VII
SE HACE A LA MAR, Y SE SIENTE MUY MAL
En cuanto todo estuvo dispuesto, subió a bordo el práctico, y llamaron a todo el mundo a levar anclas. Mientras empujaba mi barra, no pude sino reparar en lo demacrados que estaban los hombres y en cuánto sufrían a causa de aquel ejercicio tan violento después de la terrible disipación a la que se habían entregado en tierra. Pero pronto aprendí que los marineros no dicen ni palabra de esas cosas, sino que hacen cuanto pueden por parecer saludables y animados, aunque a algunos les resulte muy difícil.
Una vez asegurada el ancla, un remolcador de vapor con el poderoso nombre de Hercules nos enganchó y nos alejamos y atrás quedó la larga hilera de astilleros, muelles, y almacenes; bordeamos la verdosa punta de la isla donde está Battery Park, pasamos junto a Governor’s Island y nos dirigimos en línea recta hacia los Narrows[13].
Mi corazón parecía de plomo y Dios sabe que me encontraba fatal, pero tenía tanto trabajo que eso impedía que me agobiaran mis pensamientos.
Traté de pensar todo el tiempo en que me iba a Inglaterra, y en que, en pocos meses, ya habría estado allí y estaría de vuelta contándoles mis aventuras a mis hermanos y hermanas; y en el deleite con que me escucharían, y en cómo me mirarían y venerarían mis palabras; y en cómo incluso mi hermano mayor tendría que tratarme con mucha consideración, por haber cruzado el océano Atlántico, cosa que él no había hecho, y no era probable que hiciera nunca.
Con semejantes cavilaciones traté de sacudirme de encima el peso que me oprimía el corazón, pero no sirvió de nada, pues era el primer día de travesía, y aún debían pasar muchas semanas, más aún, meses, antes de que concluyera el viaje; y quién sabe lo que podría ocurrirme, pues cuanto más miraba los altos y vertiginosos mástiles, y pensaba en las muchas veces que tendría que subir y bajar por ellos, más me convencía de que algún día desdichado acabaría cayéndome por la borda y moriría ahogado. Y luego pensaba en que yacería en el fondo del mar, en la soledad más completa, con las grandes olas encima de mí, sin que nadie en el mundo supiera que estaba allí. Y pensaba en que debía de ser mucho más dulce y agradable estar enterrado debajo del seto que bordeaba la parte más soleada del cementerio de nuestro pueblo, por donde había paseado todos los domingos por la tarde, después de ir a la iglesia; y casi deseé estar allí en ese momento; sí, muerto y enterrado en aquel cementerio. Cada vez que se me llenaban los ojos de lágrimas, contenía el aliento, para ahogar los sollozos, pues no podía evitar sentirme así, y no me cabe la menor duda de que cualquier otro chico de mi edad habría sentido lo mismo.
Entretanto, el vapor nos remolcaba por la bahía, y pasamos junto a varios barcos anclados, con hombres que nos miraban y saludaban agitando las gorras; y junto a botes con señoras que agitaban sus pañuelos; pasamos las verdes orillas de Staten Island y vimos muchas casas de campo rodeadas de viñedos plantados en las hermosas faldas de las colinas; ¡oh!, en ese momento habría dado cualquier cosa por que, en lugar de estar saliendo de la bahía, hubiésemos estado entrando; por que hubiéramos cruzado ya el océano y estuviésemos de regreso; y, al pensar en volver a entrar en la bahía al final del viaje, mi corazón se puso a brincar como un animal salvaje. Pero ese día estaba tan lejos que parecía que no iba a llegar nunca. No, nunca, nunca más volvería a ver Nueva York.
Y lo que más me sorprendió fue oír a algunos de los marineros que, mientras adujaban los cabos, hablaban de las casas de huéspedes en las que se alojarían a su regreso y contaban que algunos amigos les habían prometido estar en el muelle cuando llegase el barco, para llevárselos a ellos y a sus baúles directos a Franklin Square, donde vivían; y que les tendrían una buena cena preparada, y muchos cigarros y licores en la terraza. Digo que esa manera de hablar me sorprendió, porque no parecían darse cuenta, como yo, de que antes de que pudiese ocurrir algo parecido, debíamos atravesar el gran océano Atlántico, de América a Europa y otra vez de vuelta, muchos miles de millas de mar embravecido.
En aquel momento no supe qué pensar de esos marineros, pero lo que sí pensé es que de niños no habían asistido nunca a la escuela dominical, porque juraban y blasfemaban de un modo que hería los oídos, y decían palabras que jamás pude oír sin sentir la más violenta repugnancia.
«¿Y éstos son los hombres —pensé para mí— con los que voy a tener que convivir tanto tiempo, con quienes voy a comer y dormir todo el viaje?». Además, empecé a comprender que no iban a ser precisamente amables conmigo, pero ya contaré todo eso llegado el momento oportuno.
No vayan a pensar que si todas esas cosas se me pasaron por la cabeza fue porque no tenía otra cosa que hacer que sentarme a pensar; no, no, tuve que trabajar de firme, pues mientras el vapor tiraba de nuestro barco, nosotros nos afanábamos adujando cabos y cables y limpiando la cubierta, que estaba llena de todo género de cosas imaginables que había que recoger.
Por fin, llegamos a los Narrows, que como todo el mundo sabe es la entrada al puerto de Nueva York desde el mar; y desde luego tienen bien merecido su nombre[14], pues, cuando se entra o se sale por ellos, es como entrar o salir por una puerta; y cuando se sale de los Narrows para emprender un largo viaje como el mío, es como salir a un camino muy ancho en el que no se divisara ni un alma. El vasto océano Atlántico se extiende a lo lejos y lo único que se distingue es el punto donde el cielo se junta con el agua. Tiene un aspecto muy solitario y desolado, y al mirar a uno y otro lado apenas podía creer que hubiese tierra más allá, o un lugar como Europa o Inglaterra o Liverpool en el ancho mundo. Resultaba demasiado extraño y maravilloso, y casi increíble, que pudiera haber pueblos y ciudades y aldeas, y campos verdes, y setos, y granjas y huertos, más allá de la extensión vacía del mar, y del lugar donde el cielo se juntaba con el agua. Y la sola idea de navegar entre las olas, y dejar atrás la tierra iluminada mientras la noche se cernía sobre nosotros, parecía absurda y descabellada; miré con cierto temor a los marineros que tenía a mi lado y que se mostraban tan inconscientes en un momento así. Luego recordé cuántas veces mi padre me había contado que había cruzado el océano, sin que jamás se me ocurriera ni por un instante dudar de lo que decía, pues siempre lo tuve por un ser maravilloso, infinitamente más puro y noble que yo, e incapaz de mentir o hacerle daño a nadie en ninguna circunstancia. Y, sin embargo, cómo creer que él, mi propio padre, a quien yo recordaba tan bien, hubiera cruzado los Narrows, hubiese navegado a través de la línea del mar y del cielo y hubiese llegado a Inglaterra, y Francia, Liverpool y Marsella. Era demasiado asombroso para creerlo.
A la derecha de los Narrows según se sale, la tierra es bastante alta, y en lo alto de un imponente acantilado hay un gran fuerte o castillo en ruinas rodeado de árboles[15]. Lo construyó el gobernador Tompkins en la época de la última guerra con Inglaterra, pero según creo no llegó a utilizarse nunca y dejaron que se viniera abajo. Yo lo había visitado una vez, cuando vivíamos en Nueva York, hacía tanto tiempo que apenas lo recordaba, con mi padre y un tío mío, un viejo y canoso capitán de barco, que navegaba con frecuencia a un lugar llamado Arcángel, en Rusia, y que siempre me contaba que había acompañado al capitán Langsdorff[16] cuando cruzó por tierra desde el mar de Okotsk en Asia hasta San Petersburgo, en un trineo tirado por grandes perros. Menciono a mi tío porque fue el primer capitán de barco al que conocí, y su cabello blanco y su hermoso rostro rubicundo me impresionaron de tal modo que nunca lo olvidé, aunque sólo lo vi con ocasión de aquella visita suya a Nueva York, pues pocos años después perdió la vida en el mar Blanco.
Pero yo quería hablarles del fuerte. Era, tal como lo recordaba, un lugar hermoso, tan novelesco y maravilloso como me lo pareció cuando estuve allí con mi tío. En la parte más alejada del agua crecía un verde bosquecillo muy espeso y umbrío, y a través del claroscuro de aquel bosque se accedía a un arco en el muro del fuerte, negro como la noche, que conducía a una serie de pasadizos muy intrincados por los que había que avanzar a tientas, hasta que por fin se distinguía un atisbo de hierba, se vislumbraba la luz del sol, y de pronto se salía a un espacio abierto en el centro del castillo. Allí unas vacas pastaban tranquilamente o rumiaban a la sombra de unos arbolillos, un ternero retozaba y trataba de morderse la cola; y unas ovejas trepaban con dificultad entre las ruinas musgosas, y mordisqueaban los brotes de hierba que crecían a ambos lados de las troneras de los cañones. Incluso vi un macho cabrío negro con una larga barba y cuernos arrugados, que tenía las patas delanteras apoyadas en un elevado parapeto y miraba al mar, como si estuviese esperando la llegada del barco que traía a su primo. Me parece estar viéndolo ahora mismo, y, pese a lo mucho que he cambiado desde entonces, sigue teniendo el mismo aspecto que siempre, y supongo que seguirá teniéndolo aunque yo llegue a ser tan viejo como Matusalén y tenga tanta memoria como debía de tener él. Sí, el fuerte era un lugar tranquilo, hermoso y encantador. Me gustaría construir una cabañita en el centro y pasar en ella el resto de mi vida. Estuve allí un mediodía del mes de junio, apenas soplaba un poco de viento que agitaba los árboles, todo daba la impresión de estar a la expectativa y el cielo era tan azul como los ojos de mi madre; en aquel entonces yo era muy dichoso y feliz. Pero es mejor no pensar en aquella época deliciosa, antes de que mi padre se declarara en bancarrota y muriese, y tuviéramos que mudarnos de la ciudad, pues, cuando pienso en aquellos días, se me hace un nudo en la garganta que casi me ahoga.
El caso es que mientras navegamos a través de los Narrows volví a ver aquel hermoso fuerte sobre el acantilado y no pude sino comparar mi situación en ese momento con la de cuando había ido allí con mi padre y con mi tío hacía tanto tiempo. En aquel entonces jamás pensé que tendría que trabajar para ganarme la vida; y ni siquiera sabía que hubiese corazones endurecidos en el mundo; y conocía tan poco el uso del dinero que, cuando compraba un caramelo y pagaba con una moneda de seis centa vos, pensaba que el confitero me devolvía cinco centavos para que tuviese dinero para comprar alguna otra cosa, y no porque esos centavos fuesen el cambio y por tanto míos de pleno derecho. ¡Qué diferente era ahora mi idea del dinero!
En esa época era un colegial, y con el tiempo tenía pensado ir a la Universidad y albergaba la vaga idea de convertirme en un gran orador como Patrick Henry[17], cuyos discursos yo acostumbraba a declamar desde el escenario; en cambio ahora era un chico pobre y sin amigos, lejos de casa y camino de convertirme por voluntad propia en un miserable marinero de por vida. Y lo que más amargo se me hacía era pensar en lo bien que les iba a mis primos, que eran ricos y felices, y vivían en una casa con mis tíos y tías, sin pensar siquiera en tener que embarcarse para sobrevivir. Traté de pensar que todo era un sueño, que no estaba allí, a bordo de un barco, sino en casa en la ciudad, y que mi padre seguía vivo, y que mi madre estaba tan alegre y feliz como antes. Pero no funcionó. Estaba donde estaba, y allí estaba el barco y allá el fuerte. Así que, después de echarles un último vistazo a unos chicos que miraban al mar desde el parapeto, me di la vuelta abatido, y decidí no volver la vista a tierra.
Al caer el sol, ya casi habíamos llegado «fuera», y bien puede decirse así, pues me sentí como si me hubieran expulsado del mundo. Luego, empezó a soplar la brisa y soltaron e izaron las velas; y al cabo de un rato, el vapor nos dejó, y por primera vez sentí cabecear el barco, una sensación muy extraña, como si fuese un enorme barril flotando en el agua. Poco después vi una pequeña y veloz goleta que cruzaba por delante de nuestra proa, y volvía a cruzar una y otra vez; y, justo cuando me estaba preguntando qué podría querer, arrió de pronto las velas y dos hombres cogieron el bote que había en cubierta y lo echaron al agua igual que si fuese un trozo de madera. Luego vi que el práctico, un hombre de rostro rubicundo con un tosco abrigo azul, que, para mi sorpresa, había estado dando las órdenes en lugar del capitán, se abotonaba el abrigo hasta la garganta, como una persona prudente que está a punto de salir por la noche a una plaza solitaria para irse a su casa, dejaba que el primer oficial siguiera dando las órdenes y se quedaba hablando aparte con el capitán; luego se metió la mano en el bolsillo y le dio unos cuantos periódicos.
Y pocos minutos después, cuando detuvimos nuestra marcha y dejamos que el botecillo se abarloase a nuestro barco, les estrechó la mano al capitán y a los oficiales y se despidió de ellos, sin dedicarnos ni una palabra de despedida a mí y a los marineros; pasó riendo por encima de la borda, subió al bote y lo llevaron a la goleta; luego se hicieron a la vela y pasaron deslizándose a nuestra popa, mientras sus hombres gritaban y nos saludaban agitando las gorras; y eso fue lo último que vimos de América.