Capítulo 14
Cuando Baldwin y Grimes llegaron al aparcamiento del hospital, Baldwin vio a un grupo de hombres de guardia en la esquina noreste. El asfalto negro irradiaba ondas de calor. Grimes paró el motor y salió del coche, y se acercó inmediatamente a un hombre de piel oscura, que llevaba la cabeza afeitada y tenía los hombros erguidos, en posición de autoridad. Baldwin lo clasificó como militar a diez metros de distancia. Siguió el camino de Grimes y tendió la mano para presentarse. Para su sorpresa, el sheriff le sonrió. Era más joven de lo que parecía inicialmente, y Baldwin dejó escapar un suspiro de alivio. Algunas veces, a la policía local no le hacía gracia que se inmiscuyera el FBI en sus casos, y algunas veces sí.
—Sheriff Terrence Pascoe —dijo el hombre, con una voz grave—. Usted debe de ser John Baldwin. Leí su artículo sobre la excitación que produce la ira en cierto tipo de asesinos, en el Boletín de las Fuerzas de Seguridad. Era estupendo. Me alegro de tenerlo aquí. Siento que haga tanto calor.
—Gracias, sheriff. No es peor que en Nashville en este momento del año. El agente Grimes me dijo que quieren llevarse el coche al depósito municipal. Le agradezco que nos haya esperado.
—No hay problema —dijo el sheriff, y le entregó una carpeta de papel marrón—. Aquí tiene las fotografías del escenario del crimen. No hay nada diferente, salvo que sacamos las llaves de debajo del coche para procesarlas. También hemos retirado el teléfono móvil de la desaparecida por si acaso recibe alguna llamada —dijo, y le tendió una bolsa de plástico transparente que contenía el móvil—. Ya está empolvado, así que lo tendré en mi poder hasta que se lo entregue al laboratorio de análisis de pruebas. No hemos obtenido nada más que las huellas de la desaparecida. Lo mismo puede decirse del coche. No hay otras huellas que no sean las de la desaparecida y de su prometido, lo cual no es sorprendente. Hemos hablado con él y le hemos dejado que se marchara a casa. Está rezando por recibir una llamada suya. Dudo mucho que esté involucrado en ello.
Quizá Noble fuera un pueblo pequeño y pobre, pero tenía un sheriff de primera clase. Baldwin asintió con agradecimiento, tomó la carpeta y miró las fotografías del escenario del crimen. El sheriff tenía razón. Aparte de las llaves bajo el coche, todo estaba exactamente igual.
Baldwin se sacó unos guantes de látex del bolsillo y entró en el pequeño BMW. Palpó los asientos, fijándose en que todo estaba perfectamente limpio y organizado. El interior del vehículo hablaba claramente sobre Marni Fischer. Se mantenía en forma. En el asiento trasero había una bolsa de deporte. Baldwin la examinó: pantalones cortos, camiseta, calcetines y zapatillas de correr. Un cepillo de pelo, un secador, pequeños frascos de champú y de gel, completaban el contenido de la bolsa. Había libros de medicina en el asiento, junto a la bolsa de deporte.
Baldwin siguió registrando el coche, pero no encontró nada fuera de lugar. Cuando abrió la guantera, un pedazo de papel cayó al suelo. Lo agarró cuidadosamente por los bordes y miró al sheriff.
—¿Han visto esto?
—No hemos tomado huellas, si es lo que está preguntando. Lo he leído; es sólo un poema. Pensé que se lo habría dado su novio.
Baldwin salió del coche y observó atentamente la nota. Era un poema de amor. Estaba mecanografiado en una hoja de papel blanco en la que no había nada más. A Baldwin no le sorprendió que el sheriff no le hubiera dado importancia; en circunstancias normales, nadie lo habría hecho. Sin embargo, Baldwin era un experto en la mente criminal, y sus sirenas se dispararon en cuanto leyó los versos.
Tan impotente,
tan sometida a la brutal sangre del aire,
¿recibió el conocimiento además del poder
antes de que el pico indiferente la dejara caer?
—Yeats —murmuró.
Grimes y el sheriff lo miraron con atención.
—¿De verdad crees que un poema puede ser importante en este caso? —le preguntó Grimes, ansioso, al darse cuenta de que podrían tener el primer avance, y no era gracias a él.
—Grimes, ¿encontrasteis poemas en los otros escenarios?
—No en los lugares donde aparecieron los cuerpos. No sé si alguien registró los objetos personales de las víctimas. ¡Mierda!
Sacó su teléfono móvil y marcó un número.
—Thomas, soy Grimes.
Baldwin supo a quién estaba llamando. Era Thomas Petty, el compañero de Grimes, que había llevado el comienzo de la investigación. Él había estado en el escenario del crimen de los dos primeros asesinatos.
Grimes comenzó a caminar en círculos.
—Todavía sigues en Alabama, trabajando en el caso de ese niño desaparecido, ¿verdad? ¿Tienes algún buen contacto que pueda hacer algo por nosotros? Bien, esto es lo que necesitamos: tienes que ponerte en contacto con la policía de Alabama, Luisiana y Misisipi. Que revisen los objetos personales de las chicas. Si tienen que llamar a las familias y visitar las casas, que lo hagan. Que busquen un papel con un poema. Exacto, poesía. Que busquen también en los coches de las chicas —dijo. Grimes estaba nervioso y angustiado. Baldwin podía leerlo en su cara: ¿Se le había escapado la pista más importante de la investigación?—. Sobre todo, en la guantera de los coches. Llámame en cuanto puedas.
Colgó y sacudió la cabeza.
—¿De verdad crees que esto es del asesino?
Baldwin asintió.
—Este tipo está jugando. No era probable que nos dejara colgando, sin nada con lo que seguir. El intercambio de manos es la primera pista. Veamos si esto es otra.
Sacó su libreta y copió los versos, aunque se sabía el poema de memoria. Era uno de los más fascinantes que conocía. Después le devolvió el papel al sheriff
—¿Podría pedir que saquen las huellas de esto, por favor?
—Por supuesto. Siento haberlo pasado por alto.
—Puede que yo esté confundido. Pero me parece raro que fuera de Marni.
—¿Por qué? —preguntó Grimes, perplejo.
—Una chica tan organizada, tan ordenada… Un papel perdido no es algo extraño en un coche típico, pero no creo que ella dejara esto por ahí en su guantera. Tiene toda su información separada en sobres, y no hay recibos sueltos ni desorden. No había ninguna otra cosa que estuviera fuera de su sitio.
El sheriff sacó una bolsa de plástico del maletín de instrumental y guardó la nota. Después se la entregó a uno de sus ayudantes. El hombre salió corriendo hacia su coche y se marchó.
—Lo sabremos pronto. Tengo a un chico listo en el laboratorio, que encontrará todo lo que haya que encontrar.
—Se lo agradezco —dijo Baldwin, y miró hacia el hospital. Hasta el momento, él único vínculo entre las chicas era la profesión que habían elegido. Si hubiera otras notas, entonces quizá pudieran tener algo.
—¿No hay nada extraño en casa de Marni Fischer? —preguntó.
—Nada. Sé que en los demás casos, las víctimas fueron sacadas de su domicilio. Sin embargo, parece que a Marni Fischer se la llevaron de aquí, cuando estaba entrando en su coche. Ahí tiene otra cosa más que considerar. Bueno, ¿necesitan algo más? Tengo que despejar el escenario y comenzar con la búsqueda. Sé que piensa que este tipo se la llevará fuera del estado, pero yo tengo que asegurarme.
El sheriff Pascoe estaba a punto de marcharse para poner en marcha su parte de la investigación. No había nada más que hacer allí. Baldwin le estrechó la mano y le agradeció su ayuda.
Grimes y él volvieron al pueblo en silencio. Grimes aparcó en el motel, y caminaron bajo un sol de justicia a comer algo y a planear sus próximos movimientos. Grimes estaba abatido, sin afeitar, y tenía los ojos enrojecidos. Se estaba tomando muy a pecho todo lo relacionado con aquel caso. Si Baldwin tuviera que evaluarlo desde el punto de vista psicológico, diría que Grimes estaba tambaleándose al borde del abismo.
Entraron en la Cafetería de Jo, un establecimiento con solera, bastante pequeño. Se sentaron en una mesa de metal cubierta con un laminado de formica. Se les acercó una mujer enorme, con unas trenzas que le llegaban a los hombros. Llevaba un uniforme de camarera impecable, que tenía bordado el nombre de Lurene sobre el pecho izquierdo. Les puso dos tazas ante la nariz, las llenó de café solo y fuerte y los miró.
—Buenos días —dijo Baldwin—. Nos gustaría…
—Deja que lo adivine, cariño. Un completo.
Se dio la vuelta hacia un hombre de ojos legañosos y de pelo entrecano que se veía por la ventana de la cocina.
—Eugene, dos platos completos.
Después los miró de nuevo.
—Avísenme si quieren algo más después de eso —dijo con una risa profunda que hizo sonreír a Baldwin. Ella le lanzó una sonrisa resplandeciente y se metió detrás del mostrador. Sabía que todos los ojos del local estaban clavados en ella. Quizá fuera una mujer grande, pero exudaba sensualidad.
Baldwin miró a Grimes, y le hizo gracia ver que su compañero tenía una mirada admirativa.
—Vaya mujer, ¿eh? —dijo, y al ver que Grimes se ruborizaba, soltó una carcajada.
La camarera volvió con dos platos llenos de comida. Tortitas, huevos revueltos, beicon, salchichas y una fuente de gachas suficiente para diez hombres. Para terminar había galletas colocadas en los bordes de los platos.
Baldwin volvió a reírse.
—Esto es un completo, ¿verdad?
—Sí, cariño, y si te dejas algo, te vas a enterar. Los dos tenéis aspecto de necesitar una buena comida.
Puso los platos sobre la mesa y les llevó mermeladas y más café. Miró a Baldwin a los ojos y le dijo:
—Cariño, ¿has venido por lo de esa monada de doctora que ha desaparecido?
—Sí, señora, los dos —dijo Grimes, mirando a Baldwin, con la esperanza brillándole en los ojos. Llamar señora a una camarera era como rogarle «Por favor, dígame todo lo que sepa». Y ella lo complació.
—¿Sabéis? Venía aquí muy a menudo. Tenía debilidad por las tortitas de mi Eugene. Decía que eran las mejores que había comido en su vida —dijo, y arqueó una ceja—. Todavía no las habéis probado.
Baldwin se metió un pedazo esponjoso en la boca y lo masticó. Era celestial. Marni no se equivocaba en cuanto a las tortitas de Eugene, y él se lo dijo a Lurene.
Ella asintió con seriedad.
—Tiene un secreto y no quiere decírmelo. Tenemos este lugar desde hace veinte años, y todavía no ha querido decirme lo que les pone.
Grimes miró a Baldwin con una expresión suplicante. «Haz que hable», le pidió. Quizá aquélla fuera la mejor información que pudieran conseguir.
—Lurene, ha dicho que Marni Fischer venía a menudo. ¿Cuándo la vio por última vez?
—El viernes por la mañana. Siempre venía antes de trabajar los viernes. Decía que era su lujo de la semana. Chico, esa muchacha comía bien. Siempre comía lo que estáis tomando vosotros, terminaba todo el plato y normalmente pedía más galletas. Son una receta mía.
Baldwin captó la indirecta y se comió una. Se quedó asombrado. Nunca había comido algo tan rico. Y habiéndose criado en el sur, eso era decir mucho. Le hizo un cumplido a Lurene y ella ronroneó, prácticamente. Baldwin pensó que Eugene debía de tener mucho con lo que entretenerse.
—Así que vio a Marni el viernes. ¿No vino el sábado?
—No, cariño, no vino.
—¿Y recuerda si vino alguien desconocido el viernes? ¿Un hombre?
—Cariño, aquí vienen muchos extraños. Vino un chico, un niño muy mono al que nunca había visto. Debía de tener diecisiete o dieciocho años. No era mayor de edad, eso seguro. Pensé que había venido aquí mientras su madre tenía alguna cita, o algo así.
—¿Qué aspecto tenía?
Dieciocho años era una edad mucho menor de la que Baldwin hubiera pensado para el asesino, pero no estaba de más preguntar.
—Era un chico guapo, con el pelo oscuro, como el tuyo. No me acuerdo mucho de su cara. Sólo un chico guapo. Entró, comió y se marchó. Estuvo aquí unos veinte minutos, como mucho. No se entretuvo como vosotros —dijo, y guiñó un ojo—. Siento lo de esa chica, me caía muy bien. Y ahora, terminad el desayuno, ¿de acuerdo?
Volvió a servirles café y se alejó. Ellos comieron todo lo que pudieron, y Grimes, sabiamente, terminó sus huevos revueltos con la última galleta. Se levantaron y fueron a pagar, pero Lurene los despidió agitando la mano.
—Vosotros encontrad a esa chica, ¿de acuerdo?
—Haremos todo lo posible, señora. Muchísimas gracias por ese maravilloso desayuno.
A escondidas, Baldwin metió un billete de veinte dólares bajo un salero del mostrador y, después, los dos salieron a la calle desierta.
Se sentaron en la habitación de Baldwin, a esperar. Al menos, Baldwin se sentó, y pensó en lo joven que podría ser realmente el asesino. Un chico… eso no encajaba. El tipo era demasiado organizado, tenía demasiada movilidad como para ser tan joven. Necesitaba tener su propia casa, su propio coche y bastante dinero en efectivo para circular por todo el Sureste del país. No, eso no encajaba.
Grimes se paseaba de un lado a otro. Un miembro de su equipo lo había llamado unos minutos antes. Habían registrado el apartamento de Shauna Davidson y habían encontrado un poema en el cajón de su escritorio. Baldwin leyó y releyó los versos que le dio Grimes.
¿Cómo pueden los dedos aterrados, débiles,
apartar de sus muslos la emplumada gloria?
¿Y cómo puede el cuerpo, tendido bajo aquella furia blanca,
no sentir los latidos de su extraño corazón?
Aquello no era nada bueno. Baldwin cerró los ojos para no ver a Grimes caminando sin cesar. No dejaba de oír sus pasos arrastrados por la moqueta sintética del motel.
Cuando Grimes daba la última vuelta, sonó el teléfono. El agente miró a Baldwin.
—Por fin —dijo, y abrió su móvil—. Aquí Grimes.
Escuchó, y después fue a tomar un bolígrafo y una libreta para escribir. Garabateó furiosamente, asintiendo durante unos minutos. Después colgó y miró a Baldwin de nuevo.
—Lo he estropeado todo, ¿eh?
La admisión del error por parte de Grimes era sorprendente. Desde el principio, en su relación había habido un trasfondo de animosidad, y sin embargo, allí estaba, dispuesto a confesar todos sus errores, a ser absuelto por el único hombre al que no quería en la investigación. Baldwin no podía justificar aquel error garrafal, pero podía entenderlo.
—Grimes, has estado tratando con tres policías diferentes en tres estados. Mucha gente, y situaciones de alto estrés. A cualquiera se le habría pasado.
—Pero a ti no —dijo él—. Verás, no estoy en mi mejor momento con esto. He tenido algunos problemas en casa, y estaba pensando en retirarme, en devolver la placa y llevar una vida de verdad —la melancolía de su tono de voz era alarmante—. Debería retirarme del caso. Podía haberlo reventado. Quizá hubiera podido salvar a una de esas chicas.
Baldwin le dio una palmada en el hombro.
—Eh, yo no encontré en Nashville la nota asociada al asesinato de Shauna Davidson —le dijo, y esperó a que Grimes lo mirara a los ojos—. Escucha, necesito que mantengas la cabeza clara y que te concentres en el juego. Sí, fue un error, un gran error. Pero tenemos que avanzar, ¿de acuerdo? Te quiero en este caso. Léeme lo que han encontrado.
Grimes asintió, tragando saliva.
«Jesús, —pensó Baldwin—. Justo lo que necesitaba».
Grimes sacudió la cabeza y carraspeó.
—Está bien. Veamos que sacas de éste.
—¿Más poesía? —preguntó Baldwin, y sintió que se le aceleraba el corazón. Su instinto había acertado.
—Sí. Las notas estaban ahí todo el tiempo. Cada una de las chicas tenía una entre sus cosas. Según Petty, la de Lernier y la de Palmer estaban en sus bolsas de deporte, y la de Jessica Porter estaba en su agenda. No las vimos. Dios, ¿cómo se nos pudo pasar algo así? Dios, he echado a perder todo el caso.
Grimes había vuelto a compadecerse a sí mismo, y Baldwin se estaba impacientando.
—Grimes, los poemas.
—Sí, sí. Voy a leértelos. ¿Preparado?
—Sí, adelante.
—Éste estaba en el coche de Susan Palmer —dijo, y leyó los versos en voz alta.
Una mujer perfecta,
noblemente planeada para advertir,
para consolar,
para ordenar.
No obstante, siempre un espíritu,
y resplandeciente con una luz angelical.
Baldwin apuntó y asintió, murmurando para sí.
—Wordsworth. Muy bien, el siguiente.
—Es el de Jeanette Lernier. Allá va.
Una criatura no demasiado brillante ni excelente
para el sostén cotidiano de la naturaleza humana.
Para los dolores fugaces, los pequeños engaños.
La alabanza, el reproche, el amor, los besos,
las lágrimas y las sonrisas.
Baldwin sonrió.
—Es otra estrofa del mismo poema. ¿Y qué encontraron en la agenda de Jessica Porter?
Grimes pasó una página de su libreta.
—Jessica, Jessica… aquí está.
Un golpe súbito: las grandes alas todavía baten
sobre la joven aturdida, las oscuras membranas
le acarician los muslos, siente su pico en la nuca,
y la opresión de su pecho en el pecho indefenso.
—¿Es el mismo poema? —preguntó Grimes.
—No, éste es de Yeats. Excelente poeta, Yeats —dijo, y extendió la mano hacia el cuaderno de Grimes—. Deja que los vea.
Grimes le dio la libreta, y Baldwin volvió a leer los versos.
—Las estrofas de Jessica, Shauna y Marni son de Leda y el cisne, de William Butler Yeats. Los de Jeanette y Susan son del poema de William Wordsworth, Ella era un fantasma del gozo. Nuestro asesino sabe algo de los clásicos.
Grimes se rascó la cabeza.
—Y parece que tú también. ¿Pero qué significa?
—Verás, ése es el problema. Significa cosas diferentes para cada uno. Lo que me preocupa es la estrofa de Marni. «Tan impotente, tan sometida a la brutal sangre del aire… el pico indiferente…». Cuando el asesino comenzó, con Susan, Jeanette y Jessica, trabajaba mucho. Las acechó, se tomó su tiempo, las sedujo. Ahora está empezando a apresurar las cosas, moviéndose demasiado deprisa como para involucrarse emocionalmente con sus víctimas. Esas chicas sólo son un medio para conseguir un fin, no un objeto merecedor de adoración y deseo. Y si se vuelve indiferente a su situación, entonces vamos a ver un aumento de la violencia. Leda y el cisne se reconoce clásicamente como un poema de violación, un poema violento. A Marni le ha correspondido la mención de la sangre, y no me sorprendería si no sufriera algún tipo de brutalidad más severa que la que han sufrido las demás chicas. Pero sólo estoy haciendo suposiciones, Jerry.
Grimes se había metido las manos en los bolsillos y tenía la cabeza agachada.
—Yo no habría sabido todo eso. No fui muy bueno en el colegio.
Baldwin respiró profundamente.
—Creo que será mejor que nos reagrupemos. Que tengas un poco de tiempo para recuperarte. Y que yo tenga algo de tiempo para pensar en esto.