XXXVI

LA ANTIGUA IGLESIA DE SAN NICOLÁS Y LA CASA DE LOS MUERTOS

La capilla flotante me trae a la memoria la «Iglesia antigua», bien conocida por los marineros de muchas generaciones que han visitado Liverpool. Es un bloque venerable de piedra arenisca que hay cerca de los muelles y que los de la ciudad llaman la iglesia de san Nicolás. Creo que es el edificio antiguo mejor conservado de Liverpool.

Antes de que la ciudad tuviera alguna importancia, era el único lugar de adoración a ese lado del Mersey, y, adscrita a la parroquia vecina de Walton, era una capilla de acogida, aunque, con esos bancos de respaldo tan recto, poco acomodo podía encontrarse en ella.

En los viejos tiempos había, enfrente de la iglesia, una estatua de san Nicolás, el patrón de los marineros, al que hacían ofrendas todos los marineros devotos, para que el santo les otorgara travesías cortas y provechosas. En la torre hay un hermoso juego de campanas, y recuerdo mi alegría cuando las oí el primer domingo después de arribar al muelle. Parecían llevar consigo una especie de advertencia, similar a la premonición que sintió el joven Whittington al oír las campanas de Bow[94]. «¡Wellingborough! ¡Wellingborough!, no te olvides de ir a la iglesia, ¡Wellingborough! ¡No te olvides, Wellingborough! ¡No te olvides!».

Treinta o cuarenta años antes, se hacían sonar las campanas cada vez que llegaba un barco de un largo viaje. ¡Qué bien ilustra eso el aumento del comercio en la ciudad! Si se observase hoy la misma costumbre, las campanas apenas dejarían de sonar.

Lo más notable de aquella iglesia antigua y venerable, y también lo más bárbaro y discordante con la veneración con la que consideraba yo aquella estructura santificada por el tiempo, era la condición en que estaba el cementerio que la rodeaba. Debido a su proximidad a los lugares más frecuentados por los enjambres de trabajadores de los muelles, lo cruzan, una y otra vez, caminos en todas las direcciones, y, como las lápidas no están de pie, sino horizontales (de hecho forman el auténtico empavesado del lugar), las multitudes andan constantemente sobre los muertos y borran con sus talones las calaveras y las tibias entrecruzadas, últimos recuerdos de los fallecidos. A mediodía, cuando los estibadores ocupados en cargar y descargar los barcos se retiran una hora a comer un poco, muchos van al cementerio, se sientan en una lápida y utilizan la de al lado como mesa. A menudo, vi a hombres durmiendo la mona sobre una de esas losas; y una vez, le aparté a un tipo el brazo y leí la siguiente inscripción, que, en cierto modo, era fiel a la vida, si no a la muerte:

AQUÍ YACEN LOS RESTOS DE

TOBÍAS BEBEDOR

Por dos memorables circunstancias, relacionadas con esta iglesia, estoy en deuda con mi excelente amigo, Tafilete, que me cuenta que, en 1588, el conde de Derby acudió a su residencia en espera de un pasaje para ir a la isla de Man, y la corporación municipal erigió y adornó un suntuoso banco de la iglesia para darle la bienvenida. Y además que, en la época de las guerras de Cromwell, cuando el lugar fue ocupado por el príncipe Rupert, el alocado sobrino del rey Carlos, la iglesia antigua se convirtió en prisión militar y en establo, y, sin duda, erigirían otro «suntuoso asiento[95]» para el caballo de algún noble oficial de caballería.

En el sótano de la iglesia está la Casa de los Muertos, como la Morgue de París, donde se exponen los cuerpos de los ahogados hasta que los reclaman sus amigos o los entierran a cargo del erario público.

En los barcos trabajan tantas personas que la Casa de los Muertos siempre suele tener ocupantes. Cada vez que pasaba por Chapel Street, veía a una muchedumbre asomada a las lúgubres rejas de hierro para ver los rostros de los ahogados que había dentro. Y, una vez que la puerta estaba abierta, vi a un marinero tendido allí, tieso y rígido, con la manga de la camisa enrollada que mostraba su nombre y fecha de nacimiento tatuados en el brazo. Era una imagen llena de sugerencias: el hombre parecía su propia lápida.

Me contaron que hay recompensas fijas por sacar a las personas que se caen al agua en los muelles: más cuantiosas si se las saca con vida, y menos si se han ahogado sin remedio. Hay muchos hombres y mujeres horribles que, atraídos por el dinero, se pasan el día recorriendo los muelles en busca de cadáveres. Se los veía sobre todo a primera hora de la mañana, cuando salían de sus madrigueras, por el mismo principio que los traperos y los basureros empiezan a trabajar al rayar el alba, cuando ha madurado la cosecha nocturna.

No parece haber desgracia humana a la que no se le pueda sacar provecho. Los empleados de funeraria, los sacristanes, los sepultureros y los conductores de coches fúnebres se ganan la vida con los muertos y prosperan en épocas de pestilencia. Y aquellos viejos miserables buscaban cadáveres para no acabar ellos mismo en el cementerio, pues estaban todos famélicos.