LVIII
PESE A NO HABER LLEGADO TODAVÍA A PUERTO, EL HIGHLANDER DEJA ATRÁS A MUCHOS PASAJEROS
Pese a que barcos más rápidos, bendecidos por vientos favorables, han cruzado a menudo el Atlántico en dieciocho días, no es raro que otras embarcaciones tarden cuarenta o cincuenta, o incluso sesenta, setenta, ochenta y noventa días en cubrir la misma travesía. Aunque en estos últimos casos el retraso suele motivarlo una grave contingencia o calamidad. También es cierto que, por lo general y debido a la predominancia de vientos del oeste, la travesía desde América es más corta que el viaje de regreso.
Hacía veinte días que habíamos dejado atrás Cape Clear, siempre con el viento de proa, aunque con un tiempo en conjunto agradable, cuando nos visitó una sucesión de tormentas lluviosas que duraron casi toda la semana.
En este intervalo los emigrantes se vieron obligados a quedarse abajo, aunque algunos estaban acostumbrados, pues no se habían recobrado del primer ataque de mareo y apenas subían a cubierta.
Esa semana sólo se encendió una vez fuego en el fogón. Lo que motivó que muchos trabajos domésticos que normalmente se habrían llevado a cabo al aire libre se hicieran en la antecámara. Cuando había un período de calma entre las tormentas, algún emigrante particularmente limpio subía a cubierta con un cubo de agua sucia para echarla por la borda. Ninguna experiencia parecía bastar para instruir a aquella gente ignorante en los principios más elementales de la vida en el mar. A pesar de todos los avisos al respecto, muchos seguían evitando el lado de sotavento para arrojar el agua sucia. Una mañana en que el viento soplaba con fuerza, un pobre necio lanzó cinco o seis litros de algo por barlovento. Al instante, le salpicó la cara, y también la del primer oficial, que pasaba por allí en aquel momento. Cogieron al tipo por el cuello, le reprendieron allí mismo, y le ordenaron con ironía que no volviera a arrojar nada al mar por barlovento, salvo ceniza y agua hirviendo.
En las frecuentes rachas fuertes que sufríamos, las escotillas de la antecámara se cerraban herméticamente, sellando en su ruidosa madriguera a cientos de seres humanos. Fue un milagro que el horrible destino que habían conocido poco tiempo antes los pasajeros de un vapor de Liverpool en el canal con un tiempo tormentoso parecido no afligiera también a algunos de los emigrantes del Highlander.
En cualquier caso, no me cabe la menor duda de que fue aquel repugnante confinamiento en un agujero cerrado, abarrotado y sin ventilación, unido a la falta de comida, lo que, ayudado por la falta de higiene personal, trajo una fiebre maligna.
La primera noticia fue que había dos personas afectadas. En cuanto se supo, el oficial corrió al botiquín del camarote y bajó a la antecámara con los remedios oportunos. Pero las medicinas resultaron inútiles, los enfermos empeoraron muy deprisa y se infectaron dos emigrantes más.
Al saberlo, el propio capitán fue a verlos; y al volver buscó la ayuda de un supuesto médico que había entre los pasajeros del camarote y le rogó que atendiera a los enfermos, sugiriéndole que, de ese modo, evitaría que la enfermedad se extendiera también a los camarotes. Pero aquel hombre negó ser médico y por miedo al contagio, aunque él no confesó que fuese ése el motivo, se resistió incluso a bajar a la antecámara.
El número de casos fue creciendo: el temor se extendió por el barco y se produjeron escenas sobre las que más vale correr un tupido velo, pues algunos lectores son tan remilgados que se hace necesario ahorrarles los incidentes más impresionantes de una narración como la mía.
Muchos de los aterrorizados emigrantes optaron por instalarse en cubierta, pero iban tan mal vestidos que el mal tiempo —frío, húmedo y tempestuoso— obligó a bajar a la mayor parte. Aunque cualquier otro ser humano habría preferido enfrentarse a la tormenta más terrible antes que seguir respirando el aire pestilente de la antecámara. Sin embargo, algunos de esos desdichados estaban tan acostumbrados a las desgracias más degradantes que la atmósfera de un lazareto casi les parecía aire fresco.
Los cuatro primeros contagiados estaban en literas contiguas, y los emigrantes que dormían al fondo de la antecámara levantaron enfrente una barricada para cortar cualquier comunicación con ellos. Pero, en cuanto el capitán se enteró, ordenó echarla abajo, pues no habría servido de nada y tan sólo habría empeorado la situación.
Sólo después de mucha persuasión y amenazas consiguió el oficial que los marineros bajaran a cumplir las órdenes del capitán.
La imagen que nos esperaba era ciertamente infortunada. Era como entrar en una cárcel superpoblada. Desde las hileras de literas, cientos de caras flacas y sucias se volvieron hacia nosotros, mientras sentados en los baúles había cientos de hombres sin afeitar, fumando hojas de té y contribuyendo a crear un vapor sofocante. Pero aquel vapor era mejor que el aire del lugar que, por motivos casi increíbles, era extremadamente fétido. En cada rincón, las mujeres se apiñaban unas contra otras, llorando y lamentándose; los niños les pedían pan a sus madres, que no tenían nada que darles; y los ancianos, sentados en el suelo, se recostaban contra los barriles de agua con los ojos cerrados y casi faltos de aliento.
En un extremo estaba el parapeto, que ocultaba a los enfermos, y delante —a pesar del hacinamiento— había un área despejada que el miedo al contagio había abierto.
—Hay que quitar esa barricada de ahí —gritó el oficial con una voz que se alzó sobre el barullo general—. Abajo con ella, muchachos. —Pero en cuanto echamos mano a los baúles que la formaban, una multitud de hombres pálidos y furiosos se pusieron en pie y juraron con gritos terribles que nos matarían si no desistíamos—. ¡He dicho que abajo con ella! —rugió el oficial.
Sin embargo, los marineros se echaron atrás, murmurando que los marinos mercantes no cobraban pensión si se quedaban lisiados, y que no se habían embarcado para luchar cincuenta contra uno. El oficial hizo varios intentos más y por fin recurrió incluso a los ruegos, pero no le sirvió de nada y nos vimos obligados a marcharnos sin haber conseguido nuestro objetivo.
Alrededor de las cuatro de la madrugada, murieron los cuatro primeros. Eran todos hombres, y las escenas que se produjeron después fueron pavorosas. Sin duda, las insondables profundidades marinas sobre las que navegábamos no escondían nada tan espantoso.
De inmediato, se dio orden de enterrar a los muertos. Pero hacerlo no fue necesario. Sus propios paisanos se los arrancaron a sus mujeres de entre los brazos, los envolvieron en las sábanas, les ataron un lastre y, con cuatro rezos apresurados, los arrojaron al océano.
Para entonces, otros diez hombres habían contraído la enfermedad, y con una entrega absolutamente digna de encomio, el oficial los trató a todos con sus medicinas; en cambio, el capitán no volvió a bajar a verlos.
Lo más importante ahora era desinfectar la antecámara, y, de no haber sido por las lluvias y chubascos, que hacían que fuese una locura sacar a tantos niños y mujeres a cubierta sin protección, se habría ordenado subir a los pasajeros de la antecámara y se habría limpiado a fondo su madriguera. Pero, de momento, eso estaba descartado. Los marineros se negaron a bajar a retirar la inmundicia, y la mayoría de los emigrantes estaban tan paralizados que, aunque se les explicó con mucha claridad la urgencia del caso, se negaron a mover un dedo para contribuir a su propia salvación.
El pánico en los camarotes se hizo ahora muy grande, y, por miedo a contagiarse, los pasajeros de buen grado habrían convertido al capitán en su prisionero para evitar que fuese más allá del palo mayor. Sus protestas lo indujeron por fin a pedirles a los dos oficiales que, de momento, no durmieran ni comiesen en sus alojamientos habituales, que comunicaban con los camarotes.
En tierra, una pestilencia es algo temible, pero allí al menos es posible huir de una ciudad infectada, mientras que en un barco uno está encerrado y recluido en el propio hospital. De modo que no hay ninguna posibilidad de escapar y, en un sitio tan pequeño y abarrotado, ninguna precaución puede proteger de manera efectiva contra el contagio.
Por muy horribles que fuesen las escenas de la antecámara, los camarotes ofrecían un panorama no menos desesperado. Muchas personas que rara vez habían rezado antes imploraban ahora al cielo noche y día que nos trajese vientos favorables y buen tiempo. Se abrieron los baúles en busca de las Biblias e incluso se rezaba en grupo sobre la misma mesa en la que antes se habían oído tantas bromas.
Qué extraño, aunque se trate de un fenómeno casi universal, que la perspectiva aparentemente próxima de una muerte que todos debemos padecer, produzca estas devociones espasmódicas, cuando un constante cólera asiático está mermando continuamente nuestras filas y la muerte acabará por alcanzarnos a todos.
Al segundo día murieron siete, uno de los cuales fue el sastrecillo; al tercero, cuatro; al cuarto, seis, uno de los cuales fue el marinero groenlandés y otra, una mujer del camarote, cuya muerte, no obstante, se atribuyó después a sus temores y aprensiones. Estas últimas muertes llevaron el pánico a su paroxismo, y los marineros, los oficiales, los pasajeros de los camarotes y los emigrantes… se miraban unos a otros como si fuesen leprosos. Todos excepto el único leproso de verdad que llevábamos a bordo: el marinero Jackson, que parecía eufórico de pensar que él —atrapado ya entre las mortales garras de otra enfermedad— no corría peligro de contraer una fiebre que sólo afectaba a los relativamente sanos. Así, en mitad de la desesperación de los sanos, aquel enfermo incurable no se dejó abatir por las mismas consideraciones que abrumaban a los demás.
Y aun así el barco maldito seguía navegando bajo un triste cielo gris, ahora por este bordo y ahora por el otro, luchando contra las ráfagas hostiles y empapado de lluvia y rociones, avanzando apenas unos centímetros hacia puerto.
A la sexta mañana, soplaba un viento huracanado que nos obligó a desaparejar el barco y capear con un contrafoque. Diez horas más tarde, las olas parecían montañas y el High1ander subía y bajaba en el agua como una enorme boya. Gritos y lamentos se perdieron a sotavento, ahogados por el rugido del viento entre el cordaje, mientras entregábamos a la tormenta los cuerpos ennegrecidos de otros cinco muertos.
Pero, mientras los muertos partían, su lugar en las filas de la humanidad volvió a ocuparse con el nacimiento de dos niños, cuya llegada al mundo habían apresurado la plaga, el pánico y el temporal. El primer llanto de uno de aquellos niños casi coincidió con el chapoteo que hizo su padre al hundirse en el agua. Así vamos y venimos. Aunque, rodeados por la muerte, sobrevivieron tanto las madres como los niños.
A medianoche, el viento amainó y dejó mucha mar de fondo y, por primera vez en una semana, un cielo despejado y estrellado.
En la primera guardia matutina, me senté con Harry en el molinete a contemplar las olas, que, vistas de noche, parecían auténticas montañas, sobre las que podrían haberse construido fortalezas, y verdaderos valles, que podrían haber albergado pueblos, bosques y jardines. Parecía un paisaje de Suiza, pues en aquellas oscuras gargantas purpúreas rompía a menudo, como si de una avalancha se tratase, la blanca espuma de la cresta de las olas con un estruendo y un burbujeo que parecía estar engullendo a seres humanos.
Al día siguiente por la tarde, cesó la mar de fondo y surcamos las olas con todo el trapo desplegado, bonetas incluidas, nuestro mejor timonel a la rueda con el mismísimo capitán a su lado y una suave y alegre brisa en el coronamiento.
Despejamos la cubierta y la frotamos hasta dejarla bien seca, y luego todos los emigrantes que no estaban enfermos se desparramaron por ella a inhalar el aire delicioso, extender al sol la ropa de cama húmeda y disfrutar de la generosa caridad del capitán, que últimamente había considerado apropiado aumentar la cantidad de comida que les correspondía. Varios de ellos se unieron a un grupo de marineros que entraron en la antecámara con cubos y escobas e hicieron una buena limpieza y sacaron a cubierta no sé cuántos cubos llenos de inmundicia. Aquello era más parecido a limpiar un establo que un alojamiento de hombres y mujeres. Ese día enterramos a tres; al día siguiente a uno y luego la pestilencia nos abandonó, con siete convalecientes que, instalados junto a la escotilla abierta, pronto respondieron al tratamiento y los tiernos cuidados del oficial.
Sin embargo, incluso después de aquel cambio favorable en las circunstancias, todo el mundo siguió lleno de aprensión por si, al cruzar los Grandes Bancos de Terranova, las nieblas, tan frecuentes allí, produjeran un rebrote de la fiebre. Pero, para gran alegría de todos, siguieron soplando vientos propicios y atravesamos rápidamente aquellos temibles bancos y pusimos rumbo al sur en dirección a Nueva York.
Nuestros días ahora eran tranquilos y apacibles, y, aunque el viento amainó, seguíamos navegando por un mar en calma. Los pasajeros de la antecámara —al menos la mayor parte— tenían aspecto sosegado y sumiso, pese a estar algo más animados por el viento vivificante y la esperanza de llegar pronto a puerto. Aunque aquellos que habían perdido padres, maridos, mujeres o niños no necesitaban llevar crespones negros para que los demás supieran quiénes eran. Constituían un grupo amargo y endurecido, pues, entre los pobres y afligidos, el pesar no es una mera complacencia sentimental, por muy sincera que sea, sino una realidad que los consume y reconcome; no tienen amigos que les compadezcan ni médicos que les curen y deben seguir trabajando, aunque el entierro sea al día siguiente y los portadores del féretro dejen a un lado el martillo para levantar el ataúd.
¿Qué sería de esos emigrantes que, a cinco mil kilómetros de su tierra, se veían privados de maridos y hermanos y con sólo unas pocas libras, o incluso chelines, para comprar comida en un país extranjero?
En cuanto a los pasajeros de los camarotes, nunca se vio a nadie más contento. Al verse cada vez más cerca de la tierra prometida, con la bolsa llena y un buen abrigo, y sin el menor temor por el futuro, todos se mostraban alegres y generosos, y el caballero de los ojos gelatinosos del que hablé antes incluso le dio un chelín de propina al despensero.
La mujer fallecida era una anciana, una americana que volvía de visitar a su único hermano en Londres. No tenía amigos ni familiares a bordo, y, como pocos lloran al desconocido que muere entre extraños, fue como si enterraran su recuerdo junto con su cuerpo.
Pero lo más digno de reseñar de aquellos frívolos era el modo en que algunos se burlaban ahora del pánico que les había embargado a casi todos.
Y, puesto que, cuando los mayores temores de una multitud aterrorizada resultan estar justificados, todos acaban pereciendo, en situaciones así es preciso elegir entre resignarse a morir o resignarse a sobrevivir y soportar las burlas de los demás por el pavor demostrado. Pues, salvo en casos de un riesgo extraordinario, hay muy pocos que, en el fondo, estén dispuestos a admitir que otros estuvieron más cerca de la muerte que ellos. En consecuencia, el epíteto de «cobarde» es el más comúnmente aplicado a quienes, por muy grande que fuese su justificación, se aterraron ante la perspectiva de una muerte repentina y sin embargo lograron escapar de ella. Sin embargo, si hubiesen muerto de acuerdo con sus temores, la palabra «cobarde» no se oiría ni una sola vez. Así habla quien ha asistido más de una vez a escenas de las que pueden deducirse esos principios. El asunto invita a muchas sutiles especulaciones, pues, en las ideas de la muerte de cada cual, y en su comportamiento cuando se ve de pronto amenazada por ella, está el mejor indicador de su vida y de su fe. Aunque la era cristiana no había empezado todavía, Sócrates murió como un cristiano; y, aunque en teoría Hume no era cristiano, él también murió como tal, humilde, sereno y sin bravuconerías, y eso que era el más escéptico de los filósofos escépticos y estaba imbuido de esa fe firme y descreída que abarca las esferas celestes. Séneca murió dirigiéndose a la posteridad; Petronio disertando con frivolidad sobre perfumes y canciones amorosas y Addison llamando a la Cristiandad a contemplar con qué placidez podía morir un cristiano, pero ni siquiera el último de estos tres murió como un verdadero cristiano.
El pasajero del camarote que había leído las oraciones mientras los demás se arrodillaban contra los yugos y los bancos era uno de los alegres petimetres que había motivado los celos del pobre sastre, ahora desaparecido. Con su chaleco chillón y su tintineante cadena del reloj, aquel pisaverde que nunca antes había implorado nada había dirigido las súplicas solemnes de sus compañeros y sus peticiones de misericordia embargado por un profundo terror. Desde la rueda el timonel le había visto hacerlo muchas veces a través del ventanuco del mamparo.
Aquel joven se convirtió en el blanco de las bromas de todos, la tormenta había pasado y ahora que volvía a brillar el sol no había nadie más valiente que él.
Uno de sus alegres compañeros le aconsejó con ironía que al llegar a Nueva York considerase la idea de abrazar el sacerdocio.
—¿Por qué? —replicó él—. ¿Tan clamorosa es mi voz?
—No —respondió sacrílegamente su amigo—, pero eres un cobarde…, y por tanto la persona más indicada para hacerse pastor y rezar.
Por raro que parezca este relato de las circunstancias relativas a la fiebre sufrida por los emigrantes del Highlander, y aunque los hechos ocurrieran hace ya tanto tiempo, esos mismos sucesos podrían estar ocurriendo hoy. La única narración que uno puede encontrar de ellos está en el párrafo de un periódico bajo el epígrafe de las noticias marítimas. Ahí está el obituario de los muertos fallecidos en alta mar. Mueren como las olas que rompen en la orilla y no vuelven a verse u oírse más. Pero ¡qué universo de la vida y la muerte, de la humanidad y sus aflicciones, se esconde en esas frases de tres palabras incluidas en los sucesos meramente reseñados en el catálogo de fallecidos y que apenas hojean los lectores de periódicos, atraídos por párrafos más enjundiosos!
Uno no ve un barco infectado navegando por un mar tempestuoso, no oye los gemidos de desesperación, no ve los cadáveres arrojados por encima de las amuradas, no repara en las manos retorcidas ni en los cabellos arrancados de las viudas y los huérfanos: ve tan sólo un hueco. Y uno de esos huecos es lo que he rellenado yo al contar los detalles de la calamidad sufrida por el Highlander.
Además de esa tendencia natural a hundir en el olvido los últimos sufrimientos de los pobres, otras causas contribuyen a borrar las circunstancias de desastres así. Si estas cosas se conocieran con detalle, en conjunto serían desfavorables para el barco y le crearían una mala reputación y, a fin de evitar la cuarentena, los capitanes exponen el caso del modo más lenitivo que pueden y tratan de silenciarlo en lo posible.
Probablemente no haya sitio mejor para decir unas palabras respecto a los barcos de emigrantes en general.
Dejemos a un lado esa manida polémica nacional sobre si debería permitirse que semejantes multitudes de extranjeros pobres desembarquen o no en nuestro país; olvidémosla con la idea de que, si pueden llegar hasta aquí, es que Dios les ha dado derecho a venir, aunque traigan consigo a toda Irlanda y sus miserias. Pues el mundo entero es patrimonio del mundo entero y es imposible saber quién es dueño de una piedra de la Gran Muralla China. Dejemos esa polémica a un lado y pensemos sólo en la mejor manera en la que pueden venir los emigrantes, ya que vienen, quieren venir y vendrán.
Hace poco el Congreso ha aprobado una ley que limita proporcionalmente el número de emigrantes que pueden admitirse a bordo de cada barco. Si esa ley se aplicase, las cosas mejorarían mucho, igual que mejorarían si se aplicase la ley inglesa respecto a las raciones de comida que debe llevar consigo cada emigrante que embarca en Liverpool. Pero cuesta creer que vayan a aplicarse.
Sin embargo, ninguna legislación afecta, ni siquiera de manera formal, a la triste situación del emigrante. ¿Qué ordenanza obliga al capitán de un barco a proporcionar a los pasajeros de la antecámara un alojamiento en condiciones y a suministrarles aire y luz en esa sucia madriguera donde pasan emparedados la larga travesía del Atlántico? ¿Qué ordenanza le fuerza a instalar el fogón, o la cocina de los pasajeros de la antecámara, en un lugar seco y protegido, donde los emigrantes puedan cocinar durante una tormenta o en caso de lluvia? ¿Qué ordenanza le obliga a darles más espacio en cubierta y a dejarles pasear de vez en cuando de proa a popa? No hay ninguna ley acerca de estas cosas. Y aunque la hubiera, ¿quién, salvo un Howard[146], se ocuparía de hacerla cumplir? ¡Y qué pocas veces hay un Howard en el gobierno!
Hablamos de los turcos y abominamos de los caníbales, pero ¿no habrá algunos de ellos que vayan al cielo antes que nosotros? Es posible que tengamos cuerpos civilizados y sin embargo almas de bárbaro. Nos hacemos los ciegos ante el espectáculo del mundo real; los sordos ante su voz; y los muertos ante su muerte. Y hasta que no sepamos que un solo sufrimiento pesa más que diez mil alegrías, no nos convertiremos en lo que el Cristianismo trata de hacer de nosotros.