XVI

LO MANDAN EN PLENA NOCHE A LARGAR EL SOSOBRE MAYOR

Ahora conviene volver atrás y contar la primera vez que trepé al aparejo en alta mar.

Fue la segunda noche después de partir del puerto, durante la guardia de medianoche, cuando el mar estaba en calma y soplaba una brisa suave.

Se dio la orden de largar el «sosobre mayor», que es la quinta vela y la más alta desde cubierta. Es una vela muy pequeña y vista desde el castillo de proa no parecía mayor que un pañuelo de batista. He oído contar que algunos barcos aparejan unas velas aún más pequeñas por encima del sosobre llamadas «monterillas», pero no lo creeré hasta que las vea: un sosobre ya está muy alto para cualquiera que se pare a pensarlo e imaginar una vela más alta parece absurdo. Además, rozar el firmamento de ese modo como si quisiera uno sacarles los ojos a las estrellas es casi como tentar al cielo, y una simple racha de viento podría ponerse la «monterilla» por montera.

El caso es que cuando se dio la orden de largar el sosobre mayor, un viejo marinero holandés se me acercó y me dijo: «Buttons, muchacho, ya va siendo hora de que hagas algo y largar los sobrejuanetes es labor de muchachos, no de viejos como yo. En fin, ¿ves esa vela pequeña que hay arriba del todo, ahí, justo debajo de las estrellas? Pues sube y lárgala, vamos, Buttons, arriba».

Y todos los demás asintieron y parecieron estar de acuerdo en que ya iba siendo hora de que empezase a hacer «tareas de grumete», como ellos dijeron. Así que no dije nada y subí al aparejo. Empecé a trepar sin atreverme a mirar abajo y no despegué la vista de los obenques mientras lo hacía.

Era una ascensión muy larga y empecé a jadear y resollar antes de llegar a mitad de camino. No obstante, seguí subiendo hasta llegar a la «escalera de Jacob[30]», que tiene bien merecido su nombre porque me llevó casi hasta las nubes, y por fin, para mi sorpresa, me encontré subido a la verga del sosobre, sujetándome al mástil con todas mis fuerzas y aferrándome con los pies al aparejo como si fuesen otro par de manos.

Por un momento, me quedé mudo y aterrorizado. La noche era tan oscura que no podía ver muy lejos en el océano; y, desde mi alta atalaya, el mar parecía un golfo inmenso y negro, cercado de siniestros acantilados. Me pareció estar paseando entre las nubes de medianoche, y a cada momento esperaba caer y caer, como me ha ocurrido a veces en algunas pesadillas.

Tan sólo podía entrever el barco como una plancha larga y estrecha que flotaba sobre el agua y que no daba la impresión de estar unido a la verga en la que estaba subido. Una gaviota, o un ave marina similar, daba vueltas alrededor del vertello sobre mi cabeza, a pocos metros de mi cara, y casi me asustó oírla, pues en aquellas alturas solitarias parecía un espíritu.

Aunque el mar estaba muy tranquilo y apenas soplaba viento, a esa elevación tan extrema el movimiento del barco era muy grande; así que, cuando se escoraba hacia un costado, me sentía como debe de sentirse una mosca que se pasea por el techo, y cuando se escoraba hacia el otro me daba la impresión de estar colgando de un pino torcido.

Pero pronto oí un ruido áspero y lejano que llegaba de abajo, y, aunque no pude comprender nada inteligible, supe que era el oficial apremiándome. Con una desesperación nerviosa y temblorosa fui a soltar los «tomadores» o cabos que sujetan la vela y cuando terminé, grité tal como me habían enseñado: «¡Izad!». Y vaya si izaron, y de paso a mí también con la verga y la vela, pues fueron tan inesperadamente rápidos que no me dio tiempo a bajarme. Como por arte de magia, empecé a subir y a subir, a medida que se alzaba la verga que parecía dotada de vida, pues allí no había ni un alma más que yo. En ese momento, sin saberlo, corrí un grave peligro, pero estaba todo tan oscuro que no pude ver lo bastante para asustarme, al menos por ese motivo concreto, aunque en general estaba muy asustado. Me limité a sujetarme con fuerza y a poner en práctica el dicho de los marinos de que los de tierra adentro nunca se caen del aparejo, pues se sujetan a los obenques con más fuerza que nadie, y en cambio los lobos de mar son menos cuidadosos y a veces pagan el precio.

Después de mi proeza bajé todo lo rápido que pude a cubierta, donde Max «el holandés» me dedicó una especie de cumplido.

Aquel hombre era uno de los más amables de la tripulación, o en todo caso me trataba un poco mejor que los demás, y por eso merece que lo nombre aquí.

Max era un viejo marinero solterón, muy meticuloso con su ropa, que estaba muy orgulloso de sus cualidades como marino y tenía ideas un tanto estrictas y anticuadas sobre los deberes de los grumetes a bordo. Su cabello, patillas y pómulos eran de color rojo intenso y, como siempre llevaba una camisa roja, era en conjunto el hombre de aspecto más fogoso que he visto nunca.

Y lo cierto es que hacía honor a su apariencia, pues era de temperamento explosivo y una sola palabra bastaba para hacerlo estallar en una larga serie de palabrotas e imprecaciones. Max fue quien tramó muchas de las conspiraciones contra Jackson de las que he hablado antes, aunque siempre terminaba rindiéndole homenaje a regañadientes, con muchos reparos y resentimiento.

Max manifestaba a veces cierto interés por mi bienestar y a menudo disertaba sobre el triste aspecto que tendría paseándome con mis harapos por Liverpool y el descrédito que eso supondría para la marina mercante americana; pues, como todos los tripulantes europeos de barcos americanos, Max estaba muy orgulloso de haberse naturalizado yanqui y, de haber podido, le habría encantado pasar por un nativo.

Sin embargo, y pese a la consternación que le producía pensar en el descrédito de su país de adopción, nunca se ofreció a mejorar mi guardarropa prestándome alguna cosa de su bien provisto baúl. Como muchos otros filántropos se contentaba con mostrarse compasivo. A Max también le preocupaba saber si yo era buen bailarín, por miedo a que, cuando la tripulación bajara a tierra, pudiera ponerlos en evidencia con mi torpeza en algún bar de marineros. Pero yo le quité la preocupación de la cabeza.

Era un refunfuñón que siempre estaba encontrando defectos, y a menudo me reprochaba mi ineptitud. Aunque en eso no estaba solo, pues todo el mundo estaba dispuesto a meterme el dedo, cuando no la mano, en el ojo.