Capítulo 17

El sol entraba en la habitación, pero su luz apenas alegraba la pequeña habitación en la que Whitney Connolly estaba trabajando febrilmente ante el ordenador. Había roto su protocolo aquella mañana, y estaba revisando todos sus correos electrónicos sin contestarlos. El único que le importaba, el único que había abierto, era de su misterioso amigo con la cuenta ilocalizable de Yahoo. El mensaje era sencillo:

Tan impotente,

tan sometida a la brutal sangre del aire,

¿recibió el conocimiento además del poder

antes de que el pico indiferente la dejara caer?

No había posdata. Whitney ya no las necesitaba. Apreciaba el hecho de que él se hubiera dado cuenta de que ya lo sabía.

Después de ver aquel mensaje, sabiendo lo que debía de haber sucedido, Whitney se puso a trabajar. Había muerto otra chica, así que ella estaba investigando. Cualquier buen periodista haría lo mismo. Tenía que empezar a encajar las piezas del rompecabezas, de modo que cuando diera la primicia y le hiciera la primera entrevista a aquel tipo, todo estuviera en su lugar. ¿Por qué, si no, iba a mandarle mensajes, a menos que tuviera pensado hablar con ella?

Navegó por el ciberespacio para encontrar casos de asesinos que hubieran dejado poemas en los escenarios de sus crímenes. Se detuvo durante un segundo. No habían mencionado aquellos poemas en las noticias. Ella estaba suponiendo que los habían encontrado en los escenarios; al menos, eso era lo que le había dicho su fuente de Luisiana. El poema estaba en la bolsa de deporte de Lernier, pero nadie le había dado importancia. Whitney se había enterado, a través de la misma fuente, de que el FBI tenía las notas, de que ellos sí habían visto su significado. Eso quería decir que tenía que trabajar más, y más deprisa.

Los resultados de su búsqueda por Internet eran variados y numerosos; parecía que a muchos asesinos en serie les gustaba usar poesías. Algunos las escribían ellos mismos, y otros las copiaban. Algunos cortaban fragmentos de obras de autores célebres y los integraban en sus propios poemas. Marcó un artículo sobre un asesino de Wichita, Kansas, por si acaso. A lo mejor, algún detalle sobre aquel asesino que ataba, torturaba y estrangulaba a sus víctimas le sugería una pista nueva.

Se apoyó en el respaldo de la silla y reflexionó durante unos minutos. Quizá pudiera averiguar si los poemas eran originales o eran copias. Marcó aquella página web y abrió la página de Google. Escribió un verso del poema de Susan Palmer en la ventana de búsqueda. Una mujer perfecta, noblemente formada, e hizo clic en el botón de Buscar. Bingo.

Por lo visto, el Estrangulador del Sur no era creativo. El autor de aquel poema era William Wordsworth; el motor de búsqueda le había proporcionado cuatro mil novecientos cincuenta resultados. El poema se titulaba Era un fantasma de gozo. Muy apropiado.

Whitney se dio cuenta de que iba por buen camino. Siguió el mismo procedimiento con la nota de Jeanette Lernier: Una criatura ni demasiado brillante ni demasiado buena. Vaya, Google le mostraba trescientos cuatro mil resultados. Abrió el poema, y se dio cuenta de que ambas notas eran estrofas de la misma poesía. Dio la orden de imprimir en el ordenador, arrancó el papel de la impresora casi antes de tiempo y leyó el poema.

Era un Fantasma de gozo cuando

por primera vez resplandeció ante mis ojos

una Aparición jubilosa enviada para adornar un instante:

sus ojos eran estrellas de un bello Crepúsculo

y como el Crepúsculo, también, su cabello oscuro;

pero el resto de ella provenía de la primavera

y de la Aurora gozosa.

una Forma danzante,

una Imagen radiante

que obsesiona, turba y descarría.

Al verla de cerca,

¡un Espíritu, y una Mujer también!

Sus movimientos en el hogar eran suaves y ligeros,

y sus pasos, de una libertad virginal;

un semblante en el que se encontraban

dulces recuerdos, y promesas dulces:

Una Criatura ni demasiado brillante

ni demasiado buena para el alimento cotidiano,

para los dolores pasajeros, los pequeños engaños;

la alabanza, el reproche, el amor, los besos;

las lágrimas y las sonrisas.

Ahora veo con ojos serenos

el pulso mismo de la máquina;

un Ser que respira con un aliento pensativo,

una viajera entre la vida y la muerte,

razón firme, voluntad templada,

paciencia, previsión, fuerza y destreza.

Una Mujer perfecta,

noblemente formada para advertir,

para consolar, para ordenar.

Y sin embargo, siempre un Espíritu,

y resplandeciente con algo de angélica luz.

Terminó y pensó detenidamente durante un momento. Había algo que no encajaba. Lo leyó de nuevo y se dio cuenta de que no veía los versos del último poema que había recibido. Siguió el mismo proceso. El autor del poema cuyo fragmento figuraba en el último correo era William Butler Yeats. Lo imprimió y lo leyó.

Leda y el cisne

Un golpe súbito: las grandes alas todavía baten

sobre la joven aturdida, las oscuras membranas

le acarician los muslos, siente su pico en la nuca,

y la opresión de su pecho en el pecho indefenso.

¿Cómo pueden los dedos aterrados, débiles,

apartar de sus muslos la emplumada gloria?

¿Y cómo puede el cuerpo, tendido bajo aquella furia blanca,

no sentir los latidos de su extraño corazón?

Un estremecimiento en las entrañas engendra allí

el muro derruido, el techo y la torre quemados,

y a Agamenón muerto.

Tan impotente,

tan sometida a la brutal sangre del aire,

¿recibió el conocimiento además del poder

antes de que el pico indiferente la dejara caer?

Aquel poema contenía los fragmentos de Jessica Porter, Shauna Davidson y de la última desaparecida, a quien todavía no habían encontrado pero que probablemente estaba muerta, Marni Fischer. Vaya, eran unas imágenes muy poderosas, pero Whitney no era experta en literatura.

Fue hacia su escritorio y se sentó. No, Whitney no se había especializado en Literatura Inglesa. Aquélla era su hermana gemela, Quinn. Ashleigh Quinn Connolly Buckley, para ser exactos. Casada con Jonathan «Jake» Buckley III, era la perfecta dama del sur. Una extraordinaria anfitriona. Madre de dos de los dos niños más adorables del mundo, los mellizos, Julian y Jake Junior.

Whitney sintió una punzada de remordimiento. No había llamado a sus sobrinos desde hacía más de dos semanas. Quizá quisiera mantenerse alejada del peinado perfecto de su hermana, pero los niños eran otra cosa. Quinn no podría ser más distinta a Whitney ni aunque se lo propusiera. Durante toda su vida, las dos hermanas habían oído las mismas cosas, sobre todo desde su adolescencia. En aquel momento era cuando realmente habían desarrollado su personalidad.

Su madre siempre usaba sus nombres completos, en las conversaciones, cuando las llamaba, cuando hablaba de ellas. Sarah Whitney y Ashleigh Quinn, iban a ir al colegio aquel día. Sarah Whitney y Ashleigh Quinn iban a ir de campamento aquel verano. Sarah Whitney y Ashleigh Quinn, venid aquí ahora mismo. Al final, Sarah Whitney se había rebelado y había exigido que la llamaran sólo Whitney. Ashleigh Quinn la había secundado y había elegido Quinn. Había costado varios meses de discusiones, pero al final habían ganado las niñas. Se convirtieron en Whitney y Quinn, y sus personalidades divergieron con sus nombres.

Un pensamiento condujo a otro, y Whitney se dio cuenta de que también llevaba bastante tiempo sin saber nada de su hermano pequeño. Reese Connolly estaba tan alejado de su mundo la mayor parte del tiempo que a Whitney se le olvidaba que existía. Así era como ella quería que fueran las cosas. ¿Quién decía que las familias tenían que estar unidas?

Después de un momento de frustración, fue al frigorífico y sacó una lata de refresco, y sin querer, comenzó a recordar el pasado. Nunca se había recuperado por completo de la muerte de sus padres. En un instante, todo el confort y la estabilidad que había conocido desaparecieron. Una noche, los Connolly volvían a casa del Centro de Artes Escénicas de Tennessee, un camino que habían recorrido innumerables veces. En un choque brutal, dos personas cariñosas, alegres y felices fueron arrebatadas a su familia por un conductor ebrio. Aunque había ocurrido ocho años atrás, el tiempo no había mitigado la sensación de pérdida.

La paz que sus padres habían impuesto entre sus tres hijos no había perdurado. Los tres hijos se repartieron la fortuna de sus padres, pero la distancia crecía entre ellos más y más a medida que pasaban los años.

Whitney se dedicó a su trabajo, a construir una carrera profesional. Quinn hizo las veces de madre de Reese, y lo cuidó hasta su último año de instituto. Después, lo matriculó en la Universidad Vanderbilt. Quinn ya conocía entonces a Jake Buckley, y las cosas eran muy apasionadas entre ellos, pero Jake era un buen chico. Esperar a que el hermano pequeño de Quinn saliera de casa para poder casarse con ella no era un gran problema para él. El dinero de Quinn cimentaría su lugar en el mundo.

Al pensar en Reese, a Whitney se le revolvió el estómago. Incluso todos aquellos años después, todavía tenía resentimiento hacia él. Reese siempre había sido un niño excepcional, con unos dones de los que Whitney carecía. Era brillante, inteligente y voluntarioso. Había entrado en Vanderbilt cuando tenía quince años, había terminado el preparatorio en dos años y había comenzado la carrera de medicina inmediatamente después. En aquel momento, Reese estaba en el último año de residencia en psiquiatría.

Whitney recordó la última vez que lo había visto. No fue una reunión planificada. Se habían encontrado por casualidad en casa de Quinn. Él le había contado que iba a ir a un país desolado de Suramérica con un grupo para atender a la gente pobre. Qué aspiraciones tan nobles tenía el chico. Y sin embargo, Quinn lo miraba con los ojos húmedos de emoción, «qué oportunidad tan increíble, es tan joven», bla, bla, bla. El resentimiento podía durar toda una vida, Whitney lo sabía muy bien. Quinn lo entendía. No lo aprobaba, sólo lo entendía.

Quizá debiera llamar a su hermana. Miró el reloj. Seguramente, Quinn había terminado su partido de tenis, o estaba llevando a los mellizos al colegio, o lo que hiciera por las mañanas con todo su dinero y el de Jake.

Descolgó el auricular y marcó el teléfono móvil de su hermana. Respondió el contestador, con el acento perfectamente culto y sureño de Quinn, pidiéndole que dejara un mensaje. Whitney colgó sin decir nada, y sintió un alivio instantáneo. Lo intentaría de nuevo más tarde.

Tiró la lata de refresco vacía a la papelera y volvió a su despacho. Se sentó en el escritorio y sacó la carpeta sobre el Estrangulador del Sur. Quizá pudiera completar la información sobre su pasado. Estaba teorizando sobre muchas de las características del asesino, revisando todo lo que había recabado durante años sobre los secuestradores y asesinos en serie.

Trabajó con calma, y el tiempo pasó rápidamente. Cerró la carpeta, se estiró y decidió que iría al Starbucks a buscar un café. Vivía de su expreso. Entró en el salón y recogió su bolso, pero algo le llamó la atención en la pantalla del televisor.

Había un aviso de noticias en la pantalla. Habían encontrado a Marni Fischer.

Se sentó y subió el volumen. La periodista estaba diciendo que habían hallado el cadáver de Marni Fischer en la autopista 81, en Roanoke, Virginia. Roanoke. Hubo algo que comenzó a saltar en la mente de Whitney. Volvió rápidamente a su despacho y sacó de nuevo la carpeta, y leyó los nombres de las ciudades involucradas.

—Huntsville, Baton Rouge, Jackson, Nushville, Noble, Roanoke. Huntsville, Baton Rouge, Jackson, Nashville, Noble, Roanoke.

Se le aceleró el corazón. Con las manos temblorosas, sacó de nuevo sus notas y las copias de los poemas que había impreso de los correos electrónicos. Lo leyó todo sin dejar de jadear. Volvió a leerlo. Y una vez más. Entonces, lo supo. Supo quién era el Estrangulador del Sur.

Dejó las carpetas y sacó el móvil de su bolso. Al cuerno con el periodismo y con el trabajo de Nueva York. Tenía que advertir a su hermana.