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EL ÚLTIMO EPISODIO DE LA CARRERA DE JACKSON

Esta última alusión a Jackson del capítulo precedente me recuerda una circunstancia que, tal vez, tendría que haber indicado antes: cuando llevábamos unos diez días en alta mar, decidió que estaba demasiado enfermo para trabajar, y en consecuencia bajó a su litera. Y allí, a excepción de algunos breves intervalos que pasaba tomando el sol cuando hacía buen tiempo, se pasó tumbado de espaldas o sentado con las piernas cruzadas el resto del viaje de vuelta.

Sumido melancólicamente en su infernal pesimismo, y pese a que no era más que un marinero con pantalones de lona, aquel hombre seguía siendo un cuadro digno de haber sido pintado por la mano lúgubre y taciturna de Salvator[139]. En cualquiera de las deprimentes marinas del maestro, que representan los desolados despeñaderos de Calabria con un naufragio al fondo, Jackson podría haber sido el rostro del mascarón de proa herido por el rayo.

Aunque los más cobardes y taimados de mis compañeros se susurraban unos a otros que, sabedor de que cobraría su sueldo tanto si trabajaba como si no, Jackson estaba fingiendo su enfermedad, era evidente que, por los excesos cometidos en Liverpool, la enfermedad, que hasta ahora sólo había clavado sus colmillos en su carne, había empezado a roerle los órganos vitales.

Sus mejillas se volvieron más delgadas y cetrinas, y los huesos asomaban como los de un cráneo. Sus ojos de reptil estaban enrojecidos, era incapaz de levantar la mano sin un violento temblor y su tos terrible nos despertaba muchas veces. Aun así siguió sujetando el cetro con puño trémulo y gobernándonos como un tirano hasta el final.

Cuanto más débil estaba, peor trataba al resto de la tripulación. La perspectiva de su muerte próxima e inevitable parecía exasperar su misantrópica alma hasta la locura, y, como si verdaderamente se la hubiese vendido a Satanás, parecía decidido a morir con una maldición en los labios.

Ni siquiera hoy puedo pensar en él, apoyado en su litera y jadeando casi sin aliento sus imprecaciones, sin acordarme de ese misántropo sentado en el trono del mundo —el diabólico Tiberio en Capri— que, incluso en el exilio, amargado por dolores sin cuento e indescriptibles terrores mentales conocidos sólo por los malditos en vida, no abandonaba sus blasfemias, sino que se esforzaba por arrastrar también a la perdición a quienes estaban bajo el hechizo de su poder. Y, aunque Tiberio fuese del linaje de los césares y el incomparable Tácito embalsamara su carroña, el yanqui Jackson me parece un personaje con su misma dignidad y tan merecedor del cadalso de la historia, pese a que fuese un vagabundo sin nombre ni epitafio y sólo yo cuente lo que fue. Pues la maldad carece de dignidad, tanto si viste de púrpura como de harapos, y el infierno es una democracia de demonios donde todos son iguales. En él, Nerón aúlla junto a quienes le hicieron daño. Si Napoleón no fuese más que un asesino marcial, no le rendiría más homenaje que a un vulgar felón. Si el Satanás de Milton mitiga nuestro horror al despertar nuestra admiración es sólo porque no es un ser verdadero, sino una copia modificada de un original verdadero. A partir de los cuatro Evangelios, no nos hacemos una idea elevada de ese mismo Satanás, tan sólo lo concebimos como una personificación de la esencia del mal, que nadie, salvo los ladrones y cortabolsas, podría admirar. Sin embargo, eso no le resta ningún mérito a nuestro sumo sacerdote de la poesía: sólo puede ser motivo de encomio que, con el mal absoluto como material de partida, construyera su más hermosa estructura.

No obstante, al canonizar históricamente en la tierra a los condenados del infierno, y elevar y elogiar a los réprobos ilustres, no hacemos sino poner la maldad como ejemplo y despertar la ambición de cometer alguna gran iniquidad para asegurarse así la fama.