XLVI
UNA NOCHE MISTERIOSA EN LONDRES
—No tenemos tiempo que perder —dijo Harry—, vamos.
Llamó un coche y, en voz baja, le dio el nombre de una calle al cochero, subimos y nos pusimos en camino.
Traqueteando sobre el ruidoso empavesado, pasamos junto a espléndidas plazas, iglesias y tiendas; nuestro cochero doblaba las esquinas como un patinador sobre hielo, y todo Londres rugía en mis oídos; los muros de ladrillo parecían no tener fin; pensé que Nueva York no era más que una aldea y Liverpool una mina de carbón; todo me parecía tan irreal que creí que yo mismo era otra persona. La cabeza me daba vueltas y me dolían los ojos de tanto mirar; sobre todo en las esquinas que doblábamos tan deprisa, primero a diestra y luego a siniestra, a fin de no perderme nada, aunque en realidad me estaba perdiendo mucho.
—Alto —gritó Harry, al cabo de un buen rato asomando de pronto la cabeza por la ventanilla—. ¡Alto! ¿Es que está usted sordo? Se ha pasado la casa… Le dije el número cuarenta… Eso es… ¡aquellos escalones de allí, con la luz purpúrea!
Después de pagar al cochero, Harry se ajustó las patillas y el mostacho y me aconsejó que procurase afectar cierta indiferencia, se ladeó un poco el sombrero, nos cogimos del brazo y entramos tranquilamente en la casa; yo estaba un poco abochornado, pues hacía mucho que no alternaba en sociedad.
Era un lugar de diversión semipúblico, y sobrepasaba con mucho a cualquier sitio parecido donde yo hubiera estado.
El suelo, embaldosado de mármoles de tonos rojizos y blancos como la nieve, retumbaba con el eco de los pasos como si tuviera debajo todas las catacumbas de París. Me sobresalté receloso al oír aquel sonido hueco y agorero, que parecía suspirar con desesperación subterránea ante el magnífico espectáculo que me rodeaba y mofarse de su brillo.
Las paredes estaban pintadas para engañar a la vista con interminables columnatas, y varios grupos de exquisitas columnas de escayola que imitaban mármoles jaspeados —verde esmeralda y oro, St. Pons con venas de plata y Siena con pórfido— sostenían un resplandeciente techo pintado al fresco, curvo como un emparrado, totalmente cubierto de falsos racimos. Al este de todo aquel follaje se divisaba al eternamente joven Apolo de Guido[120], que conducía el carro del sol a través de un crepúsculo carmesí. De aquí y de allá pendían varias ramas de vid esculpidas como estalactitas con galaxias de lámparas de gas, cuyo vívido brillo suavizaban esferas de porcelana de color crema pálido, que arrojaban sobre toda la escena una luz serena y plateada, como si cada esfera de porcelana fuese una luna y aquel soberbio apartamento el jardín de Porcia en Belmont y los refinados enamorados, Lorenzo yJessica[121], se ocultaran entre las viñas.
En muchas mesas de aspecto moruno sostenidas por cariátides de esclavos con turbantes se sentaban grupos de caballeros con botellas de cristal tallado, vasos finos, periódicos y cigarros.
Camareros obsequiosos iban y venían, con servilletas inmaculadas sobre el brazo, y hacían profundos saludos y deferentes reverencias cada vez que abrían la boca.
A un extremo del deslumbrante apartamento había una estructura en forma de torreta de caoba, adosada en parte a la pared que comunicaba con las habitaciones del fondo. Detrás había un anciano muy elegante, de pelo y patillas blancos y con una chaqueta blanca como la nieve —parecía un almendro en flor—, que hacía de educado centinela sobre toda la escena y era quien daba órdenes a los camareros y cobraba, con un silencioso saludo, el dinero de los clientes.
Nuestra entrada despertó poco o ningún interés, pues todos los presentes parecían ocupados en sus asuntos, y el grupo más numeroso estaba congregado en torno a un caballero alto de aspecto marcial que estaba leyendo las noticias publicadas en The Times sobre la guerra en la India y las comentaba en voz alta reprobando, en conjunto, toda la campaña.
Nos sentamos aparte de aquel grupo y Harry dio unos golpes en la mesa y pidió que nos trajeran un poco de vino de curioso nombre extranjero.
Nos trajeron una botella llena de vino de color amarillo pálido y, después de beber unos vasos, mi compañero me susurró que me quedara donde estaba mientras él se iba un momento.
Lo vi avanzar hacia la estructura en forma de torreta e intercambiar algunas palabras en tono confidencial con el almendro en flor, que pareció sorprenderse mucho —a mí me pareció un poco desconcertado—, y luego desapareció con él.
Cuando mi amigo se fue, me dediqué a observar y me esforcé por aparentar la máxima indiferencia posible y por hacer como si estuviera tan acostumbrado a todo aquel esplendor como si hubiera nacido en él. Aunque, a decir verdad, la cabeza casi me daba vueltas al pensar que estaba en Londres y contemplaba la extrañeza de aquel lugar. ¿Qué habría dicho mi hermano? ¿Y qué habría pensado Tom Legare, el tesorero de la Asociación por la Abstinencia Juvenil?
Pero casi empecé a pensar que no tenía amigos ni parientes que vivían en un pueblecito de América, a cinco mil quinientos kilómetros de allí, pues me costaba conciliar un recuerdo tan humilde con la espléndida animación de la escena londinense que me rodeaba.
Y, en el delirio del momento, me dejé llevar por las absurdas visiones doradas de los condes y condesas a los que me presentaría Harry, y a cada momento me parecía oír a los camareros refiriéndose a algún caballero como «milord» o «su Gracia». Pero, por lo que pude oír al menos, si había algún lord presente, los camareros evitaban pronunciar su título.
Entremezcladas con aquellas ideas estaban las confusas visiones de St. Paul y el Strand, que decidí visitar a la mañana siguiente o perecer en el intento. E incluso deseé que volviera Harry para que pudiésemos salir a la calle y ver alguna cosa, antes de que cerraran las tiendas.
Mientras le esperaba, me dio la impresión de que uno de los camareros me observaba con cierta impertinencia, como si viera algo extraño en mí. Así que traté de adoptar una actitud señorial y despreocupada, y para hacerlo crucé las piernas, como un joven príncipe Esterhazy; no obstante, noté que la cara me ardía de vergüenza y debía de parecer culpable de algo. A pesar de todos mis sonrojos seguí mirándolo todo con la cabeza bien alta y reparé en que, de vez en cuando, se hacían pequeños grupos entre los caballeros y se retiraban a la parte de atrás de la casa, como si fuesen a un reservado. A uno de ellos le oí decir la palabra rouge, pero no es posible que lo utilizara porque estaba muy pálido[122]. Otro dijo algo sobre el loó[123].
Por fin, Harry volvió con el rostro encendido.
—Vamos, Redburn —dijo.
Así que, convencido de que íbamos a ir a dar una vuelta, tal vez a Apsley House, en el parque, o a visitar al viejo duque antes de que se fuese a dormir, pues Harry me había contado que el duque se acostaba temprano, me puse en pie de un salto para seguirle; pero cuáles no serían mi decepción y mi sorpresa cuando me llevó por el pasillo hacia una escalera iluminada por tres Gracias de mármol que sostenían un enorme candelabro, como las astas de un alce, sobre el rellano.
Subimos por la larga y sinuosa pendiente de tan aristocráticas escaleras cuyos escalones cubiertos de alfombras turcas parecían tan magníficos como la tela con la que cubrían la caja de las herramientas del carruaje del Lord Mayor; y Harry se fue directo a una puerta de palo rosa, que se abrió con mucha suavidad al tocarla como si tuviera unas bisagras mágicas.
Al entrar en la habitación, pensé que me estaba hundiendo lentamente en un mar de juncias, tan gruesas y elásticas eran las alfombras persas, que representaban parterres de tulipanes, y rosas y junquillos, como un emparrado de Babilonia.
Había largos canapés dispuestos con descuido cuyo fino damasco estaba entretejido, como el tapiz gobelino, con escenas pictóricas de combates y torneos. Y otomanas orientales, cuya urdimbre representaba serpientes trenzadas que ondulaban por debajo de lechos de hojas y reflejaban, aquí y allá, el esplendor de sus escamas verdes y doradas.
En los enormes miradores, tan amplios como el hueco del roble del rey Carlos[124], había sillas laocoontianas, al estilo antiguo, tapizadas con espesos flecos de encaje dorado y seda.
De las paredes, forradas de una especie de papel a cuadros francés, jaspeado con barras de terciopelo, colgaban óleos con escenas mitológicas sujetos de cordeles con borlas de plata y azul entrelazadas.
Había pinturas como las que los sumos sacerdotes mostraron a Alejandro para sobornarlo en el centro del altar del templo blanco del oasis libio, pinturas como las que el pontífice del sol trató de ocultarle a Cortés cuando, espada en mano, entró en el sancta-sanctorum de la pirámide de Cholula, pinturas como las que todavía pueden verse en la habitación principal de la mansión excavada de Pansa, en Pompeya, en lo que Varrón llamó «el hueco de la casa», pinturas como las que Marcial y Suetonio afirman que había en el despacho privado del emperador Tiberio, pinturas como las delineadas en los medallones de bronce excavados hasta hoy en la antigua isla de Capri, pinturas como las que uno podría haber contemplado en el hueco que llevaba a la galería secreta del templo de Afrodita en Corinto.
En la pared principal, entre dos ventanas, había un soporte de mármol esculpido como la cresta de un dragón que sostenía un busto digno de admiración. Representaba a un anciano calvo con una expresión malvada y misteriosa que animaba a guardar silencio, con un dedo delgado sobre los labios. Su boca de mármol parecía trémula de secretos.
—Siéntate, Wellingborough —dijo Harry—, no tengas miedo, aquí estamos en casa. ¿Te importa llamar al timbre? Pero, espera… —Y se acercó al busto misterioso y le susurró algo al oído—. Es un mudo con muy mala fe, Wellingborough, nunca se mueve, aunque siempre está haciendo recados. Pero, cuidado, no se te ocurra confiarle ningún secreto.
En respuesta a aquella petición hecha de modo tan singular, enseguida apareció un criado, que se quedó paralizado haciendo una reverencia.
—Cigarros elijo Harry Cuando nos los trajeron, llevó la mesita al centro de la habitación y, encendiendo el cigarro, me animó a seguir su ejemplo y a ponerme cómodo.
Casi extasiado por tan principescas estancias, tan inconcebibles cuando llevaba mi vida de perro en el sucio castillo de proa del Highlander, cogí un sillón y me senté enfrente de mi amigo.
Aun así, seguía sintiéndome incómodo y lleno de tristes presagios. Pero me las arreglé para dejarlos de lado, me volví hacia mi compañero y exclamé:
—Y dime, Harry, ¿vives aquí, en este palacio de Aladino?
—¡Por mi alma! —gritó—. ¡Has dado en el clavo…, debes de haber venido antes! Caramba, Wellingborough, así es precisamente como se llama.
Luego se echó a reír de un modo extraño, y por primera vez pensé que había bebido más de la cuenta, aunque, pese a que sus ojos tenían una mirada alocada, por su aspecto parecía estar sobrio.
—¿Por qué me miras así, Wellingborough? —dijo.
—Me temo, Harry —respondí—, que cuando te fuiste debiste de beber algo más fuerte que el vino.
—¡Oídle —exclamó Harry, volviéndose hacia el busto del hombre calvo de la repisa—, por mi honor que parece un cura! Mira, Wellingborough, muchacho, tengo que volver a marcharme y esta vez por más tiempo… Es posible que no vuelva esta noche.
—¿Qué? —exclamé.
—Calla —gritó—. Escucha, conozco al duque y…
—¿A quién? ¿No te referirás al duque de Wellington? —dije, preguntándome si Harry iría a incluirle a él también en su larga lista de amigos y conocidos secretos.
—¡Bah! —gritó Harry—, me refiero al hombre de las patillas canosas que viste abajo, lo llaman «el duque»…, él es quien regenta la casa. Como te digo, lo conozco y él a mí también, y además sabe lo que me ha traído a este lugar. Bueno, ya lo he arreglado todo: te quedarás a dormir aquí esta noche, y…, y… —prosiguió en voz baja—: me guardarás esta carta… —Me dio una carta sellada—. Y, si no estoy de vuelta por la mañana, quiero que vayas directo a Bury y la entregues… Toma, coge este papel… Ahí lo tienes todo negro sobre blanco…, dónde tienes que ir…, y lo que tienes que hacer. Y cuando lo hayas hecho… recuerda que es sólo en caso de que no vuelva, puedes hacer lo que te plazca: quedarte un tiempo en Londres o volver a Liverpool. Aquí tienes suficiente para tus gastos.
Todo ocurrió a la velocidad del rayo. Pensé que Harry se había vuelto loco. Me quedé mirándolo perplejo con la bolsa en la mano inmóvil, hasta que casi se me saltaron las lágrimas de los ojos.
—¿Qué ocurre, Redburn? —gritó con una especie de carcajada desenfrenada—. No tendrás miedo, ¿verdad? ¡No, no! Confío en ti, amigo, o no tendrías esa bolsa en la mano, ni tampoco esa carta.
—¿Qué demonios estás diciendo? —exclamé por fin—, no estarás pensando en serio en abandonarme aquí, ¿verdad, Harry? —Y lo cogí de la mano.
—¡Bah, bah! —gritó—, suéltame. Te digo que está todo arreglado, tú haz lo que te dicho y ya está. ¿Lo prometes? ¡Júramelo! No, no… —añadió con vehemencia cuando le pedí que me contara algo más—, no lo haré, no tengo nada más que decirte…, ni una palabra. ¿Lo juras?
—Pero dime aunque sea una frase más, Harry, ¡escúchame!
—¡Ni una palabra! ¿Vas a jurarlo? ¿No? Entonces devuélveme la bolsa: toma… esto… y esto… y esto… Así podrás pagarte el billete de vuelta a Liverpool, adiós, ya no eres mi amigo. —Y se dio la vuelta e hizo ademán de marcharse.
No sé qué fue lo que se me pasó por la cabeza, pero algo me impulsó a cogerlo de la mano y jurarle que haría lo que me pedía.
Enseguida corrió al busto, susurró una palabra, y apareció el viejo de las patillas, a quien le dio una palmadita en el hombro y me presentó como su amigo, el joven lord Stormont; luego le pidió al almendro que cuidara de la comodidad de su señoría en su ausencia.
El almendro hizo una insulsa reverencia y esbozó una mueca, con una expresión peculiar que me resultó odiosa de inmediato. Tras unas pocas palabras más se retiró. Luego Harry me estrechó la mano calurosamente, y, sin darme ocasión de decir una sola palabra, cogió su sombrero y salió disparado de la habitación diciendo:
—No salgas de esta habitación esta noche, ¡y recuerda la carta… y Bury!
Me desplomé en un sillón y miré aquellas paredes tan extrañas, y los cuadros misteriosos y la lámpara del techo; luego me levanté, abrí la puerta y contemplé el pasillo iluminado, pero sólo oí el murmullo de la sala de abajo, voces sueltas y un apagado repiqueteo como de marfil procedente de las habitaciones contiguas. Volví a entrar en la habitación y me sobrecogió una terrible sensación de náusea: habría dado el mundo entero por estar de vuelta sano y salvo en Liverpool, dormido en mi vieja litera en el muelle del Príncipe.
Me estremecía con cada pisada, y casi llegué a pensar que eran de algún asesino que me perseguía. El sitio me parecía infecto, y se me ocurrió la peregrina idea de que probablemente habrían importado alguna pestilencia oriental con los damascos que me rodeaban. «¿Estaría drogado ese vino amarillento que bebí abajo? —pensaba—. Los cimientos de esta casa deben de asentarse en el mismísimo infierno». Pero esas temibles ensoñaciones sólo servían para clavarme al asiento y, aunque pensé en salir corriendo de la casa, era como si me hubiesen atado de pies y manos.
Mientras estaba así encadenado a mi asiento, me pareció que algo se abría de par en par: confusas imprecaciones, mezcladas con el repiqueteo del marfil, mucho más fuerte que antes, estallaron en mis oídos, y, por la puerta entreabierta de la habitación, vislumbré a un hombre alto que pasaba por el pasillo con los puños apretados corriendo frenético hacia las escaleras.
Todo ese tiempo Harry recorría mi alma, entrando y saliendo por todas las puertas que se abrían con violencia a su paso.
En ese momento, toda mi amistad con él pasó como un rayo por mi memoria, hasta que me pregunté por qué habría venido a Londres a hacer aquello. ¿Por qué no le había bastado Liverpool?, y ¿qué quería de mí? Pero su conducta era inexplicable desde cualquier punto de vista. Desde el instante en que subió a buscarme a bordo, su actitud parecía haber cambiado gradualmente; y desde que subimos al coche, había sido como si se tratara de una persona distinta.
Pero ¿qué podía hacer yo? Estaba claro que se había ido… ¿Tendría intención de volver? Aunque también era posible que siguiera en la casa, y, con un escalofrío, pensé en el repiqueteo del marfil y estuve a punto de salir, registrar las habitaciones y rescatarlo. Pero eso habría sido una locura, y había jurado no hacerlo. No tenía otra posibilidad que aguardar a que volviera. Bueno, ¿y si no volvía? Saqué la bolsa, conté el dinero y miré la letra y el papel con sus instrucciones.
Aunque lo recuerdo todo de manera muy vívida, no diré la dirección de la carta, ni el contenido del papel. Sólo que, después de observarlos con atención y de pensar que Harry no podía tener ningún motivo imaginable para engañarme, pensé: «Sí, la cosa va en serio, heme aquí…, sí, ¡en el mismísimo Londres! Y, pase lo que pase, me quedaré en esta habitación. Seguiré sus instrucciones y ya veremos qué pasa».
Pero, a pesar de aquellos pensamientos, y de la magnificencia metropolitana que me rodeaba, seguía embargándome una sensación espantosa que nunca había tenido, salvo al entrar en los antros más sórdidos e inicuos de los marineros en Liverpool. Todos los mármoles y espejos me parecían cubiertos de lagartos que reptaban por ellos, y pensé que, por muy dorada y brillante que sea, la serpiente del vicio no deja de ser una serpiente.
Se había hecho muy tarde y, agotado por la tensión, me tumbé en un sofá, aunque pasé un rato revolviéndome inquieto en una especie de pesadilla. Cada poco rato, a pesar de mi pro mesa, me sentía tentado de salir corriendo a la calle y preguntar dónde estaba, pero al recordar las órdenes de Harry, mi desconocimiento de la ciudad y lo tarde que se había hecho, trataba de serenarme.
Por fin, me quedé dormido soñando con Harry, que se enfrentaba con el cubilete de los dados con el hombre de aspecto marcial, y lo siguiente que vi fue un resplandor y a Harry muy pálido delante de mis ojos.
—La carta y el periódico —gritó.
Hurgué en mi bolsillo y se los di.
—¡Ya está, ya está, ya está! Ya puedo romperte —gritó haciendo pedazos la carta entre sus manos como un loco y pisoteando los fragmentos—. Me voy a América, el juego ha terminado.
—Por el amor de Dios, explícame lo que ocurre —exclamé totalmente perplejo y asustado—. Dime, Harry, ¿no habrás estado jugando?
—¡Ja, ja, ja…! —Rió loco de contento—. ¿Jugando? ¿Al rojo y blanco? ¿A las cartas? ¿A los dados? ¿Al dominó…? ¡Ja, ja! ¿Jugando? ¿Jugando? —y masculló entre dientes—: ¡Vaya tres sílabas tan aceradas! Wellingborough —añadió, acercándoseme despacio y mirándome fijamente a los ojos—, Wellingborough. —Hurgó en el bolsillo de su pechera y sacó una daga—. Toma, Wellingborough, cógela… Cógela te digo…, ¿es que eres tonto? Toma…, toma… —y me la puso entre las manos—. Aléjala de mí…, quítala de mi vista… No la quiero cerca, mientras me sienta como ahora. Aquí tratan muy mal a los suicidas, Wellingborough, ni siquiera les dan un entierro digno. ¡Mira el cordón de ese timbre! ¡Por Dios, es como si me invitaran a colgarme! Y, cogiéndolo por el asa dorada del extremo, lo arrancó de la pared.
—Por el amor de Dios, ¿qué es lo que te aflige? —grite.
—Nada, ¡oh!, nada —dijo Harry, adoptando una calma traicionera y tropical—, nada, Redburn, nada en absoluto. Estoy tranquilísimo. Pero devuélveme la daga —gritó de pronto—, te digo que me la des. ¡Oh!, no pretendo matarme, eso ya lo he superado, dámela —y arrancándomela de la mano, sacó una bolsa vacía y con una terrible puñalada la clavó en la mesa—. Ya está —gritó—, así lo verá el duque mañana por la mañana, es lo único que me queda…, es mi esqueleto, Wellingborough. Pero vamos, no te desanimes, todavía queda oro en Golconda[125]; me quedan una guinea o dos. No me mires así, muchacho, mañana por la noche estaremos en Liverpool, partiremos al alba. Y, dándome la espalda, se puso a silbar como un loco.
—¿Y a eso lo llamas tú —pregunté— enseñarme Londres? No me lo esperaba, pero cuéntame tu secreto, cualquiera que sea, y no lamentaré no haber visto la ciudad.
Se volvió a la velocidad del rayo y gritó:
—¡Redburn!, tienes que jurarme otra cosa ahora mismo.
—¿Y por qué? —pregunté asustado—. ¿Qué más quieres que te jure?
—¡Que no volverás a preguntarme por este maldito viaje a Londres! —gritó, echando espumarajos por la boca—. ¡Ni una palabra! ¡Júralo!
—Ciertamente, Harry, no te incomodaré con preguntas si tú no quieres —le dije—, pero no hacen falta juramentos.
—Júralo, te digo, si es que me aprecias, Redburn —imploró.
—En tal caso, lo juro solemnemente. Ahora descansa y olvidémoslo todo cuanto antes, pues me has hecho la persona más desgraciada de la tierra.
—¿Y qué soy yo? —gritó Harry—. Perdóname, Redburn, no quería ofenderte. Si tú supieras…, pero ¡no, no…! ¡Da igual, da igual! —Corrió al busto y le susurró al oído. Se presentó un camarero—. Brandy —susurró con los dientes apretados.
—Entonces ¿no vas a dormir? —le pregunté, cada vez más alarmado por su desenfreno y asustado por los efectos que pudiera producir en él la bebida en ese estado.
—¡Nada de dormir! Duerme tú si puedes… ¡Yo pienso quedarme aquí con una botella…! Veamos…, contemplando el reloj de oro que hay en la repisa de la chimenea… Sólo son las dos de la mañana.
El camarero, con aspecto muy soñoliento y una visera verde, se presentó con la botella y dos vasos en una bandeja, y le dijimos que la dejara y se marchase.
En vista de que no había manera de convencer a Harry, volví a tumbarme en el sofá. No me dormí, sino que di alguna cabezada de vez en cuando, y me desperté entre sueños como un sonámbulo mientras Harry seguía en la mesa con el sombrero puesto y la botella de brandy delante, de la que se iba sirviendo sorbos de vez en cuando. No obstante, y para mi sorpresa, el licor pareció calmarlo en lugar de excitarlo y, poco después, estaba mucho más tranquilo.
Por fin, justo cuando acababa de quedarme profundamente dormido, me despertó sacudiéndome y diciendo que el coche estaba en la puerta.
—¡Mira! Ya es de día —dijo, apartando los pesados cortinajes de la ventana.
Salimos de la habitación y, tras pasar por el ahora silencioso vestíbulo de las columnas, que olía a rosas y colillas de puro, un camarero nos abrió la puerta de la calle frotándose los ojos y sin decir palabra, subimos al coche y pronto nos encontramos viajando hacia el norte en ferrocarril, en dirección al muelle del Príncipe y al Highlander.