XXXV

GALERAS, UN BERGANTÍN DE LA COSTA DE GUINEA Y UNA CAPILLA FLOTANTE

Otra embarcación muy curiosa, que se ve a menudo en los muelles de Liverpool, es la galera holandesa, un barco de aspecto anticuado de bordas bajas y proa y popa muy altas, que, visto entre la multitud de mercantes yanquis y coquetos bergantines franceses, siempre me recordó a un tricornio entre elegantes sombreros de copa.

El modo de construir las galeras no ha cambiado desde hace siglos, y las naciones europeas septentrionales, los daneses y los holandeses, todavía surcan las aguas saladas en estos barcos planos como saleros, aunque también disponen de otros buques más modernos.

Las galeras rara vez se pintan de colores, sino que se cepillan y barnizan todas sus planchas y vergas de modo que, en conjunto, recuerdan a las fajas de pintura que rodean a los barcos americanos.

Algunas están escrupulosamente limpias y ordenadas y parecen una fuente de madera bien fregada, o a una vieja mesa de roble en la que hubiesen empleado mucha cera y fuerza de codos. Con el viento de popa navegan muy bien, pero son tan anchas de casco y tienen el fondo tan plano que, de bolina, tienden a derivar mucho y avanzan con una lentitud penosa.

Todos los días llegaba algún barco nuevo al muelle del Príncipe; y apenas me daba tiempo a contemplar boquiabierto algún barco extranjero de Surat[93] o el Levante sin que apareciese otro de apariencia aún más exótica que absorbiese mi atención.

Entre otros, recuerdo un pequeño bergantín de la costa de Guinea. Por su aspecto era el barco ideal de un traficante de esclavos: bajo de borda, negro, con la proa construida al estilo de un clíper y las cubiertas en un estado de pirático desorden.

Llevaba un cañón largo y oxidado sobre un gancho giratorio, y ese cañón era ya de por sí toda una curiosidad. Debía de tratarse de algún viejo veterano jubilado por el gobierno y vendido por un precio irrisorio. Era una antigüedad cubierta de inscripciones casi borradas, coronas, áncoras, águilas, y tenía dos asas cerca de los muñones, como las de una sopera. El cascabel tenía forma de cabeza de delfín, y, con un toque de humor, el oído imitaba a una oreja humana, y debía de tener un tímpano muy resistente para soportar las conmociones que seguramente había oído.

El bergantín, muy sobrecargado, estaba anclado entre dos grandes barcos en lastre, por lo que su cubierta estaba casi seis metros por debajo de las de sus vecinos. Encerrado de ese modo, sus escotillas parecían la entrada a una bóveda profunda o a una mina, sobre todo porque sus tripulantes iban sacando de su interior una especie de mineral, que bien podría haber sido de oro, a juzgar por lo escrupulosamente que contaban los cuartillos cuando lo transportaban al embarcadero, y por lo meticuloso que era el capitán, un tipo moreno y patilludo con un gorro maltés con borla, a la hora de vigilar a los marineros con su lápiz y su libro de asientos en la mano.

Los de la tripulación tenían aspecto de bucaneros, con sus pechos peludos, sus camisas purpúreas y los brazos salvajemente tatuados. El oficial tenía una pierna de madera, y cojeaba apoyado en un bastón retorcido como una escalera de caracol. A bordo de aquel barco se blasfemaba mucho, lo que aún se volvió más reprobable cuando les mandaron atracar junto a la capilla flotante.

Dicha capilla no era más que el casco de un viejo balandro de guerra que habían convertido en iglesia para los marineros. Habían construido una casa encima y una aguja ocupaba el lugar del mástil. Cerca de la base de la aguja, a unos seis metros del agua, había un balconcito donde, los días laborables, veía a un viejo marino jubilado leyendo su Biblia. Los domingos izaba la bandera de la casa del Señor y, como el almuédano que convoca a voces a la oración desde lo alto de una mezquita turca, llamaba a los marineros que pasaban por allí a cumplir con su devoción, no de forma oficial, sino por su cuenta, animándoles a dejarse de tonterías y a reunirse alrededor del púlpito igual que lo hacían alrededor del cabrestante en un buque de guerra. Aquel viejo respetable era el sacristán. Yo asistí varias veces a la capilla y encontré allí una congregación muy disciplinada, aunque reducida. La primera vez que fui, el capellán disertaba sobre los castigos venideros y hacía alusión al Tártaro, lo que, unido al olor a brea del viejo cascarón, evocó en mí la imagen más poderosa del infierno que haya imaginado jamás.

Las capillas flotantes que se encuentran en algunos de los muelles constituyen uno de los medios con los que se ha intentado inducir a los marineros que visitan Liverpool a dedicar sus pensamientos a cosas serias. Pero, como a muy pocos se les ocurre entrar en esas capillas, a pesar de que pasan por delante de ellas veinte veces al día, algunos clérigos, los domingos, les predican al aire libre, desde las esquinas de los embarcaderos o desde allí donde puedan conseguir algo de público.

Siempre que en mis paseos dominicales veía una de esas congregaciones, me unía a ella y acababa rodeado de una abigarrada multitud de marineros de todas las partes del globo, mujeres, estibadores y toda suerte de trabajadores de los muelles. Con frecuencia, el clérigo se subía a un viejo tonel, ataviado con la ropa canónica, como corresponde a un clérigo de la Iglesia de Inglaterra. Nunca he escuchado sermones mejor adaptados a un público, que, como los marineros, se conmueve sobre todo, si no únicamente, por los preceptos más simples y por demostraciones del misterio del pecado tan concluyentes e innegables como las de Euclides. Con hombres así de nada sirve la mera retórica y las frases elegantes son vanas. No se les puede conmover con tropos poéticos. Hacen falta hechos claros para llevarlos al redil.

Y así era como les predicaban los clérigos en cuestión: escogían para sus sermones asuntos que les resultaran familiares y se los explicaban de modo que pudieran entenderlos, y siempre lograban atraer su atención. En particular, se demoraban en los dos grandes vicios a los que más proclives son los marineros, y que practican hasta arruinar tanto sus cuerpos como sus almas. Y varias veces, en los muelles, he visto a un clérigo con sus vestiduras sacerdotales dirigiéndose a una gran audiencia de mujeres llegadas de los conocidos callejones de los alrededores.

¿Acaso no es así como debe ser? La verdadera vocación de los reverendos clérigos consiste, igual que la de su divino Maestro, en llevar al arrepentimiento no a los virtuosos, sino a los pecadores. Si algunos dejaran las cómodas congregaciones de convertidos y se hundieran como hizo san Pablo en los infectos centros y en el corazón del vicio, tendrían de verdad un poderoso enemigo al que combatir y una victoria sobre él les haría merecedores de la corona de laurel del vencedor. Es mejor salvar a un pecador de un vicio evidente que le está destruyendo que adoctrinar a diez mil santos. E, igual que en las ciudades católicas los altares de la Virgen María y el Niño Jesús les recuerdan constantemente el cielo a los viandantes desde cada esquina, deberían fundarse púlpitos protestantes en los mercados y en las esquinas, donde los hombres de Dios podrían ser oídos por todos sus hijos.