nada igual.

—Aplástala, y después limpia el fregadero. No quiero encontrarme con ningún rastro de ella. Dios, cómo odio a las arañas.

Baldwin decidió que su amor no se había equivocado en cuanto al periódico, así que fue a la puerta trasera y tomó una zapatilla de deporte.

—Con esto valdrá.

Pisó a la araña con la zapatilla contra el fregadero; aplastó a la bestia y lo que quedaba del plato.

—Aj, es asqueroso. Bueno, está definitivamente muerta.

Se volvió hacia Taylor, que todavía estaba paralizada en el rincón. Él se sintió abrumado. El hecho de verla asustada y vulnerable fue demasiado para él. Habló antes de poder pararse a pensar.

—Nena, quiero estar aquí para poder matar tus arañas. Para siempre. Empezando por ahora mismo. ¿Quieres…?

El teléfono sonó en aquel momento y los sobresaltó a los dos. Taylor lo estaba mirando fijamente, pero a él se le quedaron atascadas las palabras en la garganta. El momento pasó.

Finalmente, su mirada se rompió, él sonrió y fue a la otra habitación, llevándose los restos de la araña muerta en la zapatilla.

Taylor oyó a Baldwin hablando mientras salía de la cocina e iba hacia la puerta trasera de la casa. Guardó la pistola en su funda y la acarició con la palma de la mano, como si pudiera tomar su arma y arreglar todos los males del mundo. Así estaba mejor. Todavía era una chica dura. Todavía era capaz de enfrentarse al mundo. Estaba asombrada por el hecho de que en pocos días hubiera perdido tanto el control, tanto como para que una araña la hubiera alterado tanto. Se imaginó que así debía de sentirse Baldwin, persiguiendo a un fantasma. ¿Qué le estaba diciendo, allí en la cocina? De hombre a mujer, una pregunta que empezara con la palabra «¿Quieres?» podía continuar de pocas maneras, sobre todo si seguía a la palabra «siempre», interesante.

Entró en el estudio y guardó la pistola en la caja fuerte. En aquel momento oyó que Baldwin colgaba el teléfono y asomó la cabeza por el salón.

—¿Qué ocurre?

Baldwin se había desplomado en el sofá.

—¿Te has recuperado de tu trauma?

—Sí. Mañana llamaré a la empresa fumigadora a primera hora. Debieron de olvidarse de esa zona la última vez que vinieron.

Baldwin estaba evitando su mirada, intentando no sonreír.

—Sí, sí, les hago que vengan una vez al mes. No me gustan los bichos. Y tendremos que pedir comida para cenar, porque yo no voy a volver ahí dentro hasta que el fregadero esté limpio. Bueno, ¿qué ha pasado?

Él se pasó las manos por el pelo.

—Para empezar, Grimes se ha suicidado.

—¿Lo dices en serio?

—Sí. Lo estaba pasando muy mal con este caso. El hecho de pasar por encima los poemas hizo mella en él. Garrett estaba investigando las filtraciones sobre el caso. Resulta que el hijo mayor de Grimes es un productor de noticias de Nueva York. Por eso los medios de comunicación tenían información confidencial sobre el caso. Grimes se lo estaba contando todo a su hijo. Yo debería haberlo visto venir. Lo vi venir. Lo dejé en Carolina del Norte porque estaba siendo un lastre para el caso, y debería haberle puesto al tanto de todo. Me siento fatal.

—Seguro que sí. Pero sabes que no es culpa tuya, Baldwin. Este es un caso muy grande. Él debería haberse retirado.

—Lo intentó. Yo le dije que siguiera, que lo aguantara. Cometí un error. Sin embargo, ya no puedo hacer nada. Hablaré con su familia, intentaré ayudar, pero… De todos modos, antes de quitarse la vida, identificó a la chica que encontraron muerta en Louisville. Se llama Noelle Pazia, de Asheville. La autopsia preliminar ha revelado que murió por un ataque de asma agudo. Creo que él la secuestró y ella murió por el camino, antes de que pudiera matarla. Si fuera cierto, el asesino estaría furioso por no haber podido matarla, y buscaría una sustituta inmediatamente. Creo que ha encontrado una, porque tenemos otra chica desaparecida. Ivy Clark, de Louisville. Acaban de decirme que han encontrado un poema en el coche de Ivy Clark. Así que ha sido una tarde muy difícil.

—¿Hay noticias de Jake Buckley?

—Me he entrevistado con su jefe, que es un cretino. Dice que no hay modo de que Buckley haya estado involucrado en eso. No colaboró en absoluto. Pero la secretaria me dio a escondidas el itinerario de Buckley.

—Y déjame adivinarlo: el señor Buckley ha estado en Huntsville, Baton Rouge, Jackson, Nashville, Noble, Roanoke y Asheville durante sus viajes.

Él la miró con asombro, y Taylor sonrió.

—He hablado con Quinn Buckley. Le dije que necesitábamos saber la opinión de Jake sobre el caso, puesto que las víctimas tenían relación con Health Partners. Y hay más. Se supone que él está en Louisville, y que hoy o mañana volverá a Nashville. Quinn me dijo que a veces no cumple con el programa. No sé, Baldwin, creo que tienes que sentarte a hablar con este tipo, y rápido. Me parece que probablemente Quinn va a matarlo. Ha estado intentando localizarlo para decirle lo de Whitney, y no ha podido. Eso concuerda, ¿no? Él no sabe que Whitney ha muerto. Podría ser nuestro hombre.

—¿Por alguna casualidad Quinn te ha dicho cuál es la marca de su coche?

—Por supuesto. Casualmente, Buckley tiene un BMW 740iL, plateado, con matrículas de Vanderbilt. Aquí tienes el número —dijo, y le entregó un papel a Baldwin—. ¿Quieres que ponga en alerta a la policía con respecto a nuestro hombre?

—Sí, Taylor. Y diles a los agentes que el tipo está armado y es peligroso. Puede incluso que lleve a Ivy Clark en el coche. ¿Viste el nuevo correo del ordenador de Whitney? Es el resto de la estrofa de La Pulga.

Baldwin lo recitó de memoria:

Tú sabes que a esto no puede llamársele

pecado, ni vergüenza, ni pérdida de la castidad;

pero ella disfruta antes del matrimonio

y obsequiada, con nuestras sangres engorda;

y esto es, ¡ay!, más que lo que nosotros podemos hacer.

—No sé qué puede significar para él. Éste es el principal problema con la poesía, sobre todo con la poesía romántica del siglo dieciocho. Es totalmente subjetiva. Uno puede pensar que La Pulga es un poema sobre hacer el amor, mientras que otro puede pensar que es sobre aplastar un insecto. Ya sabes cómo es. Así que ni siquiera intentes adentrarte en su psicología basándote en los poemas que ha elegido. Pero te prometo una cosa: quiere que Whitney reciba esos mensajes. Me pregunto si la historia iba a ser Whitney.

Taylor le acarició la nuca.

—Déjame llamar para dar la alarma. Tienes que intentar relajarte durante un rato.

—¿Tú podrías ayudarme con eso?

—Podría.