LXI
DEL BRAZO POR EL PUERTO
Nos quedamos en aquella vieja madriguera llena de alquitrán, convertidos en los únicos habitantes del barco vacío, aparte del oficial y las ratas.
Por fin, Harry fue a su baúl, sacó unos pocos chelines y propuso que bajásemos a tierra y volviéramos con un poco de comida para cenar en el castillo de proa. Como no había gran cosa que fuese comestible en las tiendas insignificantes de los muelles, compramos varios pasteles, unas rosquillas y una botella de cerveza de jengibre, y así provistos nos alegramos mucho. Pues, con la boca casi curtida y arrugada por el constante sabor de la ternera en salazón, aquellos pasteles y rosquillas nos parecieron deliciosos. Y la cerveza de jengibre, ¡una bebida de dioses! La he reverenciado desde entonces.
Esa noche nos quedamos despiertos hasta muy tarde, convencidos, sin la menor sombra de duda, de que, como los reyes de la tierra, éramos los señores de nuestras guardias nocturnas, y de que ningún «¡En pie los de la guardia de babor!» volvería a despertarnos.
—¡Podemos dormir toda la noche de un tirón!, piénsalo, Harry, amigo mío.
—Sí, Wellingborough, la idea de que ahora puedo dormir cuanto me plazca bastaría para quitarme el sueño para siempre.
Nos levantamos por la mañana temprano y nos desnudamos hasta la cintura para lavarnos a conciencia antes de bajar a tierra.
—Nunca me quitaré estas malditas manchas de alquitrán de los dedos —gritó Harry, frotándolas con fuerza con un poco de estopa empapada en espuma de jabón—. ¡No! No salen, estoy perdido. ¡Mira mi mano, Wellingborough!
Ciertamente, era triste de ver. Todas sus uñas, como las mías, estaban teñidas de un tono oscuro y rojizo, como si fuesen trocitos de concha de tortuga.
—No te preocupes, Harry —le dije—, ya sabes que las damas de oriente se pintan las uñas con un pigmento dorado.
—Por Pluto —gritó Harry—, que, si de eso se trata, yo me pintaré los brazos hasta los sobacos. Pero, da igual, juraré que acabo de llegar de Persia, muchacho.
Luego nos vestimos con nuestras mejores galas y bajamos a tierra; enseguida llevé a Harry a la taberna del Pavo en Fulton Street, regentada por un tal Sweeny y famosa por su Souchong barato y sus estupendos pasteles de trigo sarraceno.
—Bueno, caballeros, ¿qué van a comer? —nos dijo un camarero al sentarnos a la mesa.
—«¡Caballeros!» —me susurró Harry—. «¡Caballeros!». ¿Lo has oído? Desde luego, Redburn, nadie nos hablaba así en el viejo Highlander. Por Dios, que empiezo a sentirme mejor. Café y bollos calientes —añadió, cruzando las piernas como un lord—, y, oiga, a la vuelta, tráiganos también un filete de venado.
—No tenemos, caballeros.
—Huevos con jamón —sugerí relamiéndome por el recuerdo de ese plato, que había probado antes en la taberna del Pavo. Así que tomamos huevos con jamón, y café y una tostada imperial. Pero ¡la mantequilla!—. Harry, ¿habías probado antes una mantequilla como ésta?
—No digas nada —respondió, mientras se untaba la décima tostada—. Voy a poner una lechería y viviré con este sabor el resto de mi vida.
Dimos cuenta de un desayuno inolvidable, pagamos garbosamente la cuenta y salimos a la calle como dos galeones repletos de oro de Acapulco rumbo a España.
—Y ahora —dijo Harry—, guíame y echémosle un vistazo a los Estados Unidos. Estoy dispuesto a pasear de Maine hasta Florida, a vadear los Grandes Lagos y a cruzar el río Ohio, si nos queda de camino. Vamos, toma mi brazo y guíame.
La verdad es que sufrió un cambio tan extraordinario en su actitud que me recordó a cuando partimos hacia Londres desde la pensión del Anda Dorada, en Liverpool.
Estaba de un humor excelente, cosa que me tenía muy sorprendido, considerando lo vacíos que tenía los bolsillos y que era extranjero en el país.
A mediodía ya había elegido su pensión, una casa particular, donde no cobraban mucho por el alojamiento y no gastaban mucho en la carnicería.
Aquí, por fin, lo dejé para que fuese a recoger su baúl al barco, mientras yo iba al centro a ver a mi viejo amigo el señor Jones y a averiguar lo ocurrido en mi ausencia.
Con una mano, el señor Jones estrechó la mía con mucha cordialidad y con la otra me entregó unas cartas que leí con impaciencia. Su contenido me obligaba a partir de inmediato a casa, y enseguida corrí a buscar a Harry para contárselo.
Es raro, pero las pocas horas que Harry había pasado solo, rodeado de caras y calles desconocidas, habían obrado un profundo cambio en su semblante. Era una criatura que se movía por impulsos repentinos. Al quedarse solo, las calles parecían haberle recordado que no tenía amigos, y lo encontré con la mirada triste y hurgándose el bolsillo con la mano derecha.
—¿Dónde comeré dentro de una semana? —dijo en voz baja—. ¿Qué voy a hacer, Wellingborough?
Y, cuando le respondí que a la tarde del día siguiente tendría que abandonarlo, todavía pareció deprimirse más. Traté de animarlo como pude, aunque yo también necesitaba que me animasen un poco, por mucho que hubiera vuelto a casa. Pero dejemos eso.
El caso es que yo tenía un joven conocido en la ciudad, bastante mayor que yo, que se llamaba Goodwell y era muy buena persona. En los últimos tiempos había trabajado como oficinista en una gran casa comercial de South Street, y se me ocurrió la idea de presentarle a Harry para que le procurase un empleo. Así que se lo propuse a mi amigo y los dos fuimos a ver a Goodwell.
Noté que le impresionaba la apostura de mi compañero, y, cuando le expliqué su situación, me prometió en privado que haría lo posible por él, aunque, según dijo, corrían malos tiempos.
Esa noche, Goodwell, Harry y yo deambulamos por las calles: Goodwell gastando su dinero con generosidad en los bares de ostras, Harry aludiendo sin parar a los clubes londinenses y yo contribuyendo en menor medida a la diversión general.
A la mañana siguiente, fuimos a tratar de negocios.
Yo no contaba con que el salario de marinero fuese tan cuantioso que me permitiese jubilarme con los beneficios de mi primer viaje, pero aun así pensé que me vendrían bien unos cuantos dólares. Los dólares son algo valioso y no conviene despreciarlos cuando se los deben a uno. Así que, como habían fijado la segunda mañana después de nuestra llegada para pagar a la tripulación, Harry y yo nos presentamos a bordo con los demás. Nos dijeron que entrásemos en el camarote y, una vez más, me encontré, tras un intervalo de cuatro meses o más, rodeado de caoba y madera de arce.
Sentado en un lujoso sillón, detrás de un escritorio reluciente, estaba el capitán Riga, vestido con el traje que se ponía cuando se alojaba en el City Hotel y con un aspecto tan autoritario como el primer lord del Almirantazgo de Inglaterra. Los marineros esperaban sombrero en mano formando un semicírculo delante de él, mientras el capitán sujetaba la documentación del barco en una mano y, uno por uno, iba llamándolos por su nombre, para —¡hermosa visión!— pagarles su sueldo con manoseados billetes de banco.
La mayoría cobraron menos de diez; unos cuantos, veinte; dos, treinta dólares y el viejo cocinero, cuya piedad le había ayudado a no incurrir en los excesivos gastos de la mayor parte de los marineros, y que además no había pedido ningún anticipo, cobró la hermosa suma de setenta dólares como salario.
¡Siete billetes de diez dólares! Cada uno de ellos, tal como calculé entonces, valía exactamente cien monedas de diez centavos, lo que equivalía a mil centavos, que a su vez eran divisibles en fracciones. De modo que ahora era poseedor de una fortuna de setenta mil décimos de centavo. Sólo setenta dólares, después de todo, pero siempre me ha parecido que contar las cantidades en pequeñas sumas fraccionadas es mejor para hacerse idea de su magnitud que ocultar su inmensidad en valores como los doblones, los soberanos o los dólares. Quién no preferiría tener 125 000 francos en París que sólo 5000 libras en Londres, aunque el valor intrínseco de ambas sumas, en números redondos, venga a ser casi el mismo.
Con un taconazo y una reverencia como sólo la puede hacer un negro, el viejo cocinero se marchó con su fortuna, y no tengo la menor duda de que la invirtió enseguida en un gran bar de ostras.
Los demás marineros, después de contar con cuidado su dinero y de comprobar que todo estaba en orden y que no había ningún billete roto, en cuyo caso habrían pedido otro, pues los marineros conocen sus derechos y no se dejan timar ni engañar, al menos cuando vuelven a ser libres y el viaje ha terminado, también se despidieron, dejándonos a Harry y a mí cara a cara con el pagador general del ejército.
Nos quedamos allí un rato, tratando de parecer muy educados, y esperando oír nuestros nombres en cualquier momento, pero no oímos nada, mientras el capitán apartaba los papeles a un lado, encendía un puro muy aromático, cogía el periódico matutino —creo que era el Herald—, pasaba una pierna sobre el brazo del sillón y se sumergía en la lectura de las últimas noticias de todas partes del mundo.
Yo miré a Harry y él me miró a mí, y luego ambos miramos perplejos a aquel incomprensible capitán.
Por fin, Harry tosió un poco y yo arrastré los pies para llamar aún más su atención.
El pagador general alzó la mirada.
—¿Y bien? ¿De dónde salen ustedes? ¿Quiénes son, si me permiten? ¿Y qué es lo que quieren? Despensero, muéstreles a estos caballeros por dónde se sale.
—Quiero mi dinero —dijo Harry.
—No me ha pagado mi salario —dije.
El capitán se echó a reír, ¡oh!, sí, casi se parte de risa; aspiró una larga bocanada de humo, apartó el cigarro y se sentó de lado mirándonos, dejando que el vapor saliera lentamente de su boca formando hilillos y espirales.
—Por mi alma, caballeros, que me sorprenden ustedes. ¿Están sus nombres inscritos en el Directorio de la ciudad? ¿Traen ustedes cartas de presentación?
—¡Capitán Riga! —gritó Harry furioso por su descaro—. Yo se lo explicaré, capitán Riga, no crea que va a salirse con la suya… ¿Dónde está el dinero?
—¡Capitán Riga! —añadí yo—. ¿No recuerda que, hace unos cuatro meses, mi amigo el señor Jones y yo tuvimos una conversación con usted en este mismo camarote en la que acordamos que me embarcaría en su barco y cobraría tres dólares al mes en pago por mis servicios? Pues bien, capitán Riga, me embarqué y ya he vuelto, y ahora, señor, le estaré muy agradecido si me paga.
—Ah, sí, lo recuerdo —respondió el capitán—. ¡El señor Jones! ¡Ja, ja, ja! Recuerdo al señor Jones, un caballero muy educado, y, espere…, a usted también: es usted el hijo de un rico importador francés, y… déjeme pensar…, ¿no tenía un tío abuelo que era barbero?
—¡No! —rugí yo.
—Bueno, bueno, señor, le ruego que me perdone. Despensero, traiga unas sillas para estos caballeros… Siéntense, se lo ruego. Y hora veamos. —Revolvió sus papeles—. ¡Hum, hum!, sí, aquí está: Wellingborough Redburn, a tres dólares al mes. Pongamos cuatro meses, lo que suma un total de doce dólares, menos tres dólares que le adelanté en Liverpool…: son nueve dólares; menos los tres martillos y las dos espátulas que se le cayeron a usted por la borda…: son cuatro dólares y medio. Le debo a usted cuatro dólares y medio, ¿no es así, caballero?
—Eso parece —respondí atónito.
—Y ahora veamos lo que me debe usted a mí y así podremos cuadrar las cuentas, monsieur Redburn. —«¡Deberle yo a él!», pensé, «no le debo más que rencor», pero me las arreglé para ocultar mi resentimiento y enseguida añadió—: Al ausentarse del barco en Liverpool, renunció usted a su salario, que ascendía a doce dólares, y puesto que se le han adelantado, en efectivo, en martillos y en espátulas, siete dólares con cincuenta centavos, me debe usted exactamente esa suma. Ahora caballero, le estaré muy agradecido si me paga. —Y extendió la palma de la mano abierta por encima del escritorio.
—¿Le salto encima? —susurró Harry.
Aquel anuncio tan imprevisto del estado de mis cuentas con el capitán Riga me dejó estupefacto, y empecé a comprender por qué había pasado por alto hasta entonces mi ausencia del barco, cuando Harry y yo fuimos a Londres. Pero, después de pensarlo un minuto, comprendí que no podía hacer nada, así que le respondí que era muy libre de presentar una denuncia si quería, porque estaba arruinado y no podía pagarle, y me di la vuelta para marcharme.
Aquel hombre tenía el estómago de dejar marchar a un pobre muchacho sin pagarle ni un céntimo después de haberlo explotado como un esclavo a bordo de su barco más de cuatro meses mortales. Pero el capitán Riga era un soltero de costumbres muy caras y tenía que pagar la cuenta del vino en el City Hotel. No podía permitirse ser generoso. Que le aprovechen sus cenas.
—Señor Bolton, tengo entendido —dijo el capitán inclinándose insulsamente hacia Harry— que usted también se embarcó a cambio de un sueldo de tres dólares al mes y que cobró un mes de adelanto en Liverpool; llegar a puerto nos ha costado cerca de un mes y medio, así que sólo le debo a usted un dólar y medio. Aquí lo tiene, señor Bolton. —Y le entregó seis monedas de dos chelines.
—¡Y así —dijo Harry, adoptando una actitud trágica— es como paga mis largos y fieles servicios! —Luego, echó con desprecio las monedas sobre el escritorio y exclamó—: ¡Ahí tiene, capitán Riga, puede quedarse con su calderilla! Ha estado en su bolsa y me daría urticaria quedármela. Que tenga muy buenos días.
—Buenos días, caballeros; por favor, vuelvan en otra ocasión —dijo el capitán, guardando con frialdad las monedas. Su educación, cuando estaba en puerto, era inexpugnable.
Al salir del camarote, le reproché a Harry su imprudencia al despreciar su salario, por muy menguado que fuese, le rogué que recordase su situación y le insinué que cualquier penique que consiguiera sería precioso para él. Pero se limitó a decir: «¡Bah!», y no hubo más que hablar.
Una vez fuera, nos encontramos con que los marineros se habían reunido en la cubierta del castillo de proa y estaban discutiendo algo con mucha seriedad, mientras varias carretas en el puerto cargadas con sus baúles estaban a punto de partir a las pensiones del norte de la ciudad. Por el aspecto de nuestros camaradas noté que estaban planeando alguna diablura, y así resultó ser.
El caso es que, aunque el capitán Riga no había cometido ninguna ofensa concreta contra los marineros, sus infinitas mezquindades, como, por ejemplo, reducirles la ración diaria de pan y ternera, aparentando no saber nada del asunto y sin discutirlo antes con ellos, y otras vilezas parecidas, le habían granjeado la enemistad de toda la tripulación, que hacía ya mucho tiempo que lo había bautizado con un nombre impronunciable que expresaba bien a las claras su desprecio.
El viaje había terminado, y por lo visto lo que estaban discutiendo en el castillo de proa era cómo podrían despedirse de un modo que dejase claro lo que sentían todos por su hasta entonces dueño y señor. Necesitaban un símbolo claro de esas emociones, una prueba inconfundible que le demostrase al capitán Riga sus sentimientos del modo más evidente posible.
Parecía una reunión de los miembros de una compañía comercial, la víspera de la próspera disolución de la empresa, en la que los subordinados, movidos por la más pura gratitud a su presidente, o jefe, estuvieran votando regalarle una jarra de plata como muestra de respeto. Era, repito, algo muy parecido… aunque con una diferencia material, como se verá ahora.
Por fin, después de decidir el modo preciso en que se llevaría a cabo, eligieron a Blunt, el «cockney irlandés», para avisar al capitán. Llamó a la puerta del camarote y, con mucha educación, le pidió al despensero que informara al capitán Riga de que en el muelle había unos caballeros que querían verlo; luego volvió con sus camaradas.
Al poco rato, el capitán salió del camarote y se encontró con que los supuestos caballeros estaban sobre las amuradas que daban al muelle. Al verlo aparecer, se dieron la vuelta de pronto y le ofrecieron la espalda con un movimiento que era un educado saludo a cualquiera que estuviese delante, pero un insulto abominable a todos los que estuviesen detrás; luego dieron tres gritos y bajaron de un salto del barco.
Fiel a su imperturbabilidad mientras estaba en puerto, el capitán Riga se limitó a llevarse la mano al sombrero, sonreír de forma insulsa y volver muy despacio al camarote.
Deseosos de asistir a las últimas andanzas de aquella peculiar tripulación, tan inteligente en tierra y tan cobarde en alta mar, Harry y yo los seguimos por el muelle hasta que entraron en una taberna marinera, llamada poéticamente Los Destellos, y echaron el ancla delante de la barra. El tabernero, un hombre de mandíbula prominente, se apresuró a pasar tras ella, entre sucias frascas y botellas viejas. Sabía muy bien, por su aspecto, que sus clientes estaban «forrados» y que gastarían el dinero con prodigalidad, como, de hecho, hacen la mayoría de los marineros cuando acaban de cobrar.
Fue una escena conmovedora.
—Bueno, muchachos —dijo por fin uno de ellos—, supongo que no volveremos a vernos. ¡Vamos, empinemos el codo de una vez y bebamos por nuestro último viaje!
Al oírlo, el tabernero colocó unos vasos sobre la barra, descorchó unas cuantas botellas y se las acercó con deferencia a los marineros como si dijera: «Honorables caballeros, yo no soy quien para racionarles la bebida… Háganme el honor de servirse ustedes mismos».
Y así lo hicieron, un buen trago en cada vaso, luego se pusieron en fila y los vaciaron; se estrecharon la mano tres veces y luego desaparecieron de dos en dos por varias puertas, pues Los Destellos estaba en una esquina.
Si la vida de cualquiera está llena de saludos y despedidas y por cada «¿Cómo estás?, sé bienvenido muchacho…» se oye un «Adiós, que Dios te bendiga…», los marineros son quienes más manos estrechan y más sombreros agitan. Ahora están aquí y ahora allí, siempre cambiando de sitio, y van de aquí para allá como algas sin raíces.
Después de estrecharnos la mano, nuestros camaradas se fueron y Harry y yo nos quedamos en la esquina hasta que se fue el último de todos.
—Se han ido —dije.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Harry.