XXXIX
LAS CALLEJAS DE LA CIUDAD
Las mismas cosas que se ven a lo largo de los muros del muelle a mediodía se las encuentra uno, en menor grado, aunque continuamente diversificadas con otras escenas, en las estrechas callejas donde están las pensiones de los marineros.
Por la noche, sobre todo cuando los marineros se reúnen en gran número, dichos callejones ofrecen un singular espectáculo, y todo el vecindario parece echarse a la calle. Organillos, violines y címbalos, tocados por músicos ambulantes, se mezclan con las canciones de los marineros, la algarabía de las mujeres y los niños, y los gemidos y los aullidos de los mendigos. Desde las distintas casas de pensión identificadas por sus carteles dorados —un anda, una corona, un barco, un torniquete o un delfín— se oye el ruido de la juerga y el baile, y a las ventanas abiertas se asoman viejas y jovencitas que charlan y se ríen con la multitud en mitad de la calle. En todo momento se intercambian extraños saludos entre viejos marineros que tropiezan por casualidad con un viejo camarada, al que vieron por última vez en Calcuta o en Savannah, y la invariable cortesía a que dan lugar esas ocasiones pasa siempre por ir a la taberna más cercana a brindar a la salud del otro.
Hay pordioseros que frecuentan lugares concretos de dichas callejuelas y a los que, según me contaron, ofende mucho la intromisión de mendigos de otra parte de la ciudad.
El jefe de todos era un viejo de cabello blanco, totalmente ciego, al que llevaba de aquí para allá una mujer con un platillo para recoger las limosnas. Aquel viejo cantaba, o más bien entonaba, ciertas palabras de un modo peculiarmente arrastrado y gutural, echando la cabeza hacia atrás y volviendo sus ojos ciegos hacia el cielo. Su canto era un lamento por su enfermedad, y produjo el mismo efecto en mí que cuando, tiempo después, leí por primera vez la «Invocación al sol[98]» de Milton. No lo recuerdo completo, pero, entonado con un interminable gemido, decía más o menos así: «Aquí viene el pobre ciego; ciego, ciego, ciego; que no volverá a ver el sol ni la luna… ¡No, no volverá a ver ni el sol ni la luna!». Y así pasaba por mitad de la calle, con la mujer por delante cogiéndole de la mano, abriéndole paso entre todos los obstáculos, y dejándolo solo de vez en cuando para pasearse entre la multitud y pedir unas monedas.
Pero uno de los rasgos más curiosos de la escena es la cantidad de cantantes de baladas marineras, que, después de cantar sus versos, te entregan una copia impresa y te ruegan que la compres. Una de esas personas, vestida como el tripulante de un barco de guerra, se plantaba a diario en una esquina en mitad de la calle. Tenía una voz plena y noble como el órgano de una iglesia, y sus notas se alzaban sobre la confusión circundante. Sin embargo, lo más notable de aquel cantante de baladas era uno de sus brazos, que él alzaba mientras cantaba y que daba vueltas verticalmente en el aire como si girase sobre un pivote. Aquello era inexplicable desde el punto de vista natural y él lo hacía para llamar la atención, y afirmaba que se había caído a cubierta desde lo alto del mástil de una fragata y se había hecho una herida que había convertido su brazo en aquella extraña maravilla que era ahora.
Llegué a conocer a aquel tipo y me pareció un personaje fuera de lo común. Conocía muchas aventuras maravillosas, contaba numerosas historias de piratas y asesinatos ocurridos en el mar y todo tipo de enormidades náuticas. Era un monomaniaco de aquellos asuntos y una especie de Almanaque de Newgate sobre los robos y asesinatos cometidos en el día en los barrios marineros de la ciudad, y la mayoría de sus baladas trataban sobre asuntos parecidos. Componía sus propios versos y los mandaba imprimir de su bolsillo para venderlos después. Como muestra de lo expeditivo que era en su negocio, puedo contar que una tarde, al salir del muelle para ir a cenar, vi a una multitud que se arremolinaba en torno a la Taberna del Fuerte Antiguo; y, mezclándome con ellos, averigüé que un marinero español de Cádiz borracho acababa de asesinar a una mujer de la ciudad. La policía se llevó al asesino delante de mis propios ojos, y a la mañana siguiente, el cantante de baladas del brazo maravilloso ya estaba cantando la tragedia enfrente de las casas de pensión y entregando copias impresas de la canción, que, por supuesto, los marineros compraron entusiasmados.
Esta alusión de pasada a un asesinato servirá para dar una idea de lo que ocurre en los barrios más humildes y abandonados que frecuentan los marineros en Liverpool. Los callejones y callejuelas pestilentes que, en su vocabulario, responden a los nombres de Costanilla de la Bronca, Calle de Gibraltar, y Pasadizo de la Cogorza, están tan corrompidos por el vicio y el crimen, que, posiblemente, no tengan parangón en el mundo entero. Los tiznados y mugrientos ladrillos de las casas tienen un aspecto tan hediondo y mortífero como el de la misma Sodoma; y la mortaja de humo de carbón que se cierne sobre esa parte de la ciudad sirve para ocultar las enormidades que en ella ocurren. Son lugares donde los marineros a veces desaparecen para siempre, o salen por la mañana de un portal desnudos y desvalijados. Son sitios donde la blasfemia, el juego, el robo y demás iniquidades habituales son virtudes demasiado elevadas para que las practiquen esas gorgonas e hidras infectas. Mi sentido del decoro me impide entrar en más detalles, pero los secuestradores, los burkers y los resurreccionistas[99] son casi santos y ángeles comparados con ellos. Son un grupo de truhanes misántropos confabulados para hacer todo el daño posible a la humanidad. Deberían quemarlos con azufre y sulfuro y sacarlos de sus escondrijos como alimañas.