Capítulo 33

Taylor estaba sentada ante el ordenador portátil de Whitney Connolly, revisando los correos electrónicos que se habían amontonado desde que había ocurrido el accidente. Estaba distraída, preocupada. El caso de Baldwin estaba fuera de control, pero esperaba que aquellos mensajes fueran la clave. Tenía que buscar entre más de doscientos correos, algunos interesantes, otros irrelevantes.

Continuó inspeccionando la pantalla, y pronto encontró los seis mensajes que contenían los poemas de amor. Mandó los mensajes a la impresora, para que Baldwin tuviera una copia en papel.

Iba a cerrar el ordenador cuando se dio cuenta de que había otro mensaje de la misma dirección que enviaba los poemas. Se le había pasado por alto. Aquel todavía no había sido abierto ni leído, lo cual significaba que había llegado después de que Taylor y Quinn salieran de casa de Whitney.

Abrió el correo y vio otro poema. Lo envió también a la impresora, y decidió que se llevaría el ordenador. Si Whitney continuaba recibiendo aquellos mensajes, ella tendría que ir a su casa diariamente para leerlos.

Cerró el ordenador y lo guardó en su maletín junto a los cables y demás componentes. Después tomó las copias en papel de los poemas y los metió en una carpeta que encontró en el escritorio. Antes, leyó el último de los poemas que había recibido Whitney.

Mira esta Pulga, y mira

qué pequeño es lo que me niegas.

Me picó a mí primero, y ahora te pica a ti,

y en esta pulga, tu sangre y la mía se mezclan.

Taylor reconoció aquella estrofa. Era de John Donne, un poema llamado La Pulga. Era fácil; había sido un éxito en el instituto. Baldwin le había dicho que los poemas eran clásicos. Ahora tenían que averiguar qué significaban para Whitney y para el hombre que se los estaba enviando.

—Tendré que decirle a Quinn que me llevo el ordenador —pensó en voz alta. Salió de la casa, entró en su coche y lo puso en marcha. Llamaría más tarde a Quinn, cuando Baldwin hubiera tenido ocasión de echarles un vistazo a los poemas.

Baldwin había salido pronto de Asheville y había hecho un viaje rápido. Estaba pasando por Crossville, en la Autopista interestatal 40, cuando sonó su teléfono móvil. Sólo estaba a una hora de Nashville, pero había perdido varias veces la cobertura al pasar junto a las montañas, así que se detuvo en la cuneta y miró la pantalla del teléfono. Era Taylor.

—Hola, cariño, ¿cómo est…?

—Baldwin, he estado intentando localizarte. ¿Dónde estás?

—En Crossville. He alquilado un coche para volver a Nashville para hacer un par de cosas. Llegaré en una hora, si el tráfico sigue así. ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?

—He ido a casa de Whitney Connolly para ver los correos electrónicos. Había uno nuevo, que llegó después de que Quinn y yo hubiéramos salido de la casa. Si los poemas que ella recibía corresponden a los tuyos, podemos tener problemas.

—¿Cuál era el poema?

—Lo he reconocido. Es una estrofa de La Pulga, de John Donne. ¿Lo conoces?

—Pues sí, lo usaba con las chicas todo el tiempo. De acuerdo, quiero que hagas una cosa. ¿Tienes los poemas ahí?

—Sí, me he traído el ordenador por si acaso llegan otros correos de la misma dirección. He pensado que sería mejor tener el portátil frente a nosotros.

—Muy bien. Yo voy a empezar a conducir otra vez. Espera un poco. Si se pierde la cobertura volveré a llamarte.

Arrancó el motor y salió a la autopista.

—Bueno, ahora quiero que me leas lo que dice cada uno de los correos, empezando por el primero.

Baldwin oyó que Taylor movía algunas hojas. Los poemas iban a corresponder, eso ya lo sabía. Taylor volvió al teléfono.

Una Mujer perfecta,

noblemente formada para advertir,

para consolar, para ordenar.

Y sin embargo, siempre un Espíritu,

y resplandeciente con algo de angélica luz.

—Oh. Hay una posdata que no había visto. Es la primera vez que lo leo en papel. Dice: «Esto fue hallado en el escenario del crimen» —Taylor se quedó callada durante un instante—. Baldwin, lo sabía. Ella lo sabía y no lo denunció. Reportera estúpida.

A Baldwin se le había acelerado el corazón.

—Es el mismo fragmento que había en la bolsa de deporte de Susan Palmer, sin la posdata, por supuesto —dijo en voz baja.

—El siguiente correo es de hace dos semanas. Allá va…

Una Criatura ni demasiado brillante

ni demasiado buena para el alimento cotidiano

para los dolores pasajeros, los pequeños engaños;

la alabanza, el reproche, el amor, los besos;

las lágrimas y las sonrisas.

—Y tiene otra posdata. «Ésta era de LA».

—Es el poema de Jeanette Lernier. Mierda. Este tipo le estaba enviando a Whitney Connolly los mismos poemas que dejaba en el escenario de los secuestros. La segunda posdata da a entender que ella todavía no lo había deducido, y él le estaba dando más pistas para continuar. Taylor, cariño, eres la mejor. Continúa.

—El siguiente es del domingo, justo después de que encontráramos a Jessica Porter.

Un golpe súbito: las grandes alas todavía baten

sobre la joven aturdida, las oscuras membranas

le acarician los muslos, siente su pico en la nuca,

y la opresión de su pecho en el pecho indefenso.

—La posdata dice: «¿Lo entiendes ya?».

Baldwin estaba cada vez más nervioso.

—Ése es el poema que se halló entre las cosas de Jessica Porter. Taylor, gracias a Dios que los has encontrado. ¿Cuál es el siguiente?

Taylor leyó el siguiente correo.

¿Cómo pueden los dedos aterrados, débiles,

apartar de sus muslos la emplumada gloria?

¿Y cómo puede el cuerpo, tendido bajo aquella furia blanca,

no sentir los latidos de su extraño corazón?

—La posdata dice: «Desde tu jardín trasero».

—Es el de Shauna Davidson, sin duda. ¿Y qué más?

—El siguiente dice:

Tan impotente,

tan sometida a la brutal sangre del aire,

¿recibió el conocimiento además del poder

antes de que el pico indiferente la dejara caer?

Taylor se detuvo durante un momento.

—¿Marni Fischer?

—Sí, exacto. ¿No había posdata?

—No, en este caso no. ¿Qué significa eso?

—No lo sé. O el poema decía todo lo que él quería decir, o tenía prisa. ¿Qué más tienes ahí?

—El siguiente es de hace dos días. Dice:

Me rodeó a medias con los brazos,

me oprimió en un abrazo débil

e inclinó hacia atrás la cabeza, miró hacia arriba

y observó mi rostro.

Era en parte amor, y en parte miedo,

y en parte era temor

de que yo pudiera sentir, más que ver,

lo henchido de su corazón.

—Eso es lo que encontramos en la habitación del motel donde fue asesinada Christina Dale. ¿Pero has dicho que La Pulga llegó anoche?

—Tendría que mirar la hora, pero llegó después de que Quinn y yo nos marcháramos de casa de Whitney, ayer por la tarde. ¿No había ninguna denuncia de desaparición cuando saliste de Asheville?

—No, pero si esto sigue el patrón, se ha llevado a otra chica. Maldita sea, ese tipo está trabajando a toda marcha. Será mejor que avise a Grimes, aunque no podemos estar completamente seguros de que lo haya hecho en Asheville. También puede ser que se haya llevado a alguien y que todavía nadie la haya echado de menos. Escucha, tengo una reunión en cuanto llegue a la ciudad. Voy a hablar con el presidente de la empresa propietaria de los hospitales donde trabajaban tres de las víctimas. Se llama Health Partners, y el presidente me…

—¿Cómo?

—Voy a reunirme con el presidente de Health Partners —dijo él, y oyó la respiración acelerada de Taylor.

Ella habló suavemente.

—Baldwin, el marido de Quinn Buckley trabaja para Health Partners. Es el vicepresidente. Tiene que haber una relación, y eso es lo que averiguó Whitney Connolly. ¿No te parece que…?

—¿Has dicho que es vicepresidente? Estoy seguro de que tiene que viajar mucho. Vamos a vernos tú y yo antes de que vaya a la reunión. ¿Podemos quedar en tu oficina? Estaré allí en menos de treinta minutos.

—Date prisa, Baldwin.