XXII
EL HIGLANDER PASA JUNTO A LOS RESTOS DE UN NAUFRAGIO
Estábamos aún en los bancos cuando se desató una terrible tormenta como jamás había visto o imaginado. La lluvia caía a manta como si fuera una cascada, los imbornales casi no daban abasto para desaguar la cubierta y teníamos que bracear las vergas con el agua hasta las rodillas mientras todo flotaba a nuestro alrededor como astillas en un muelle.
La violenta lluvia fue el preludio de un fuerte chubasco para el que nos preparamos debidamente reduciendo el trapo y tomando rizos dobles a las gavias.
El tornado llegó por fin con la furia de una manada de caballos desbocados huyendo de una pradera en llamas. Pero, después de cabecear y encogerse un poco ante él, el Highlander logró dejarlo atrás y siguió avanzando con la proa hundida en el agua, surcando unas olas blancas como la leche y dejando una franja de espuma iluminada en su estela.
Fue una escena terrible y la observé atónito conteniendo el aliento. El movimiento del barco era tan violento que apenas me tenía en pie. Y, mientras daba tumbos de aquí para allá, los marineros se burlaban de mí y me decían que vigilase, no fuese a volcar el barco, y me aconsejaban coger un bichero y hacer palanca metiéndolo en los imbornales para compensar las sacudidas. No obstante, yo había espabilado lo bastante para no hacer caso de tan absurdas sugerencias, aunque no dejaron de hacerlas en toda la travesía.
Pasada la tormenta, tuvimos buen tiempo hasta llegar al mar de Irlanda.
La mañana siguiente a la tormenta, cuando el mar y el cielo volvieron a ser azules, el vigía avisó de que había restos de un naufragio a sotavento. Arribamos hacia allí con todas las miradas puestas en él y el capitán subió a la cofa de la mesana con su catalejo. Poco después, pasamos lentamente a su lado.
Era un espectáculo siniestro: una goleta desmantelada y casi hundida que debía de llevar a la deriva varias semanas. Las bordas casi habían desaparecido y, aquí y allá, se alzaban los candeleros y el codaste y partían en dos las olas que rompían sobre la cubierta casi al nivel del mar. El trinquete estaba roto a menos de un metro de la base y los restos astillados parecían el tocón de un pino tirado en medio de un bosque. Cada vez que los restos asomaban entre las olas se veía la escotilla principal abierta, pero enseguida volvía a llenarse y a sumergirse con un gorgoteo a medida que entraba en ella el agua.
En lo alto del tocón del palo mayor, a unos tres metros de la cubierta, había clavado algo parecido a una manga: supusimos que eran los restos de una chaqueta que debió de clavar allí la tripulación como señal y que el viento había hecho jirones.
Atados e inclinados sobre el coronamiento, había tres objetos oscuros y verdosos que se movían al ritmo de las olas, pero por lo demás estaban inmóviles. Vi que el capitán apuntaba hacia ellos con su catalejo y por fin le oí decir: «Deben de llevar mucho tiempo muertos». Eran marineros que se habían atado al coronamiento para no ahogarse y habían muerto de hambre.
Lleno de curiosidad por la terrible escena, pensé que el capitán mandaría arriar un bote para dar sepultura a los muertos y tratar de averiguar algo de la goleta. Pero no nos detuvimos y seguimos nuestro rumbo sin saber siquiera su nombre, aunque todos supusieron que se trataba de un barco maderero de New Brunswick.
A los marineros no pareció sorprenderles que el capitán no enviara un bote al barco hundido, pero los pasajeros de la antecámara se indignaron y dijeron que era una barbaridad. Por mi parte, no pude sino sorprenderme de su indiferencia, aunque mi experiencia posterior en el mar me ha enseñado que esa conducta es la habitual, a menos, claro, que pueda salvarse alguna vida.
Así que seguimos navegando y dejamos la goleta a la deriva: un jardín para las lapas y los percebes y un teatro para los tiburones.
—Miradlo —dijo Jackson, asomándose tosiendo por encima de la borda—, miradlo bien, es un ataúd de marineros. ¡Ja, ja! Buttons —dijo volviéndose hacia mí—, ¿qué te parece? ¿Te gustaría navegar con esos muertos? ¿No sería divertido? —Y luego trató de echarse a reír, pero sólo pudo volver a toser.
—No te burles de esos desdichados —dijo Max, con gesto grave—, sólo ves sus cuerpos, pero sus almas están más lejos que el cabo de Buena Esperanza.
—¡De Buena Esperanza, de Buena Esperanza! —chilló Jackson, con una horrible sonrisa, burlándose del holandés—, para ellos ya no queda esperanza, amigo mío, se han ahogado y están tan muertos como lo estaremos tú y yo, Red Max, una de estas noches oscuras.
—No, no —dijo Blunt—, todos los marineros se salvan: aquí abajo hay muchos chubascos, pero arriba hace siempre buen tiempo.
—¿Y eso lo has sacado de tu estúpido libro de los sueños, griego? —aulló Jackson entre toses—. A mí no me hables del cielo… Es mentira, lo sé, y quienes creen en él son unos estúpidos. ¿Es que piensas, griego, que te está esperando el cielo? ¿Crees que te dejarán entrar en él con las manos llenas de alquitrán y la cabeza grasienta? Calla de una vez. Cuando un tiburón te trague uno de estos días descubrirás que, al morir, sólo vas de una galerna a otra, ¡recuérdalo, cockney irlandés! Sí, te tragará igual que te tragas tú tus píldoras: me encantará ver cómo se traga el barco entero el maelstrom noruego, como una caja entera. ¡Eso sí que será una buena dosis de sales! —Y luego se marchó con la mano en el pecho y tosiendo como si hubiera llegado su última hora.
Día tras día, Jackson parecía ponerse peor, tanto de cuerpo como de espíritu. Raras veces hablaba, como no fuese para contradecir, ridiculizar o maldecir, y, aunque la cara se le iba volviendo cada vez más delgada, sus ojos daban la impresión de brillar más que nunca, como si fuera a morirse por fin y a dejarlos ardiendo como candelas delante de su cadáver.
Aunque jamás había asistido a la iglesia, pese a que no sabía nada del cristianismo —lo conocía tanto como un pirata malayo— y a que era incapaz de leer una sola palabra, era un ateo espontáneo y un blasfemo; y, durante las largas guardias nocturnas se enzarzaba en discusiones tratando de demostrar que no había nada en lo que creer, nada a lo que amar y nada por lo que valiera la pena vivir, sino que había que odiarlo todo en este mundo. Era un horrible forajido; e igual que un indio salvaje, a quien se parecía por la piel cobriza y los pómulos marcados, denigraba por igual el cielo y la tierra. Era como llevar a Caín a bordo con su inescrutable maldición grabada en el ceño cetrino y dedicado a corromper y chamuscar cualquier corazón que latiera a su lado.
Sin embargo, el sufrimiento de aquel hombre parecía aún mayor que su maldad, y su maldad daba la impresión de brotar de ese mismo sufrimiento, y, a pesar de ser tan horrible, de vez en cuando había algo en sus ojos que era indescriptiblemente lastimoso y conmovedor, y, aunque hubo momentos en los que casi llegué a odiar a Jackson, jamás he compadecido a nadie tanto como a él.